viernes, 29 de marzo de 2019

Un Musea de la Memoria



En 1980 comenzó a funcionar en el valle de Amarateca una Casa de Terror, en la propiedad del general Amílcar Zelaya, ex triunviro que entregó poder a los militares que manejaban a Rosuco en 1982.

En esa casa, acondicionada para ocultar, torturar y asesinar opositores sociales y políticos al régimen corrupto de la APROH y de las fuerzas armadas criminales, se esconde ahí parte de la historia de horror que aún hiere a Honduras.

Las personas sobrevivientes, sus familias, sus amistades y el Cofadeh tienen la determinación de convertir ese lugar en una escuela de historia, en un museo de la memoria.

Es una idea que forma parte de un programa ya en ejecución desde 1995, que se denomina Ruta de la Memoria Histórica, y que incluye el Hogar contra el Olvido ubicado en Santa Ana, las Vueltas de Jacaleapa en Jamastrán, la sede del Cofadeh en Tegucigalpa, la Montañita en la salida oriental, y el Valle de Amarateca.

La idea del Museo Nacional de la memoria fue presentada por primera vez al ex presidente Carlos Roberto Reina, en 1995. Aquél buen hombre tuvo la total voluntad de impulsar la propuesta junto al Comité de Familiares de Detenidos – Desaparecidos en Honduras, pero su partido liberal le negó los votos en el Congreso Nacional.

Fue la misma situación que enfrentó Pepe Lobo en 2003, pudo pasar el decreto que declara el 30 de noviembre Día Nacional contra la Desaparición Forzada en Honduras, pero no pudo pasar el decreto para construir el Museo de la Memoria Histórica en Amarateca. Pepe hizo su parte, su partido no.

El Partido Liberal, junto al Partido Nacional, son cómplices de la tragedia de la desaparición forzada, y no han sido juzgados severamente por aquellos crímenes cometidos junto a los militares asesinos. Y ambos partidos se resisten a hacer lo que tienen que hacer para sanar la memoria ensangrentada de la Patria.

Entre 1995 y 2005 era comprensible que ambos partidos se resistieran en la asamblea legislativa a la aprobación de un decreto para confiscar las tierras al general Zelaya y pasarlas a los familiares de las víctimas, además de comprometerse a financiar la construcción del museo.

Era comprensible porque los gobiernos de Maduro y Flores Facussé mantuvieron en el control de las fuerzas armadas a los mismos jefes militares del 3-16, matones con poder que se sentían cómodos con sus políticos favoritos en Casa Presidencial. Pero hoy no son aquellas mismas circunstancias.

Un Museo de la Memoria en el valle de Amarateca no es un capricho vengativo contra los cobardes que humillaron hombres y mujeres en ese lugar, es un deber ético del Estado con la Sociedad Hondureña. Una rectificación pendiente.

Todo lo que aquellos hombres y mujeres encapuchados del batallón de la muerte hicieron contra las víctimas de la desaparición forzada no ha sido perdonado por nadie, porque no ha sido castigado ejemplarmente por el Estado.

Los juicios penales en la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 1986 y 1987 fueron condenas morales en dos casos, y compensación económica en algunos otros casos, pero no hubo sanción jurídica contra la estructura del grupo de los 10, los 14 y el 3-16 ni los empresarios y políticos de la APROH que hicieron semejantes barbaridades. La cuenta está pendiente.

Los vestigios de la Casa del Terror en Amarateca, cuyas paredes han conservado la sangre de los suplicios humanos, siguen ahí a la espera de una sanación integral. Una limpia espiritual. A la espera de una decisión de humanidad basada en el amor.

En los alrededores de este inmueble, ubicado al extremo oeste del valle de Amarateca, cerca del cause del río del Hombre, hubo ejecuciones extrajudiciales, entierros clandestinos y dolores humanos que resuenan todavía en la memoria de los torturadores vivos. De los vigilantes que no han muerto. De los militares crueles que no se han muerto.

También  hay sobrevivientes vivos que atestiguan ese horror. Por ejemplo, Hernán Guevara, y los seis estudiantes – Suyapa, Hilda, Guillermo, Edwin, Irazema y Milton – cuyo caso está pendiente de sentencia en la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Y algunos otros que viven para contarlo.

Podemos soñar ese día de la inauguración del Museo con los sobrevivientes presentes y los culpables viendo el acto por televisión y radio. Podemos imaginar un acto de victoria espiritual del pueblo sobre los cobardes. Y ser felices con la capacidad de perdonar.

Sin embargo, para llegar a ese momento tenemos todavía mucho que trabajar. Necesitamos el diseño, porque ya tenemos la propiedad. Afinar el plan de construcción. Conocer la experiencia del Museo de los Derechos Humanos en Chile. La conversión de la Casa del Terror en Museo Nacional de la Memoria. Eso queremos y eso haremos.

Ese día, por supuesto, el discurso de los criminales será el mismo que ya conocemos. ¿Y nuestros actos heroicos contra ese bando insurgente que amenazaba a la democracia cuándo serán reconocidos con estatuas y monumentos? Y las víctimas volverán a decir lo mismo. Nosotros éramos opositores y ustedes eran el Estado. Nosotros no éramos un bando ni ustedes tampoco. Ustedes tenían la ley para aplicarla, pero prefirieron aplicar el terrorismo. Hoy no es su turno, el turno hoy es de los ofendidos.

Por ahí anda uno de esos torturadores que todos conocemos por repetir ese discurso, disfrazado de analista en Televicentro, siempre vestido de blanco para ocultar su mugre, huyendo de su propia miseria, sin poder confesar sus crímenes para morir en paz. Y como él, otros policías y militares que usaron la casa del general Zelaya para humillar seres humanos, andan arrastrándose todavía como miserias humanas en nuestros barrios y ciudades.

Las víctimas con insistencia repiten a esos seres miserables del horror que la única manera de salvarse es confesar, arrepentirse, someterse a juicio, expresar la voluntad de no volverlo a hacer y cumplir la penitencia.

“Los familiares de los desaparecidos no tenemos sed de venganza, lo que tenemos es sed de la justicia, amor con esperanza”.

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