martes, 19 de marzo de 2019

Don Venancio



Por J. Donadín Álvarez

Un temblor como de mal de parkingson dominaba la mano del soldado después de haber halado el gatillo del fusil GALIL-ACE. Sin duda el muchacho se sentía muy mal; su dedo índice parecía acalambrado e indispuesto a enderezarse y sus ojos acostumbrados a ver brotar la sangre de las entrañas de las personas esta vez lloraban tímidamente ocultando todo un torrente de lágrimas. Sus piernas temblaban. Tenía el rostro endurecido, las mejillas curtidas por el sol y un dejo de amargura lo acometía. Sin embargo, estallar su congoja era un asunto prohibido.

Ver el rostro del moribundo llenó de angustia, dolor y tristeza al soldado. Aunque no era la primera persona a la que había enviado a la inexistencia sí sería la única a la cual le guardaría luto. El herido moría de manera paulatina y el hechor de aquel acto cruel también deseaba morir conjuntamente.

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Don Venancio era el señor más popular del pueblo El Olvido. Bigotudo, de brazos cortos, manos ásperas y estatura irrisoria; tal era su fisonomía. Los más atrevidos lo llamaban “tapón” por su brevedad en cuanto a estatura y la abundancia hacia ambos lados de su cuerpo. Era amigable en gran medida pero severo en sus reproches cuando se sentía contrariado. Nadie se atrevía a increparlo en su presencia.

Tenía, además, una hacienda respetable que administraba con cariño. Sus trabajadores lo alababan por la generosidad en los salarios y la nutritiva alimentación que les brindaba. Las ancianas del lugar lo tenían en alta estima pues además de obsequiarles leche y queso dos veces por semana tampoco se negaba a prestarles su miembro viril a las más atrevidas que anhelaban retomar la vida sexual de la juventud. Con cierto esfuerzo mental y con el apoyo de “la pastillita mágica”, como él la llamaba, no había señora que se quejara de sus dotes de galán, bien conservados a pesar de sus sesenta y dos años.

Era una buena persona, sin embargo, poseía un defecto que empañaba su vida: era un obcecado del Partido Azul. Habitualmente hacía gala de mantener contacto con los líderes importantes de la política nacional, ser amigo del alcalde de la capital y conocido del presidente de la República. En efecto, los caciques políticos de la capital lo conocían bien y cuando había campaña preelectoral su casa les servía de hospedaje.

Es de hacer saber que en el pueblo no se le tenía ningún aprecio a tales señores que llegaban con saco y corbata, que siempre llevaban cámaras de televisión para almacenar los momentos cuando abrazaban a los niños descalzos, a los ancianos desnutridos y a los campesinos sudorosos y además aparecían en carros a los que nadie se podía acercar por el riesgo de rayar su pintura nítida. Por otra parte, la política no era de mucha importancia para los moradores del pueblo El Olvido puesto que solo eran recordados como caudal electoral antes de las elecciones, después eran un estorbo. Por estas y muchas razones más repudiaban a los políticos que a su lugar llegaban. Al único que apreciaban era a don Venancio, hombre sincero con su gente pero engañado en política. Claro está, él poco o nada sabía de eso, pese a ello, estaba seguro que daría su vida si eso significaba una hazaña para su amado partido.

Tenía un hijo que era su mayor orgullo por ser parte de las Fuerzas Armadas de Honduras desde hacía dos años. Tener un hijo militar era, según su versión, el mejor aporte que un padre viejo podría darle a la patria. Para él, su vástago sería un agente del orden público, colaborador de su glorioso Partido Azul en la instauración de la paz social y hombre autorizado para reorientar al ciudadano que se dedicara a desestabilizar al gobierno en su plan de desarrollo nacional.

Pero la felicidad de don Venancio y la paz de los pobladores no serían eternas. El año 2012 fue el inicio de la tragedia en El Olvido. La aparición de una compañía minera de nombre Inversiones Mineras de Centroamérica liquidó toda reserva de sosiego. Con promesas demasiado buenas para ser verdaderas la empresa se estableció en el lugar. Muchas personas fueron reubicadas a cambio de considerables cantidades de dinero sin impedimento alguno. No obstante, nada podía compensar la tragedia ambiental que la empresa minera estaba provocando.

El mercurio vertido al río volvió a este último inservible. Y un día la siguiente noticia alarmó a todos: ¡no había agua ni para beber!

Molesto por tal situación don Venancio decidió liderar la oposición de los pobladores en contra de la empresa Inversiones Mineras de Centroamérica. ¡Vaya! ¡Un cambio tan radical! Por primera vez en su vida el señor entendió que los políticos de su glorioso Partido Azul no eran más que parásitos sociales que vivían a costa de su sacrificio y del de los demás ciudadanos. Pensándolo bien, el partido nunca le había dado algo, en cambio, él le había dado sus energías y parte de su patrimonio. Esta reflexión motivó su enojo, resentimiento y valentía en su lucha por sacar de sus ancestrales terrenos a los saqueadores que bajo el manto del discurso de la generación de empleo a través de la inversión nacional y extranjera estaban explotando sin misericordia los recursos del suelo y además se estaban llevando a su paso la vida de los pobladores de la comunidad.

Los habitantes, como es natural, estaban molestos por el maltrato a la naturaleza que la empresa minera estaba ocasionado. Pero algo más los mantenía atónitos: el ejemplo de don Venancio que con la edad ya avanzada fue capaz de articular la lucha de todo un pueblo. Ninguno de los moradores olvida aquél 15 de julio del 2012 cuando don Venancio se convirtió en su héroe.

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–¡Ya es demasiado con estos hijos de puta! –exclamó el coronel, pletórico de desprecio–. De ser así perderemos a más de alguno de los nuestros. Es momento de dispararles con balas reales. Estos cerdos no merecen otra cosa que la muerte.
–Pero, señor… los derechos humanos son inviolables.
–¡Calla, idiota! Tu deber es obedecerme.
Tras una señal de aprobación del coronel los soldados comenzaron a dispararle a la multitud. Un señor de unos sesenta y dos años se esforzaba en organizar la retirada de su gente evitando más derramamiento de sangre.
–¡Dispárale a ese gusano de mierda!¬ –ordenó el coronel al soldado más cercano. Éste parecía no escucharlo. – ¿Estás sordo? Te dije que le dispares –insistió con una rabia evidente.
El soldado apuntó hacia el cuerpo del indefenso anciano. Su mano temblaba.
–¡No te demores!
Nunca en su vida el soldado había disparado una bala con tanto dolor.
En el pueblo El Olvido nadie se imaginó que don Venancio enviaría a su tan amado hijo al ejército para que años después éste lo asesinara.

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