martes, 1 de marzo de 2016
Todo lo sólido se desvanece en las urnas
Por Raúl Zibechi
Hace cuatro décadas, el intelectual y militante peruano Alberto Flores Galindo desgranaba su opinión sobre las elecciones, en un breve comentario a propósito de los resultados de las votaciones para la Asamblea Constituyente, en las que el dirigente campesino-indígena Hugo Blanco obtuvo 30 por ciento de los sufragios, en junio de 1978.
“El voto universal, individual y secreto ha sido una invención genial de la burguesía. El día de una votación las clases y grupos sociales se disgregan en una serie de individuos que dejan de pensar colectivamente, como sí ocurre en las huelgas, las manifestaciones o cualquier otro acto de protesta, y en la ‘cámara secreta’ emergen entonces las dudas, los temores, las incertidumbres que llevan a optar por lo establecido, por el pasado y no por el cambio” (Obras Completas, tomo V, Lima, 1997, p. 89).
Flores Galindo fue uno de los más consecuentes y notables pensadores en los años 70 y 80, cuando el Perú estaba atenazado entre la violencia estatal y la de Sendero Luminoso, en una guerra que tuvo un costo de más de 70 mil muertos. Su investigación Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes, publicada en 1986, obtuvo el Premio Ensayo de Casa de las Américas en Cuba. Fue fundador de SUR, Casa de Estudios del Socialismo, que agrupó a buena parte de la intelectualidad de la época, y militó en el Partido Unificado Mariateguista, al que también pertenecía Hugo Blanco.
Su breve reflexión sobre las elecciones tiene gran actualidad y muestra la crisis del pensamiento crítico. En primer lugar, permite distinguir entre las libertades democráticas y el hecho de fundar una estrategia política en la participación electoral. Si las libertades fueron conquistadas por largas y potentes luchas colectivas de los oprimidos, las elecciones son el modo de dispersar esa potencia plebeya.
En segundo lugar, no critica la participación electoral, sólo advierte sobre el hecho incontestable de que se trata de jugar en el terreno de las clases dominantes. No esgrime un juicio ideologizado, sino centrado en cómo el sistema electoral disgrega a los de abajo en una miríada de individuos aislados que, al estar atomizados, dejan de ser una fuerza social para entregarse a la manipulación de los poderes del sistema. El pensamiento colectivo que emerge en las acciones populares deja paso a la individualización, en la que siempre se imponen miedos y prejuicios.
Sería necesario desarrollar ambos argumentos. Por un lado, la reflexión de Flores Galindo conecta con la de Walter Benjamin en su Tesis sobre la historia, cuando asegura: El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate (Tesis XII). No es un tema menor. En el recodo de la historia que le tocó vivir, Benjamin entendió que si los oprimidos no están organizados, son incapaces de comprender el mundo, están ciegos y son presa del modo de ver de los poderosos. El problema no son los medios del sistema (y vaya que son un problema), sino nuestra incapacidad de organizarnos, que es el modo de ser nosotros, o sea colectivos que combaten y, por tanto, comprenden.
El problema de lo electoral consiste, a mi modo de ver, en fundar una estrategia de cambios en la participación en elecciones, en la llamada acumulación de fuerzas que se resume en sumatoria de votos. En nuestro continente hemos asistido a una sucesión de luchas muy potentes capaces de desplazar gobiernos conservadores, que poco después se disuelven en las urnas, instalando otros gobiernos –a veces mejores, otras veces peores– que suplantan la acción colectiva y la organización de los de abajo.
La mayor parte de los partidos comunistas focalizaron su actuación en una estrategia de este tipo, colocando la organización popular a remolque de la acumulación electoral. Con el tiempo, esa estrategia se generalizó y se convirtió, después de la caída del socialismo real y de las derrotas de las revoluciones centroamericanas, en el modo de acción único de las izquierdas institucionales.
La individualización a través del voto tiene varias consecuencias nefastas. Además de la mencionada por Flores Galindo, la disolución o neutralización de la organización colectiva, aparece otra: en el proceso de trocar lo colectivo en individual se facilita la cooptación de los dirigentes porque en estos procesos se autonomizan las bases, algo prácticamente inevitable cuando se convierten en representantes. El sujeto se disuelve cuando impera la lógica de la representación, ya que sólo es posible representar lo que está ausente.
Sin embargo, el voto universal, individual y secreto reviste de legitimidad a los elegidos, y esa es la genialidad que denuncia el peruano. Cuando los gobiernos de las clases dominantes se sienten acorralados, como le sucedió al presidente Eduardo Duhalde en junio de 2002 en Argentina, ante una potente arremetida popular, convocan a elecciones como forma de dispersar los poderes de abajo. Es un dispositivo de vigilancia y control que consiste, como aseguraba el propio Duhalde, en sacar a la gente de la calle para devolverla a sus casas y sentarla frente a los televisores.
Porque la lógica del elector y la del televidente es la misma: al poder no le importa lo que cada quien piensa, siempre que lo haga en la soledad de su casa, sentenció en algún momento Noam Chomsky. El problema para los de arriba, por tanto, es la acción y la reflexión colectivas.
Sería maravilloso que el poder que nace de la organización/movilización popular se viera potenciado y retroalimentado por la participación electoral. La realidad dice lo contrario, como podemos apreciar en todos los procesos, y estos días de modo especial en el Estado español, donde los electores de Podemos contemplan cómo sus elegidos negocian en nombre de quienes los eligieron, pero cada vez más distantes de ellos. La actividad institucional que se deriva de los procesos electorales termina por desplazar del centro del escenario a las organizaciones de los de abajo.
Todo lo sólido se desvanece en las urnas.
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