miércoles, 23 de marzo de 2016

Movimiento slow contra la inmediatez capitalista



Por José Luis Vicente Vicente

La educación ambiental, la educación para la salud y la educación en la justicia social son vitales a la hora de concienciar sobre los beneficios de un consumo lento. En sus orígenes, el movimiento slow fue un fenómeno más bien contestatario frente a la “americanización” de la gastronomía europea. La tecnología y una planificación urbanística adecuada son unos aliados que pueden ser de gran utilidad para poder disfrutar de una vida lenta, que nos permita saborear cada segundo de nuestras vidas.
En 1986 el periodista italiano Carlo Petrini vio como en la emblemática Plaza de España de Roma, repleta hasta ese momento de tiendas de productos locales se inauguraba la primera tienda de una cadena de comida rápida estadounidense. La comida rápida había llegado al corazón de Italia, un país que se caracteriza por su gastronomía particular y muy arraigada en la sociedad. En ese momento nace el movimiento slow en su variante de comida, el slow food.

En sus inicios este movimiento tenía el fin de impedir que la comida rápida acabara sustituyendo a la comida tradicional, y endémica en muchos casos, italiana. Conservar las comidas tradicionales no solo implica conservar una gastronomía, sino conservar también aquellas especies animales y vegetales de las que se nutre ésta. Hoy en día, por ejemplo, las especies ganaderas que no son rentables en este modelo se encuentran al borde de su desaparición. Un ejemplo es la raza sayaguesa de bovino, característica de la comarca de Sayago (Zamora). Gracias a nuevas iniciativas emprendedoras se ha conseguido frenar su desaparición, aunque todavía sigue estando en peligro de extinción.

Decía que al principio fue un movimiento más bien contestatario frente a la “americanización” de la gastronomía europea (entendiendo como americanización el consumo rápido y de productos de poca calidad propio de la cultura estadounidense), pero sin embargo a medida que pasó el tiempo, y especialmente en la última década, el movimiento se ha transmitido a otros ámbitos igualmente afectados por la invasión de lo rápido. Así, fueron las ciudades el segundo ámbito en sumarse a este movimiento, denominado cittaslow. Estas ciudades, normalmente con una población que no supera los 50.000 habitantes, se caracterizan por organizar su vida en torno a las plazas, que consideran como núcleos que funcionan como puntos de encuentro de la población. Sin embargo, no son plazas por las que transiten coches, ruidosas o contaminadas, son plazas peatonales, donde la gente pueda pasear y, si lo desea, observar productos y comprarlos, ya que en estas plazas suelen abundar las pequeñas tiendas de comercio local y de vez en cuando también se celebra algún mercado temporal con los productos típicos de la zona. En estas ciudades la planificación urbanística y las políticas ambientales son puntos clave, aumentando la calidad de vida de los ciudadanos. Por tanto, son ciudades que conservan lo tradicional pero mejorando los problemas aplicando la modernidad.

Uno de los últimos ámbitos en el que este movimiento ha conseguido una gran aceptación es el mundo de la moda. Acostumbrados al consumo rápido con prendas que prácticamente se desechan al final de cada temporada, nuevas marcas han surgido con el fin de promover un consumo de ropa alejado de la inmediatez y la alta variabilidad de las modas. Es el slow fashion. Estas marcas apuestan por prendas de autor, realizadas con tejidos de calidad, en muchos casos ecológicos, y fabricados de una forma socialmente justa.

Sin embargo, y a pesar de que en el caso de las ciudades lentas o en el sector de la moda sí existen agrupaciones de municipios, normalmente el movimiento slow se caracteriza por no estar regido por unas normas concretas, ni por la existencia de ningún tipo de certificación. Surgen de manera espontánea por iniciativas locales que pueden tener un mayor o menor alcance. Por ejemplo, en las ciudades de gran tamaño pueden quedar restringidas a ciertos barrios, o aparecer diseminadas por la ciudad. No obstante, no debemos verlo como movimientos aislados, sino tener en cuenta que parten de unas inquietudes comunes: el respeto al medio ambiente y a lo local, la justicia social y la eficiencia en el uso de recursos. También se evita todo lo relacionado con la producción en serie y se sustituye por la creatividad, la innovación y la adaptación a las características específicas del entorno.

Por desgracia, en ciertas ocasiones este movimiento (como está ocurriendo también en el caso de los productos ecológicos, que forman parte también de éste) está siendo adoptado por personas con un nivel adquisitivo medio o medio-alto y cuya consecuencia directa es la elevación de los precios, empezando a adquirir cierto carácter elitista. Esto, sin duda, no es nada bueno si lo que se desea es que prevalezca la cultura autóctona, tradicional, la ligada a la lentitud de la creatividad y la meticulosidad. Necesitamos que la filosofía se extienda a todas las capas sociales, que se democratice su acceso. Un ejemplo muy claro es la relación entre la obesidad y la renta de las familias en Estados Unidos. Ahí, se está viendo cómo la obesidad, especialmente la infantil, es mayor cuanto menor es el nivel de renta familiar. La explicación es muy sencilla, su bajo precio y facilidad de acceso. Mientras que en cada esquina de Estados Unidos hay un negocio de comida rápida, los barrios más deprimidos son auténticos desiertos de frutas y verduras, donde para encontrar algún producto de este tipo es necesario invertir tiempo de viaje y recursos económicos.

Sin embargo, hay alternativas que pueden contribuir a la extensión del movimiento slow a las capas sociales con menos recursos. Por un lado la educación ambiental, la educación para la salud y la educación en la justicia social son vitales a la hora de concienciar sobre los beneficios de un consumo lento. Por otro lado, esto no es posible sin una adecuada planificación urbanística. Necesitamos remodelar nuestras ciudades, creando espacios de encuentro donde poder intercambiar experiencias y fomentar las relaciones sociales, donde se restrinjan las grandes superficies comerciales en favor del pequeño comercio. Crear barrios dormitorio, calles sin pequeños comercios, sin espacios de reunión de la comunidad o sin parques a lo único a lo que conducen es al aislamiento y el egoísmo, porque uno de los pilares básicos de un consumo lento es la solidaridad con los productores, con el entorno natural y con las generaciones futuras.

Por otra parte, es complicado invertir tiempo en comprar en las tiendas, en la preparación de la comida cuando se trabaja todo el día y se tiene muy poco tiempo para disfrutar fuera del trabajo. Es por ello por lo que el movimiento slow debería aplicarse a todos los ámbitos de la vida, ya que si el trabajo te permite tener tiempo libre ello te facilitará hacer la compra, cocinar, dar un paseo… en definitiva, disfrutar de los pequeños momentos de la vida, aprovechándolos y evitando así esa sensación de vacío que produce el consumo rápido de “usar y tirar”. La tecnología y una planificación urbanística adecuada son unos aliados que pueden ser de gran utilidad para poder disfrutar de una vida lenta, que nos permita saborear cada segundo de nuestras vidas.

Quiero volver al inicio de este pequeño artículo, a la Plaza de España de Roma. Por razones de trabajo me encuentro viviendo temporalmente en Roma y es sorprendente ver cómo en esta plaza no hay negocios de consumo rápido, sino que ahora la Plaza está rodeada de tiendas de alto nivel como Valentino, Prada… No es un consumo rápido, pero tampoco es socialmente justo. Se trata de una perversión del consumo lento. Sin embargo, algo de esperanza albergo cuando caminando por las calles de Roma es tan complicado encontrar un local de una famosa conocida marca de coMida rápida que para que la encuentres fácilmente tiene carteles indicadores distribuidos por algunas de las principales calles de la ciudad. Es, sin duda, una pequeña victoria.

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