martes, 22 de marzo de 2016

El golpismo o la encrucijada política de América Latina



Por Arsinoé Orihuela

En marzo de 2015 un conjunto de acontecimientos impregnados de un hálito golpista (no sólo por la marca confabulatoria de la derecha alarmista, sino también, y acaso más señaladamente, por el signo concertado de la acción desestabilizadora), provocaron una respuesta condenatoria a escala ampliada de los analistas políticos, y naturalmente de los gobiernos envueltos en la trama. Hace un año –e incluso con anterioridad a esa fecha– ya se perfilaba con diáfana claridad la coyuntura actual. Y efectivamente los eventos desembocarían en los escenarios previstos: en Venezuela, la derecha consiguió una mayoría calificada en el congreso; en Bolivia, el Movimiento al Socialismo de Evo Morales perdió en las urnas el referéndum constitucional para ampliar el mandato del presidente; y en Argentina, la derecha capitaneada por el político-empresario Mauricio Macri derrotó al kirchnerismo en la última elección presidencial. Nadie discute los yerros de las dirigencias de izquierda para sortear con solvencia política ciertas crisis. Pero esa insolvencia no se sitúa dentro de un estado de cosas neutral: se produce en un entorno de una franca agresión multifactorial, que involucra a un conjunto de agentes e intereses recalcitrantemente refractarios.
Justamente hace un año publicamos en este espacio un artículo que llevaba por título “La Doctrina Monroe o la paródica reedición del colonialismo estadunidense en América Latina”. En esa oportunidad hicimos un inventario de los hechos que prefiguraban la actualidad continental:

“El despido de Carmen Aristegui de MVS en México, los fondos buitre o el misterioso homicidio del fiscal Nisman en Argentina, la catalogación de “inusual amenaza” que por decreto unilateral endosó la administración de Barack Obama a Venezuela, el ‘fuera’ Dilma de las movilizaciones en Brasil, el opaco ‘reencuentro diplomático’ entre EE.UU. y Cuba, la infiltración de los intereses norteamericanos en el proceso de paz colombiano que tiene lugar en La Habana, el ‘fortalecimiento’ del dólar frente a las unidades monetarias latinoamericanas, la caída de los precios del petróleo que castiga particularmente al cono sur, son prueba fehaciente de otro episodio de colonialismo estadounidense en la región. Sin duda que ciertos analistas argüirán que estos eventos están libres del injerencismo de Estados Unidos. Pero basta con observar el perfil de las acciones de la alicaída potencia en otras geografías, y la terca presencia de la ‘solución’ militar en el tratamiento de los problemas que enfrenta el pináculo de la jerarquía estadounidense, especialmente los países limítrofes con Rusia, Afganistán, Siria e Irak, para inferir la presencia de un plan global de acción contra los territorios que en otra época administró sin restricciones Estados Unidos. Otras referencias valiosas que apuntan en la dirección de una agenda de reconquista regional son las tentativas de desestabilización en Ecuador, Bolivia, y los golpes de Estado exitosos en Honduras y Paraguay, en cuya confabulación estuvieron involucrados abiertamente ciertos conciliábulos de Washington”.

De hecho, sólo en lo que corre del siglo XXI, es posible contabilizar por lo menos 8 golpes de estado en la región, unos fallidos otros concretados, con Venezuela a la vanguardia de esta ominosa inercia golpista: Venezuela (2002, 2003, 2014), Haití (2004), Bolivia (2008), Honduras (2009), Ecuador (2010) y Paraguay (2012).

La agenda no se ha apartado un ápice de sus empeños. Sólo cambió la táctica. Más de un analista ha señalado que la región atraviesa una era de “golpes de Estado suaves”. La evidencia sugiere que la estrategia se apoya en tres soportes: medios de comunicación, movilización populista de los estratos medio-altos de la sociedad, y elecciones compradas.

Washington y las oligarquías latinoamericanas aprendieron que el golpe “clásico” entraña costos políticos a mediano plazo. El criterio corto placista, que primó en otras coyunturas, perdió su prevalencia, y la apuesta de las elites ahora consiste en recuperar la hegemonía por la vía electoral, para cosechar una legitimidad “democrática” (nótese el entrecomillado) que asegure su estadía en el poder por un término de 20 o 30 años, que es lo que estiman necesario para instaurar o apuntalar la economía neoliberal extractiva en la región, más o menos libre de “reflujos” contestatarios.

Argentina ya avanza en esa dirección. Y los escándalos de YPF, fondos buitre y el fiscal Nisman configuran la materia prima de la prensa para domeñar al kirchnerismo.

En Venezuela, la Mesa de la Unidad Democrática (MDU), que no es mesa ni es unida ni es democrática, pero que sí agrupa al grueso de los grupos de derecha, anunció recientemente que impulsará una campaña para deponer (sic) al presidente Nicolás Maduro. Llama la atención el obsceno desembarazo de los sectores de la derecha para anunciar sin rubor un referendo revocatorio que notoriamente responde a designios desestabilizadores.

En Honduras el crimen de Berta Cáceres, la ambientalista asesinada la semana pasada, es responsabilidad directa, dicen los analistas políticos, de la actual precandidata demócrata Hillary Clinton, por el respaldo subterráneo que la ex secretaria de Estado ofreció a los golpistas en aquel país, y que se tradujo en un clima de represión contra los movimientos e intereses populares (asesinatos de periodistas, activistas, defensores de derechos humanos). Es el costo humano que la habilitación de estos escenarios golpistas fomenta.

En Brasil, la oposición anunció que paralizaría todas las mociones en la Cámara de Diputados, “con obstrucción permanente” (sic), mientras no se abriera un juicio de deposición contra Dilma Rousseff. Que irónico que la acusación de “antinstitucional” a menudo recaiga sobre las espaldas de la izquierda. Por añadidura, y con el propósito de enterrar terminantemente al PT y sus dirigentes, la derecha dispuso perseguir políticamente a Luis Ignacio Lula da Silva, el histórico líder del partido y virtual candidato del PT a la presidencia en la próxima elección. Tan sólo hace unos días la fiscalía de Sao Paulo giró una orden de arresto en contra de Lula, presuntamente por lavado de dinero e identidad fraudulenta. La derecha se cierra categóricamente al diálogo, y absolutamente desdibujada en materia de propuestas, se ciñe a un discurso condenatorio y de repudio hacia las figuras emblemáticas de la izquierda en Brasil. La apuesta es evitar otro mandato del PT, y en el cálculo político de los grupos de poder (que por cierto el lulismo dejó más o menos intocados), la sepultura electoral de Lula da Silva es una condición necesaria, aunque no suficiente. Eso explica que además movilicen populistamente a los sectores reaccionarios e incautos de Brasil, y difamen hasta la hipertrofia a la dirigencia petista, naturalmente con el apoyo cómplice de Rede Globo.

Es evidente a todas luces que Estados Unidos está empeñado en cambiar esa convicción que ronda en la región, y que oportunamente enuncia Evo Morales: “Washington debe saber que no estamos en tiempos de reparto imperial y el modelo neoliberal ya no sirve para América Latina”.

En realidad lo que está en cuestión es la restauración oligárquica en los países del sur. Y la estrategia que dispuso la derecha se apoya ostensiblemente en el golpe de Estado “suave”, apostando a recuperar la hegemonía a través de sufragios envueltos en campañas negras.

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