miércoles, 8 de octubre de 2014
“En la Europa de los años sesenta y setenta, nos identificábamos como revolucionarios y queríamos serlo de verdad”
Rebelión
Por Salvador López Arnal
Ex dirigente del Movimiento Comunista, Eugenio del Río es autor de numerosos libros y artículos sobre la izquierda revolucionaria europea de la segunda mitad del siglo XX y sobre temáticas afines. Nuestras conversaciones se centrarán en el ensayo que da título a estas entrevistas.
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Nos habíamos quedado en este punto. Nos explicas esta afirmación. “La identidad revolucionaria, si hablamos de Europa, tenía un carácter altamente declarativo, como no podía ser menos en países en los que no se registraba nada parecido a una actividad revolucionaria en sentido estricto”.
Era uno de los problemas de quienes, en la Europa de los años sesenta y setenta, nos identificábamos como revolucionarios, y queríamos serlo de verdad, en países en los que no había nada parecido a una dinámica práctica revolucionaria y en los que las amplias mayorías sociales se mostraban ajenas a una acción propiamente revolucionaria. En esas circunstancias, la identidad revolucionaria, desligada de una práctica revolucionaria, era propensa a refugiarse en un ámbito ideológico, en las declaraciones, en el lenguaje, en un mundo literario y en un verbalismo que tenía poco que ver con los hechos cotidianos.
En tu catálogo de criticas a la izquierda revolucionaria (que tal vez no podamos comentar punto por punto) afirmas: “La vanguardia revolucionaria concibe la elaboración del proyecto de transformación de la sociedad como una construcción por adelantado y al margen de la expresión de sus necesidades por parte de las mayorías sociales.” ¿Así fue en todos los casos? ¿No hay excepciones que refuten tu afirmación general?
Estoy refiriéndome a las organizaciones de la izquierda revolucionaria europea occidental de los años sesenta y setenta. Si hay excepciones, no las conozco.
Contar con un proyecto de transformación de la sociedad, a veces muy detallado, y generalmente con referencias empíricas lejanas en el tiempo y en el espacio, formaba parte del equipaje ideológico imprescindible de las distintas corrientes de la extrema izquierda; de todas ellas.
Pero no cabría decir que, en algunos casos, en España, por ejemplo, la expresión de sus necesidades por parte de las mayorías sociales era imposible.
Cierto: ese era uno de los problemas que afrontaban las organizaciones antifranquistas. El franquismo privó de voz a la sociedad, la hizo opaca. Pero no puedo olvidar que la gestación de los programas de esas organizaciones, entre ellas aquella a la que yo pertenecía, se elaboraban sin tener en cuenta este condicionamiento. Eran un producto ideológico, que, casi siempre, estaba calcado de los programas que circulaban en cada una de las corrientes internacionales.
¿Y que sean un producto ideológico siempre es malo? ¿La ideología es siempre falsa consciencia?
Las grandes ideologías que conozco suelen contener representaciones que distorsionan la realidad. Esta es una faceta que fue subrayada por Marx. También encontramos en ellas, muchas veces, apreciaciones realistas.
Pero a lo que voy es a que los programas que confeccionábamos en esos años a los que estamos aludiendo eran más un instrumento identitario, para definirse y distinguirse ideológicamente de otras tendencias y para legitimar la propia existencia, que verdaderos proyectos de cambio social basados en las aspiraciones de la gente y orientados a su realización. Además, generalmente, no resultaban de un trabajo autónomo sino que eran copias de los programas de alguna de las corrientes internacionales.
Una revolución, afirmas, al menos en sus fases iniciales, “es incompatible con el reconocimiento de la libertad de elección de los individuos”. No sé muy bien a qué individuos te refieres (¿a todos? ¿a una parte? ¿a determinados sectores?). Sea como fuere, ¿infiero de ello: “no a las revoluciones, nunca más”?
En este punto, con tu permiso, tendré que detenerme un poco más.
Adelante.
La etapa de enfrentamientos más duros, que encontramos en las revoluciones de manera general, ha tenido duraciones muy diversas en cada uno de los casos. A veces ha sido muy breve, como ocurrió en Portugal, en 1974, o en Rumanía, en 1989. En otras ocasiones ha sido larga o larguísima, como sucedió en China, durante dos décadas antes de 1949. Mientras dura esta etapa, que podemos denominar militar, la libertad de elección de los individuos, y hablo aquí de las mayorías de individuos, no de una sector limitado, minoritario, ha solido quedar muy restringida habitualmente. Pasan a primer plano otras necesidades y otras dinámicas, conectadas con el conflicto violento. La guerra o los choques armados dejan poco sitio para la libertad y la democracia.
Pero, yendo más al fondo del problema que indicas, agregaré que las revoluciones, o la amplia mayor parte de ellas, casi todas ellas se puede decir, implican sufrimientos y pérdidas de vidas humanas. Además, en casi todos los casos, han dado origen a poderes despóticos. De este y otros aspectos concomitantes hablo más extensamente en el libro.
En mi opinión, no se justifica una revolución cuyo propósito declarado es instaurar un régimen político y social pretendidamente mejor que el anteriormente existente cuando este no es una dictadura.
Sí se justifica, siempre según mi punto de vista, una revolución para poner fin a una tiranía.
Pero incluso en esta hipótesis, que una revolución antidictatorial pueda justificarse no quiere decir que los bienes alcanzados sean mayores que los males causados. Es decir, justificación no es sinónimo de conveniencia, y, por consiguiente, la bondad de una revolución dependerá del cumplimiento de esas dos condiciones, no de una sola de ellas: que sea justa y que sea conveniente en relación con los sufrimientos causados y con los bienes obtenidos.
¿Y qué certeza se puede tener sobre esas condiciones a las que aludes? ¿No se te podría objetar que todas las revoluciones han pretendido ser justas y no causar sufrimientos “innecesarios”?
En los grandes enfrentamientos sociales nadie puede tener unas certezas precisas, exactas, ni sobre los costes humanos ni sobre los resultados. Pero eso no quiere decir que haya que caminar enteramente a ciegas.
¿Todas las revoluciones han pretendido ser justas? Habría que empezar por hablar de la concepción de la justicia de unos y otros lo que requeriría especificar pormenorizadamente y sospecho que eso desbordaría los límites de esta respuesta.
Sufrimientos innecesarios es una noción compleja. Cuando se inicia una lucha se piensa que va a haber sufrimientos y que estos son necesarios. Pero esto no resuelve el problema que yo planteo, que es el de la relación, a veces conflictiva, entre la justificación de una lucha y su conveniencia, partiendo de que ambas cosas no son idénticas.
Un punto más. Afirmas: “no se justifica una revolución cuyo propósito declarado es instaurar un régimen político y social pretendidamente mejor que el anteriormente existente cuando este no es una dictadura”. ¿En ningún caso? Infiero de ello que condenas políticamente el intento revolucionario que se produjo en Portugal tras 1974, por ejemplo.
No veo por qué. Precisamente fue una revolución contra una dictadura, que se desencadenó en abril de 1974 y se prolongó en los dos años siguientes.
El hecho de que en abril del 74 el Ejército acabara basculando del lado revolucionario tuvo efectos diversos. Entre ellos, que fue una revolución relativamente pacífica. La mayor parte del Ejército se inclinó por acabar con la dictadura y con las guerras coloniales, pero carecía de una voluntad unificada respecto a las transformaciones que habían de realizarse en la sociedad, en la economía, en la política. Además, las fuerzas que habían sido derrocadas no tardaron en reaccionar. En poco tiempo hubo un par de tentativas golpistas.
Fue un período de amplia participación popular, en el que surgió un vasto entramado de organizaciones y en el que se sucedieron las movilizaciones. Hubo ocupaciones de casas y de tierras. Entre otras cosas muy necesarias, se exigió la depuración de quienes habían trabajado para la policía política. Tras unos meses de grave crisis, que a punto estuvo de desembocar en una guerra civil, la nueva Constitución recogió algunas conquistas populares importantes, entre las que figuró la reforma agraria y las nacionalizaciones de la banca y de una parte de la industria. Desgraciadamente, la reforma agraria fue posteriormente paralizada y las privatizaciones llegaron a Portugal, como a otros países. Pese a ese retroceso ulterior no veo ninguna razón para condenar las luchas sociales de los años 74 y 75, que apoyé en su momento. Todo lo contrario.
Cambio de tema pero sigo en el capítulo. ¿Qué te parece mal del proyecto lukácsiano de agitar el alma y las finalidades de los ciudadanos? ¿No lo hace cada día, en sentido contrario, la publicidad y los medios de intoxicación en muchos países del mundo?
No encaja con la idea que tengo de la libertad y el pluralismo que haya un ministerio encargado de agitarme el alma, o sea, de decirme cómo tengo que pensar. La cosa resulta más desagradable cuando el ministro puede enviarte una temporada a la cárcel para que asimiles sus ideas. Por las mismas razones por las que tampoco me entusiasma que intenten disciplinar mi mente los obispos, o la publicidad, o cualquier medio de comunicación.
Pero permíteme un momento: no se trata de decirnos cómo tenemos que pensar sino generar una situación en la que la ciudadanía pueda pensar, esté activada, aumenta sus horizontes culturales e ideológicos. Si quieres, no olvidar la arista pedagógica de la política.
¿No se trata de eso o no debería tratarse de eso? Lo que yo he observado en los países de los que estamos hablando es que se ha practicado un adoctrinamiento intenso y a gran escala, algo muy distinto de ampliar los horizontes culturales. Un buen esfuerzo educativo de la población no tiene por qué confundirse con el adoctrinamiento político vulgar.
Criticas la meritocracia burocrática-revolucionaria. ¿Es extensible esa crítica a todo tipo de meritocracia? Si no es el caso, ¿cuáles te parecen aceptables?
La meritocracia, que en ningún caso es perfecta, puesto que en todas las sociedades existen eso que se llama relaciones y la posición social de partida, es más eficaz y más democrática que las formas de selección propias de los regímenes que niegan las libertades.
Los regímenes nacidos de las revoluciones del siglo XX, a los que podemos sumar los del Este europeo que en realidad no surgieron de revoluciones sino de los acuerdos internacionales que otorgaron el dominio de esa parte de Europa a la URSS, produjeron un tipo de meritocracia peculiar. La colocación y los ascensos dependían de las relaciones, de la lealtad a la jerarquía partidista, y en concreto de los padrinos que cada cual tuviera, de la habilidad para asumir puestos de responsabilidad en el partido gobernante, del manejo de la ideología oficial. Pero en la última época de la Unión Soviética, aunque no solo en ella, esas bazas se mezclaban con ciertas competencias profesionales especializadas, la experiencia acumulada o el dominio de lenguas extranjeras.
¿Sólo en la URSS? ¿No ocurrió algo similar en la RDA y en otros países de Europa del Este?
Hasta donde llega mi conocimiento ocurrió también en otros países, pero desigualmente. Hace unos días tuve ocasión de volver a ver esa magnífica película que es La vida de los otros. Cuando hay una policía política como la Stasi alemana, con 100.000 agentes controlando a la población, con la ayuda, además, de 200.000 confidentes, la meritocracia tiene un techo bastante bajo.
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