miércoles, 29 de octubre de 2014

La cárcel de los niños pobres



Por Claudia Silva

Estaba esperando a que llegáramos. Miraba con los ojos bien abiertos hacia el doble portón color celeste que separa el encierro de aquella libertad no tan libre, que no le ofrece tantas opciones para elegir. En cuanto nos vio entrar, se puso de pie y extendiendo sus brazos como paloma que está aprendiendo a volar, corrió hacia nosotros.
Otra vez esos sentimientos encontrados circularon por nuestros cuerpos: el de agradecerle a la vida que aún estuviese vivo y el de pensar cómo acompañar ese aprendizaje en ese contexto: en la cárcel de los niños pobres, donde los espacios de libertad no existen y donde la policía, aunque vista de civil, sigue oliendo a policía.
Nunca me gustó entrar al San Martín. Se hace presente en mí una huella tan cercana que hasta en ocasiones, le achaco el haber elegido, significado y resignificado mi quehacer laboral y militante a esa huella. Es la huella que me imprimió la historia de mi padre, que de algún modo también es mía y me habita.


Cuando muy niño, su madre decidió venirse a la gran ciudad desde la provincia de Córdoba en búsqueda de un mejor por – venir. Imagino a los ojos de mi padre, iguales a los del adolescente que nos esperaba con los ojos – y los brazos – abiertos. Iguales a los ojos que describe Baudelaire en el poema Des yeux des pauvres.
Cuando mi abuela se dio cuenta que las luces de la gran ciudad no eran tales, y que la realidad poco tenía que ver con aquel imaginario que circulaba en las familias que habitaban en el campo de su provincia natal, que no podía hacerse cargo de sus hijos y trabajar al mismo tiempo, que estaba muy sola y que los lazos de solidaridad aquí eran distintos, tomó la decisión de dejar a sus cinco hijos al cuidado de otros, aunque le resultó difícil no separarlos. Cada uno de ellos tuvo un destino diferente. Y a mi padre, le tocó el pupilado del Instituto San Martín.
En aquella época funcionaba como colegio pupilado para los hijos provenientes de familias pertenecientes a alta alcurnia de la sociedad, aunque como eran “benéficos y benefactores”, el colegio guardaba algunas vacantes para aquellos niños de familias pobres, a las que había que reeducar, refuncionalizar y reinsertar en el sistema social.
Está claro que los niños ricos concurrían a la escuela del instituto todos los días, realizaban actividades deportivas y recreativas, recibían visitas de sus familiares durante la semana y los fines de semana, lo pasaban fuera de la institución, con sus familias.
Pero éste no fue el caso de mi padre: mientras los niños ricos estudiaban, él pelaba papas o picaba cebollas en la cocina. Mientras los niños ricos realizaban actividades deportivas o recreativas, él limpiaba los baños o lavaba los utilensilios de la cocina o los trastos sucios que sus compañeros habían dejado después de almorzar, cenar, desayunar o merendar. Mientras los niños ricos los fines de semana se iban a sus casas familiares, mi viejo se quedaba encerrado en el instituto, solo y sin visitas, sin juegos, sin un abrazo tierno que lo abrigue, sin palabra.


Sólo quedaba presente la figura del celador, quien cuando definía que “las cosas no estaban bien”, podía decidir dejarlo toda la noche arrodillado sobre un colchón de maíz, pasarle “la cero” por la cabeza y dejarlo parado toda una noche de invierno en el patio del colegio.
Nos recibió con un abrazo, como siempre. Nos sentamos en uno de esos bancos fríos, hechos de material y pintados de color verde oscuro. Hacía ya tres semanas que estaba allí, encerrado. Me miró con esos ojos transparentes – esos que tienen los niños – y me dijo: mi vieja todavía no vino a visitarme. Yo me visto para ella, ves? Hoy me puse la mejor ropa que tenía para que ella me viera pero otra vez, no vino. Siempre me dice cuando la llamo por teléfono que va a venir y después no viene. Lo que pasa es que ella no me quiere.
Pensaba en mi viejo, cuando en su relato nos contaba que siempre esperaba a su madre los fines de semana, que imaginaba que iba con ella a la plaza o al cine, que conocía el lugar donde su madre vivía, y en el desencanto que sentía cuando ese pensamiento mágico se hacía trizas contra el piso cuando los fines de semana terminaban y su madre una vez más, no había ido a “visitarlo”.
Conversamos sobre su proyecto cuando lo sacaran de allí, expresó su deseo de terminar la escuela y de que “lo deriven a un hogar donde se sienta contenido, donde pueda hacer las cosas que le gustan” (sic).
Y nuevamente mi padre se hizo presente en mis pensamientos cuando indagábamos en su historia infantil y rememoraba que había descubierto que le gustaba mucho crear y construir juguetes de madera. Entonces, los fines de semana pasaba horas y horas en el taller de carpintería imaginando, re-creando y fundando un nuevo universo interno: había descubierto el universo del juego, un universo propio, pleno de significantes y de significados.


A la hora de despedirnos, luego de acordar volver a vernos la semana siguiente, me pidió que le guardase una pulsera. Tenía en su muñeca numerosas pulseras hechas con mostacillas de distintos colores. Tomó la de color verde, la puso en mi muñeca y me dijo: “… ésta tenela vos. Quiero que me la guardes. Ves…? Es verde, como la esperanza.”
Mi padre, a partir de la construcción de un espacio propio y creativo, comenzó a ser re - conocido entre sus compañeros, quienes preferían jugar con los juguetes que él construía a jugar con los juguetes costosísimos que les regalaban sus familias y comenzó a ser incluido en los juegos colectivos. Fue entonces cuando esta vez los adultos lo re – conocieron y se dieron cuenta que era un buen jugador de fútbol. A los dieciocho años, jugaba en la reserva del Club Atlético San Lorenzo, terminó sus estudios secundarios y comenzó a estudiar fotografía.
Fue un gran fotógrafo artístico, cuando sus sueños de ser jugador de la primera de San Lorenzo se diluyeron en el momento en que detectaron que descubrieron que padecía de tuberculosis. Cuando lo contaba se reía y nos decía: es que las “tumbas” no alimentaban…
Fue un gran trabajador, un gran amigo de sus amigos, un tipo solidario, un gran padre. Un tipo presente. Un hombre lleno de ternura.
Qué fue lo que se movilizó en su mundo interno cuando niño para poder erigirse en un adulto feliz? Esa es la pregunta que me circunda cada vez que un niño des – amparado por su familia, la sociedad y por el Estado es encerrado en el Instituto San Martín cual si fuese un delincuente. Ya no puedo preguntárselo a mi padre, porque hace algunos años partió de este mundo en búsqueda de otros sueños.
Y pienso, tal vez la respuesta se halle en el significado que el niño le concedió a la pulsera que dejó a mi cuidado. Tal vez la tarea sea la de des – armarla, re – inventarla, re – pararla, re - descubrirla y con ternura, restituírsela re – significada.

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