martes, 8 de julio de 2014

De utopías y Etiopía


La Prensa

Por Víctor Meza

Hay utopías que suelen terminar en Etiopías, escribió en una ocasión Guillermo Cabrera Infante, haciendo gala de su habilidad y elegancia para construir y reconstruir juegos de palabras, creando ingeniosos malabarismos semánticos de probada calidad y buen gusto. Con esta afirmación, el ya fallecido escritor cubano hacía referencia al fracaso de ciertos modelos de construcción social que, al lindar con las utopías más fantásticas, casi siempre acaban en resonantes fracasos y en experiencias fallidas. Etiopía, la antigua Abisinia, de alguna manera ha sido considerada casi como un Estado fallido en África, con hambrunas periódicas, sequías escalofriantes, conflictos armados internos y caos institucionalizado en sus estructuras estatales. Algo así como un ejemplo que no se debe imitar o un espejo premonitorio en el que todos deberíamos vernos de vez en cuando.

Hacemos estas inesperadas reflexiones, a raíz de la noticia publicada en los medios de comunicación locales sobre la importación de dos toneladas de frijoles, procedentes de Etiopía, para medio resolver la grave crisis de escasez de ese grano básico tan vital en la dieta cotidiana de los hondureños. No deja de sorprenderme que sea precisamente ese país, Etiopía, el que nos venda los frijoles que necesitamos y que, en buena ley y con sobrada lógica, deberíamos ser capaces nosotros mismos de producir, tomando en cuenta las ventajosas condiciones físicas y geográficas que tenemos en el territorio nacional, para no mencionar la real o supuesta experiencia acumulada durante la bondadosa época en que, según algunos, éramos “el granero de Centroamérica”. Utopía menor, por supuesto.

La compra de frijoles etíopes es una prueba directa y casi grotesca del estrepitoso fracaso de las llamadas “políticas agrícolas”, puestas en práctica por los diferentes gobiernos en nuestro país. La incapacidad para generar producción suficiente de un grano básico tan fundamental en la dieta criolla, pone de relieve, entre otras cosas, la grave crisis en que se encuentra la agricultura nacional. Un país que no es capaz, teniendo las condiciones para ello, de producir sus propios alimentos, debería revisar y poner en entredicho su propia capacidad para administrarse con la eficacia y eficiencia debidas.

El caso de los frijoles etíopes coloca en el debate otro tema, mucho más profundo y esencial: el de la capacidad del Estado hondureño para administrar el país con la mínima racionalidad esperada. Los frijoles son apenas un ejemplo, pero hay otros, tan dramáticos y acuciantes como este. Para el caso, esa avalancha de niños, acompañados de sus padres o solitarios y desamparados, que, acosados por la violencia y la inseguridad, además de la miseria y falta de oportunidades, no vacilan en arriesgar sus vidas en las peligrosas rutas migratorias y se lanzan a la aventura siniestra de buscar el mal llamado “sueño americano”. Este drama humano, que el gobierno de Estados Unidos no ha vacilado en calificar como “crisis humanitaria”, ha puesto al desnudo, una vez más, la insensibilidad de las élites locales que ni siquiera opinan sobre el asunto. El Gobierno se ha limitado a enviar una comisión interinstitucional, a la que no ha vacilado en llamar “fuerza de tarea”, tomando prestado del diccionario castrense las palabras que, como suele suceder, no hacen más que actuar como vehículos del verdadero pensamiento. Llamar “fuerza de tarea” a una inocente comisión de señoras bien intencionadas, no es otra cosa que un desliz ingenuo, aunque no por eso menos delirante, del imaginario escondido que habita en nuestras mentes, pero expresado públicamente en el imprudente discurso oficial.

Y ¿qué decir de la terrible situación de inseguridad y violencia en que vivimos los habitantes de este territorio llamado Honduras? La guerra de cifras, esa siniestra competencia entre el Gobierno y la Academia para demostrar quién registra con mayor precisión el número de víctimas, solo refleja el nivel de “aceptación social” en que hemos caído con respecto a la muerte. Discutimos fríamente si son 15 o 20 los homicidios diarios, para fijar los índices y tasas de criminalidad cotidiana, mientras el mundo civilizado, entre la incredulidad y el horror, se asombra y queda perplejo ante nuestra capacidad de autodestrucción y salvaje violencia institucionalizada.

Frente a estos hechos, uno no puede menos que interrogarse, parodiando con calculada prudencia la pregunta que Mario Vargas Llosa pone en boca de Santiago Zavala, uno de sus personajes de la célebre novela “Conversación en la catedral”: ¿en qué momento se jodió Honduras? Pregunta sin respuesta, según parece, pero que sugiere otras, no menos acuciantes: ¿habremos ya tocado fondo o estamos a punto de hacerlo? ¿somos todavía un Estado degradado o estamos ya a las puertas de convertirnos en uno fallido? Mientras pensamos en ello, es bueno recordar, ahora que llegan los frijoles etíopes, el destino trágico de ciertas utopías y la realidad terrible de ciertas Etiopías.

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