sábado, 12 de julio de 2014

Homenaje a las Víctimas de la Hecatombe del 6 de Julio de 1944



Graciela Bográn

Hoy, 6 de julio de 1984, se cumplen 40 años de haberse escenificado el acto de terrorismo más negro de la dictadura del General Tiburcio Carías Andino, que al verificarse este horrendo suceso tenía 13 años de oprimir en la forma más inhumana al pueblo hondureño.

Efectivamente, a excepción de Costa Rica, las cuatro repúblicas restantes de Centroamérica – Guatemala, El Salvador, Honduras y nicaragua – estaban sometidas al yugo de crueles dictaduras. Sin embargo, había un ambiente de renovación que daba alientos a quienes no soportaban vivir bajo aquel régimen oprobioso. El Presidente Roosevelt, en plena Segunda Guerra Mundial en defensa de la democracia, había declarado: “Allí donde haya una dictadura estaremos nosotros para combatirla”. Y luego, había proclamado las cuatro libertades que él consideraba necesarias para una verdadera democracia, y alzó su voz ante el mundo para decir que se debía vivir libres de temor, libres de miseria, y con libertad de cultos y de pensamiento.

Todo esto daba una esperanza de redención a los pueblos oprimidos de Centroamérica. Y así como los salvadoreños derribaron al déspota Maximiliano Hernández Martínez, y los guatemaltecos la horrible dictadura de Jorge Ubico, los hondureños anhelaban la libertad y hasta era una vergüenza y una cobardía no hacer su propio esfuerzo para la liberación. Y así, encendidos de fe, sin preparación ninguna, pues era delito reunirse para deliberar, en Tegucigalpa, el 4 de julio de 1944 hubo una manifestación numerosísima en la cual la ciudadanía llegó hasta la Casa Presidencial pidiendo a gritos la renuncia del Presidente.

San Pedro Sula no podía quedarse atrás, indiferentemente a lo que pasaba a su alrededor. Sin conexión ninguna con Tegucigalpa, un grupo de ciudadanos acordó realizar una manifestación, amparándose en la bandera de los Estados Unidos, al lado de la de Honduras.
La noticia circuló de boca en boca, ya que no había más prensa que el Diario Comercial, de la Compañía Frutera, aliada de la tiranía. La gente se movilizó desde tempranas horas de la mañana y, dispuestas a romper cadenas, fueron muchas las personas que subían a las improvisadas tribunas a expresar, sin tapujos, su protesta. La manifestación del 4 de julio fue todo un éxito. Esto alentó a continuar en lucha. Se quería una huelga general para el 14 de julio si antes no entregaba el poder el déspota; pero algunos opinaron que había que aprovechar el estado de ánimo y el afán de lucha antes de que decayera y que debía continuarse en el empeño inmediatamente.

Se acordó solicitar permiso para realizar la manifestación, el que fue concedido por el Ministerio de la Defensa, Lic. Juan Manuel Gálvez, que había llegado a la ciudad. Una comisión compuesta por varios dirigentes, entre los cuales figuraba el Dr. Presentación Centeno, se presentó al cuartel para hacer la solicitud ante el Lic. Gálvez y este contestó que podíamos hacer la manifestación con dos condiciones: que no se pronunciaran discursos y que no se pasara frente al cuartel. Se aceptaron las condiciones y atenidos a eso se improvisó una manifestación el 6 de julio. La gente acudía espontáneamente y como a las 4 de la tarde se inició el desfile en el Boulevard Morazán. La manifestación se componía de hombres, mujeres y niños.
Las madres iban con sus hijos. Nadie llevaba armas de ninguna clase.

Se pasó por la Avenida Lempira para tomar la Calle del Comercio en su extremo sur, siguiendo en silencio hacia el norte.
Al llegar a la Calle del Comercio una escolta llegó a flanquear la manifestación, pero nadie se separó por esa circunstancia; se cumplía con la orden de marcha silenciosa y no se pasaría por el cuartel. Al llegar a la esquina del almacén de Jorge Larach los soldados armados se interpusieron para que no continuáramos hasta la siguiente esquina, donde estaba el viejo Hotel Internacional. Nos obligaron a doblar hacia el oeste donde al final de la cuadra estaban instaladas la Policía y la Gobernación Política. Esto fue premeditado para encerrarnos en una calle estrecha que se prestaba a sus propósitos de hacernos blanco de las ametralladoras que desde allí dispararían contra los manifestantes. Antes esta situación la manifestación se detuvo y el Dr. J. Antonio Peraza subió al segundo piso donde tenía su tienda Jesús J. Sahury, más tarde almacén Sikaffy, y dijo más o menos estas palabras: “Gracias por su correcto comportamiento. La manifestación queda disuelta y cada quien vaya a su casa”.

Apenas había dicho estas palabras el dirigente, nacionalista por cierto, sonó un disparo. Era Juan Ángel Funes, Mayor de Plaza, quien iba a lanzar una bomba sobre la multitud. Al ver esto, Alejandro Irías, un hombre honrado, recto y trabajador le dijo: “No haga eso. Mire que hay mujeres y niños”. La contestación fue el tiro que lo mató inmediatamente. A continuación se desató el tiroteo contra los manifestantes, que se tiraban al suelo unos encima de los otros. Nos sometieron a dos fuegos: los soldados de la esquina de Larach y la policía al final de la cuadra. Yo salí ensangrentada aunque no me había alcanzado ninguna bala, porque alguien se tiró sobre mí, fue herido y su sangre derramada cayó sobre mi espalda. La mayor parte de los muertos estaba en la acera de enfrente de la de Sahury.
Al terminar el tiroteo recuerdo que a nuestro lado llegó el Ingeniero Abraham Bueso a decirnos: levántense y váyanse pronto. Al levantarnos traté de lanzar una mirada a mi alrededor para ver si podía identificar a los muertos, pero era difícil por la confusión que se produjo, tratando de huir los que quedaban vivos para salvarse de la persecución de sus verdugos.

Eran más o menos las 4:30 p. m. El sol caía lentamente como esquivando su luz a aquella escena trágica. Al otro lado de la calle, la distinguida dama sampedrana Toña Collier se debatía entre la vida y la muerte. Cayó con la cara al cielo, como en suprema imploración. Clamaba pro la vida, no quería morir. “Sálvenme, por mis hijos, sálvenme”. Desde el umbral de la muerte lanzaba su queja conmovedora. ¡Anatema para sus asesinos!
Inerte sobre las baldosas yacía la dulce maestrita Irene Santamaría. Veintidós años enjoyados de ilusiones. Como las santas, ella fue virgen y mártir. Una mujer joven, delgada y morena que se llamaba Choncita Castillo, yacía sin vida en las baldosas. Los diminutivos por cariño llegan a suplantar el nombre verdadero. Yo la llamé siempre Choncita, por buena y por dulce. Cuando recién obtenido el título de Maestra, yo me dedicaba a enseñar en la Escuela Minerva y ella había sido mi alumna. Se casó y enviudó muy joven. Dejaba varios hijos a quienes sostenía con su esfuerzo cotidiano, trabajando en un laboratorio. Otro cuerpo de mujer envuelto en un sudario de sangre. A su lado un niño lloraba inconsolable, pero la madrecita no respondía: estaba muerta. Hay otras más tendidas sobre el pavimento. Sus rostros curtidos y sus vestiduras sencillas revelaban su raíz popular. Sus nombres quedaban en el anonimato. Mujeres abnegadas, forjadas en los más duros yunques. Estas mujeres, templadas en los crisoles del dolor y el sacrificio, constituyen la más resistente fibra de la patria. Ellas eran las más entusiastas por participar en la jornada cívica. Recuerdo haber visto a un hombre joven y vigoroso que cayó al borde alto de la acera con la mitad del cuerpo colgando y la cabeza hacia abajo. Quizá lo ahogó su propia sangre. ¿Quién era? No lo sé. Quizá Enrique Suncery, el adolescente simpático y decidor que dejó un pupitre vacío en las aulas del colegio. O Taurino Bustamante, otro joven inquieto y amante de su patria. Tal vez Saúl Barahona, recién llegado de Tegucigalpa. Amadeo Botto huía tratando de refugiarse en una casa vecina, cuando a un paso de la puerta salvadora lo alcanzó la muerte. Era un zapatero que cantaba mientras clavaba la suela. En todas las navidades su humilde casita se iluminaba de un “nacimiento”. Era un devoto del Niño Dios.

Y así, cuántos otros. Héctor Paredes quedó con la mandíbula destrozada, bañado en sangre. Nelita de Aguilar, esposa del ilustre Maestro Leopoldo Aguilar, quedó herida, pero se salvó. Era una mujer que se daba por entero a las causas justas, sin medir obstáculos. Ya dije que Alejandro Irías fue el primer caído, el que quiso salvar a mujeres y niños de los efectos de una bomba que un esbirro tenía en sus manos. Y con estos, cuántos otros cuya vida fue truncada por las balas de los fusiles de hombres sin conciencia, ensoberbecidos por el poder.

He hecho este relato sin intención de revivir odios. Honduras necesita de la unidad de todos sus hijos para elevarse a planos superiores. Este recordatorio tiene por objeto hacer que las nuevas generaciones conozcan estos hechos que la Historia recogerá con el calificativo que se merecen. Es necesario que los jóvenes no ignoren la cuota de sacrificio que se ofreció a la patria en aquella memorable fecha del 6 de julio de 1944. Que Dios tenga en su gloria las almas de todos estos mártires.
Que la juventud se entere para que vigilen porque en la patria no vuelva a entronizarse una dictadura, se de izquierda o de derecha.
La democracia ha de ser nuestro supremo ideal.
(San Pedro Sula, julio 6, 1984)
Fuente: Bográn, Graciela. Escritos 1932-1984
Estudios de la Mujer

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