lunes, 14 de julio de 2014

Cinco años después



Por Víctor Meza

En la madrugada del domingo 28 de junio del 2009, a punto ya de comenzar el día habitual, recibí una llamada en mi teléfono móvil. Era un amigo periodista que llamaba para avisar que un grupo de soldados estaba atacando la residencia del Presidente de la República. Debo confesar que el inquietante aviso no me sorprendió tanto como se supone que debería. Estaba, por decirlo de alguna manera, preparado para ello.

Desde el día 5 de junio, 23 días antes del golpe de Estado, había empezado a sacar mis papeles y documentos personales de la oficina ministerial que ocupaba en la entonces Secretaría de Gobernación y Justicia. Informaciones confiables, a las que tenía acceso en mi condición de ministro, me permitían saber que algo se estaba preparando y que las élites políticas y empresariales, atrapadas en el miedo que les producía la movilización espontánea de la gente y, sobre todo, las corrientes de auto inclusión social generadas en torno al proyecto de la cuarta urna, serían capaces de cometer cualquier tontería con tal de impedir lo que veían como una amenaza a sus intereses vitales y centenarios.

En la primera semana de junio se había llevado a cabo en San Pedro Sula la asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), un evento en el que fue posible palpar y medir, como en un termómetro especial, el alto grado de crispación política que ya prevalecía en el país y que, más temprano que tarde, buscaría y encontraría una fórmula de explosión definitiva. El desenlace se acercaba con sigilo calculado, pero con determinación violenta.

Unos meses antes, medio en serio y medio en broma, en el Valle de Ángeles, el Presidente Manuel Zelaya me había comentado, con intención de pregunta: “está confusa la situación, verdad Víctor”, a lo que yo había respondido, en el mismo tono de jocosidad calculada: “cómo no va a estar confusa, Presidente, si la derecha cree que estamos haciendo la revolución… y la izquierda también”. Ambos reímos por la “boutade” y retomamos el tema, con la seriedad inicial.

Días después del 28 J, mientras me desplazaba en mi auto de la ciudad hacia la periferia, me encontré de pronto con un retén de policías y militares. En el asiento del pasajero llevaba un libro, “El poder y el delirio”, del historiador mejicano Enrique Krauze, en el que se hace una crítica profunda y muy documentada del gobierno y la personalidad del entonces Presidente venezolano Hugo Chávez. En la portada del libro aparece la fotografía del polémico militar, sonriente, con una boina roja y la mano izquierda levantada en calidad de saludo amigable. Casi de manera instintiva, di la vuelta al libro para ocultar el retrato. Pasé la prueba sin mayores contratiempos y seguí conduciendo.

Un kilómetro más adelante detuve el auto y pensé: ¡hace cuantos años que no sentía la necesidad de ocultar ante las autoridades el libro que estoy leyendo! Yo mismo me sorprendí al comprender de pronto cuánto habíamos retrocedido como país en apenas una semana, cuánta involución política se había producido en pocos días, si volvíamos a sentir la necesidad de esconder nuestras lecturas favoritas… Era como retroceder en la historia, como si los anunciados “nuevos tiempos” se convertían de pronto, vía metamorfosis kafkiana, en los “viejos tiempos”. Era la involución de la política, el retorno amenazante del autoritarismo castrense y policial.

Hoy, cinco años después de aquel infausto acontecimiento, ya con el sosiego suficiente y la capacidad de reflexión restaurada, vuelvo a hacerme la misma pregunta: ¿cuánto retrocedió Honduras en estos años, cuánto tiempo histórico perdimos, cuánta involución hemos sufrido? Las respuestas serán diversas y seguramente contradictorias, en dependencia del lado de la historia en que nos ubiquemos. Para unos, los partidarios del golpe, el país no retrocedió sino que avanzó, salió de una encrucijada y se enfiló por una amplia avenida de democracia y progreso. Para otros, los que nos opusimos y nos oponemos al golpe, el país se fue a la deriva, su tejido institucional quedó roto y hoy, lamentablemente, estamos casi al borde del precipicio.

Los golpistas, tanto los que urdieron pacientemente en tertulias caseras los hilos de la conspiración, como aquellos que en actitud mercenaria y obediente lo ejecutaron, también tienen diversas formas de asumir los hechos. Algunos, más directos y cínicos, lo asumen casi con orgullo y satisfacción “patriótica”. Hasta lo siguen reivindicando y justificando. Otros, más taimados y cobardes, rehuyen su responsabilidad histórica en el crimen político y prefieren buscar y rebuscar eufemismos variados para calificar los hechos. Desde la consabida y ridícula “sucesión presidencial”, hasta vocablos tales como la “crisis”, los “acontecimientos”, los “sucesos”, el “problema”, sin faltar aquellos que, en alarde de torpeza lingüística y ausencia de imaginación, se limitan a denominarles “la cosa”, para evitar – golpistas vergonzantes – llamar al pan, pan, y al vino, vino. El miedo a las palabras sólo refleja la vergüenza interior que se oculta tras la felonía. La palabra “golpe” todavía les golpea sus jirones de conciencia.

Pero los hechos están ahí y la historia es imborrable. Honduras hoy se encuentra en una encrucijada terrible, angustiada en medio de un clima de inseguridad y violencia incontrolables, acuciada por una deuda, tanto interna como externa, virtualmente inmanejable, con oleadas crecientes de emigrantes que buscan desesperados las mil y una salidas legales e ilegales que los pongan a salvo (primero se fueron los hombres, luego las mujeres, y ahora – en el colmo de los colmos – también los niños), con un Estado degradado camino de volverse fallido, a punto de tocar fondo…si es que no lo estamos tocando ya.

Esta visión, que no quisiera ser apocalíptica, es la que más se apega a la realidad. Y si es así, cabe entonces volver a hacernos la misma pregunta: ¿retrocedimos o avanzamos? después de aquel domingo negro en que la patria detuvo su andar y comenzó a deslizarse en reversa. La vida, siempre la vida, es la que tiene la respuesta: los hechos están ahí y nadie, aunque así lo quiera, puede ni podrá maquillarlos u ocultarlos.

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