lunes, 14 de julio de 2014

Elogio de la desidia



Por Julio Escoto

Me intrigan los estereotipos, esos conceptos que la persona acepta intensamente y que son recursos prejuiciados para entender la realidad.

Las miles de películas de vaqueros producidas por Hollywood sembraron la idea de que el hombre blanco es siempre triunfador y que los piel roja (trigueña), es decir nosotros, tenemos como destino caer bajo su mando.

El norteamericano generó también el retrato del mexicano perezoso echado bajo un maguey, tequila a mano, o del latinoamericano cual mestizo dormido a la sombra de un plátano. Modelos tales desarrollados cuando EUA pretendió quedarse con Sonora (México, 1848) y cuando la malograda aventura de Walker en Centroamérica (1856).

Escriben H., y P. Myers en 1871 (Life and Nature Under the Tropics) que “un país abrumado por la civilización española y el Catolicismo, con sus íntimos demonios, jamás logrará una posición política ni social de avanzada”, opinión que el historiador John Morán califica como descarado imperialismo.

Al salvadoreño lo pintamos como infatigable trabajador, a guatemaltecos y ticos cual poco sinceros y al hondureño como haragán, a cuyo mito abonan, inquietantemente, ciertos documentos del pasado.

Mario Felipe Martínez cita en su último escrito (“El paternalismo y la esclavitud negra…”) cómo en 1798 el Intendente Anguiano observaba que “los caciques y principales de pueblos de Honduras ‘viven en casas muy humildes y pequeñas y no por falta de riqueza, pues hay muchos con caudal considerable, sino por desidia y no pensar jamás en su comodidad; con el maíz (…) y frutas silvestres que obtienen en los alrededores se alimentan y se mantienen muchos holgazanes sin desear otros bienes’ y aún los que viven cerca de los ríos auríficos de Olancho no recogen el oro en polvo por no molestarse”.

Contrasta a ese reporte el artículo que en 1912 publicara en Pan American Union Bulletin, el cónsul Arminius Haeberle, quien asevera que en ese departamento existen “322 ranchos (haciendas) con un total de 91,403 cabezas de ganado”. A su vez, F. J. Youngblood, quien vino a Honduras en 1915, cuenta en Nat Geo que a la clase local le interesan poco las comodidades (“the creature conforts of home are missing”), detalle que repiten otros visitantes, quienes aseguran que incluso la alta élite capitalina vive en relativa ruindad. ¿O debería llamársele pobreza y humildad…?

En San Salvador quedan aún casas de la vieja oligarquía cafetalera, algunas con 16 habitaciones habilitadas con sanitario, ducha y bidet, lujos poco experimentados por la burguesía catracha, usualmente ruralizada, pacata y conformista. Gertrude Aguirre escribía en “Cosmopolitan” (1891): “Honduras es el Jardín del Edén pero la gente que reside entre esas glorias es, en su mayor parte, ciega al real valor de sus posesiones”.

E. Acker cuenta en el capítulo “Through foreign eyes” del libro The Making of a Banana Republic (1988): “En las historietas de Walt Disney hay una tierra exótica llamada Hondurica, sitio preferido para aventuras de Pato Donald”. Queda cerca de Brutolandia y Bananador y es paraíso cómico (“fuente permanente de riquezas y tesoros para los que [sus habitantes] no hallan propósito”) y donde llegan Donald y sus sobrinos, a quienes unos nativos que solo pasan riendo y bailando les regalan bienes que ellos son incapaces de apreciar. “Los honduriqueños son como niños que necesitan que les enseñen a existir en el mundo moderno y el Pato Donald parece ser la mejor persona para hacerlo”.

Con todo, nada justifica el estereotipo de la haraganería hondureña excepto una larga campaña de desmoralización formulada por grupos de interés para conquistar y dominar.

Si el nacional no fuera trabajador, el país no existiría, a pesar de la peste sempiterna de sus peores políticos, quienes, incapaces de administrar bien y de forjar soluciones benéficas para el pueblo, inventan cosas espantosas y entreguistas como Coalianza y las ciudades modelo. Eso es lo que vio Disney.

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