martes, 1 de abril de 2014
El (nada) discreto encanto de la burguesía (financiera)
Leonardo DiCaprio en El lobo de Wall Street
Rebelión
Por Demian Paredes
Varios elementos fomentan el interés por la nueva película de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street: como marco más general, la “curiosidad” que se promueve en la cultura masiva por cómo viven (qué hacen) los “ricos y famosos”, desde programas de TV y revistas; también, por el hecho de que el tema que se trata ya ha sido abordado en varios libros y películas: desde la siempre recordada Wall Street (1987), de Oliver Stone, protagonizada por Michael Douglas, pasando por la película del asesino yuppie (impune), basada en el libro de Bret Easton Ellis, American Psycho (1991), hasta la novela de Don DeLillo, Cosmópolis (2003), con su película homónima, dirigida por David Cronenberg, sobre “un día en la vida” de un rico en su limusina. Si a esto le sumamos que desde 2008 estalló una crisis económica que afectó (y afecta) gran parte del mundo (las crisis de las hipotecas, “subprime” y “activos tóxicos”, junto a un repudio bastante extendido contra los banqueros, CEO’s y brokers, causantes de la crisis que lleva a desempleos y desahucios), y que el director de esta película, célebre por Taxi Driver, Buenos muchachos y Casino, entre otras, tiene en el papel protagónico –más allá de los gustos– al reconocido y popular Leonardo DiCaprio, se podrá “aventurar” que acá habrá mucho público y más de un “éxito” asegurado. (La película tiene además cinco nominaciones a los premios Óscar.)
El guión está basado en una historia real: las memorias de Jordan Belfort, un exdirectivo de una firma de inversiones que comenzó su carrera a fines de 1980 y se hizo millonario durante los ‘90. (Tras haber sido enjuiciado por “prácticas ilegales”, multado por estafas con diez millones de dólares y condenado a la cárcel por casi dos años, se dedica ahora a dar “charlas motivacionales”.) Tal como aparecen en la novela La hoguera de las vanidades (también llevada al cine), de Tom Wolfe, los protagonistas de esta historia son los (auto)denominados “amos del universo”. Cuenta Belfort: “Era 1987, y parecía que los yuppies imbéciles […] gobernaban el mundo. Wall Street estaba en plena fase ascendente, y escupía nuevos millonarios de a docenas. El dinero era barato, y un tipo llamado Michael Wilkin había inventado algo llamado ‘bonos basura’ que cambió la manera en que las corporaciones de los Estados Unidos hacían negocios. Fue una época de codicia desenfrenada y locos excesos. La era del yuppie” [1]. Aunque puede encontrarse algún “guiño” a la situación actual –o pensarse directamente: “nada cambió desde entonces”–, por ejemplo, cuando Belfort, para dar un gran salto con su naciente empresa propone a sus empleados concentrarse en “el 1% más rico” del país para venderles las acciones (y ya no al “99%”, que apenas arriesgaban/entregaban unos cientos o pocos miles de dólares), la película se propone solo ser “fiel” representando la historia de entonces.
Desde la imagen y el ritmo, es una película que impacta por su permanente acumulación de escenas (luego de una introducción donde vemos a un joven Belfort ingresar al “mundo de las finanzas”… a poco de un desplome bursátil, y luego el “despegue” con su propia “firma” y empleados), donde se suceden vertiginosamente negocios y más negocios, drogas, fiestas y sexo. Dijo el mismo Scorsese sobre su obra: “intenta ser […] una mirada al corazón de los Estados Unidos. Y también a la naturaleza humana: la ambición, la sed de poder, el deseo de conquistar todo lo que haya por conquistar no son exclusivas de los Estados Unidos. Lo que intenté hacer fue llevarla más lejos, empujarlas más en términos de estilo, de salvajismo, de locura” [2]. También hay escenas patéticamente cómicas que, siendo bastante evidentes, simples, predecibles, dan un tono ligero a –y ayudan a (sobre)llevar– las tres horas de duración del film. Aunque hay unas pocas escenas dramáticas (o tragicómicas: como el peligro de muerte por asfixia que sufre la mano derecha de Belfort… con jamón; o el divorcio de Belfort y la pelea por los hijos) apenas si tienen peso en la historia.
DiCaprio es en general solvente en su papel (va con personajes “enérgicos”, como ya lo demostró, por ejemplo, en J. Edgar (2011)), y el eje alrededor del cual giran el resto de los personajes que protagonizan Jonah Hill, Matthew McConaughey, Rob Reiner y Joanna Lumley.
Scorsese nos brinda una película que (¿inevitablemente?) trae reminiscencias de otras obras suyas, aunque esta es sobreabundante y repetitiva. Tal vez ahí, en ese extenso “machaque” radique uno de sus principales defectos pero también su triunfo en cuanto a plantar a su personaje firmemente buscando generar así empatía con el público (el tono con el que el personaje de DiCaprio (nos) cuenta su historia –con su voz en off e incluso hablando directo a cámara– busca mostrarlo como alguien “espontáneo”, casi “chambón”, risible, llevado por sus “impulsos”, cueste lo que cueste, a “ganar dinero”). A diferencia del hermetismo déspota del personaje de El capital (2012), de Costa-Gavras (otro directivo de las finanzas, consciente de los planes de “reducción de personal” que debe aplicar para que suban las acciones), acá se busca, en palabras de Scorsese, “implicar al espectador en forma directa con la moral del personaje”: “no es posible relacionarse con protagonistas que sean seres repulsivos y nada más. En ese caso el espectador mantiene la distancia, no los relaciona consigo mismo. Los ve como monstruos y eso es tranquilizador, ya que puede depositarse en ellos todo lo negativo, mientras que nosotros, los que estamos de este lado, somos los buenos, los normales. A mí me interesa poner al espectador en la situación contraria: la de que ese mundo lo fascine lo suficiente como para querer ser parte de él. De ese modo, cuando ese orden se da vuelta el espectador se ve obligado a replantearse qué lo hizo querer estar en ese lugar” [3].
Entonces ¿cuál sería el “mensaje”? ¿“Todos podemos (o podemos desear) ser Jordan Belfort”? Como todos tenemos ambiciones –así como el personaje del FBI; un solitario y decidido (incorruptible) investigador de “delincuentes financieros”–, el final de la película permite así verlo: no es Belfort “el malo” de la historia, sino… el grueso de la gente: el público que va a oírlo dar una charla “motivante” para emprender proyectos, vender, “triunfar en la vida”, “ser exitoso”, etcétera.
El lobo de Wall Street de Scorsese se reduce a “su historia”: endogámica, de formas apabullantes, “aceleradas” y repletas de “excesos”. Otras “conexiones”, “aperturas” o conclusiones con esta historia quedan entonces a cargo del público.
Notas
[1] Jordan Belfort, El lobo de Wall Street , Booket, 2013 (ed. original 2007), p. 12.
[2] Reportaje de Nick Fridman a Scorsese publicado en el diario Página/12, 2/1/2014.
[3] Ídem.
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