lunes, 28 de abril de 2014

Homenaje a García Márquez en el D.F. (¿…y el pueblo dónde está?)


Rebelión

Por Daniel Noemi

El gobierno de México organizó un homenaje a uno de sus residentes más ilustres. Por décadas, Ciudad de México fue el hogar de García Márquez—tanto así, que la policía secreta se preocupó en los años setenta y ochenta de tenerlo bien vigilado. Pero ahora las circunstancias son otras y al recuerdo se suma la celebración y el reconocimiento de un legado poético y vital difícil de igualar. El Palacio de Bellas Artes fue el lugar escogido. Por el Eje Central Lázaro Cárdenas donde se puede comprar cualquier software, cualquier zapato, cualquier juego y donde te arreglan todos los I pods, pads, phones rotos, como por arte de realismo mágico; justo al lado de la Torre Latinoamericana—aquella que fuera en 1950 el edificio más alto de la tierra que su nombre indica—el Palacio de Bellas Artes tiene unos murales fantásticos y es lugar de conciertos y exposiciones constantes (estos días una de Robert Doisneau que se anuncia como la maravilla de lo cotidiano). Y es lugar de conmemoración. Tiempo y espacio de memoria.
Como a estas alturas es bien sabido, las cenizas de García Márquez serán repartidas entre Colombia y México (entre el vallenato y la ranchera, me dijo una amiga; entre el aguardentico y el tequila, terció otro). Y esas cenizas o más bien el ánfora que las contenía eran las que la gente podía ver desfilando al interior del palacio. Esas cenizas que nos recuerdan la marca en la frente de cada uno de los hijos del Coronel Aureliano Buendía y que ahora devienen otras y las mismas. Pero esa gente solo podía pasar volando, mientras los invitados entraban y permanecían y se quedaban a la espera de los discursos de los presidentes de México y de Colombia. Dicho sea de paso (o mejor quedándose un poco), no deja de ser curioso, una ironía del destino, quizá un gesto de verdadero realismo mágico que quien organice el homenaje sea un tipo que no es capaz de mencionar tres libros que ha leído (ante la pregunta en una Feria del Libro mientras era candidato respondió: uno, la Biblia y el segundo erró el autor, para el tercero la mente ya se había quedado en blanco). Pero qué más da. Siempre se puede comenzar y no hay mal que por bien no venga. Así, junto a ellos, llegaban otros invitados: familiares, amigos—vi pasar la cabellera roja de la esposa de Gelman—, conocidos y, supongo, uno que otro apitutado. Mientras tanto en el frontispicio del Palacio se levantó un escenario y se colocaron barreras; la primera sección para la prensa, más atrás la gente que se debatía entre los gritos de vendedores y adivinar qué sucedía en este lugar.

Curiosa cosa es la literatura; curiosos son los homenajes. Al comienzo había gente de toda laya frente al escenario y periodistas con sus cámaras. Luego llegó la policía (sin carros ni tranvías, digamos las cosas como son) para decir que todos, excepto los periodistas debían retirarse hacia atrás. Zona de seguridad. Dije que reporteaba para Chile, para El Desconcierto. Me pidieron una credencial. Mostré la de la Universidad gringa para la cual trabajo y me dejaron quedarme. Así podía ver a los famosos pasar (los semifamosos, pues los verdaderamente famosos e importantes ingresaban por pasadillos secretos al palacio.

Antes que la policía esparciera su poder, me tocó estar junto a don José Asunción. Un maestro de escuela, de lengua y literatura española, que había venido de Guerrero para el homenaje. El viejo hermoso –contaba a quien quisiera oírlo que el maestro Gabo le llevaba diez años—había venido con su esposa y portaba una biografía de García Márquez y unas rosas amarillas. Muchos de los periodistas comenzaron a sacarle fotos mientras esperaban la llegada de las estrellas. Algunos, especialmente los colombianos, lo entrevistaban. Así supe que tenía dos hijos, uno de ellos licenciado en leyes, que había leído casi todo García Márquez y que siempre lo dio en clases porque era una excelente entrada a la literatura. Al lado de él un turista de Medellín le gritaba al periodista de Caracol y una azafatas de Iberia aprovechaban su minuto de fama colateral.

Mientras don José Asunción daba su enésima entrevista se comenzaron a escuchar vítores y una trompeta entonar el himno de Colombia y luego El Rey. Las cenizas se acercaban. Luego la acción principal se trasladó al centro. El escenario seguía armándose. El periodista de CNN revisaba sus notas; el de Televisa prendía un pucho, otros sacaban unas tortas exquisitas. Hasta que por fin comenzó el homenaje en el exterior, en la explanada del Palacio.

Digamos que a estas alturas a mí me daba la sensación que había más periodistas que otra gente (oí al flaco de la BBC comenzar su reporte tres veces). No está mal pensé: un homenaje a uno de sus colegas, vale la pena.

Comenzó a tocar el grupo guajiro Guatapurí. Entre sus vallenatos –uno compiuesto para la ocasión, “El Gran Gabo”, y los ubérrimos “La casa en el aire” y “La gota fría”—se leyeron las primeras páginas de Cien años de soledad . Cualquiera que quisiera podía ponerse en fila y leer un párrafo o dos. Muchos años después. Fue un gesto hermoso, es cierto, pero que se vaciaba ante el hecho que los únicos que (no) escuchaban en primera fila eran reporteros empecinados, con razón, a reportar lo reportable; la gente más atrás (que incluía un turibús cada diez minutos) difícilmente podía oír las peripecias de José Arcadio Buendía y la llegada de los gitanos. En todo caso, leerlo es el mejor modo homenaje: Cuando un tipo de andrajosos pantalones y polera de solidaridad Palestina-México leyó que cuando José Arcadio se quería ir de su pueblo recién fundado, y dio como justificación que en Macondo aún no había muerto nadie, Úrsula le responde: “Si es necesario que muera para que se queden aquí, me muero”, entendí que algo (que se parece al amor) me había tocado en suerte al leer la novela y al volverla a escuchar.

Esperé en ese lugar, entre vallenatos y versos de Cien años , a que lanzaran los confetis amarillos que las máquinas prometían –vi cómo introducían los papelitos en las cañoneras--, pero de pronto el cielo se tornó de un gris inmenso. Caray, me dije, esto tiene que ser asunto de los gringos, ahora nos va a llover cinco años sin parar. Y partí corriendo a la estación del metro, soñando que encontraría a Melquíades resurrecto de su muerte en Singapur.

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