sábado, 15 de diciembre de 2018

Pensar el mundo: Spinoza el maldito



Por Juan Pedro García del Campo

Introducción

Spinoza: una filosofía materialista

Pensar el mundo: Spinoza el maldito

Todo pensar lo es en unas coordenadas: espaciales y temporales. Nadie piensa en el vacío y, por eso, el pensamiento se ocupa siempre de unos asuntos determinados a los que se enfrenta de una manera concreta. Esa determinada selección de asuntos y ese modo de enfrentarlos marcan una singularidad; una singularidad que, sin embargo, no se origina en la subjetividad del pensador entendida como originalidad fundante.

La filosofía de Spinoza se desarrolla durante el tercer cuarto del siglo XVII en el contexto de las polémicas y conflictos (religiosos, científicos, económicos, organizativos: políticos) que sacuden a la República holandesa de las Provincias Unidas.

La República holandesa de las Provincias Unidas presenta, como consecuencia de los avatares del proceso histórico, unas singularidades de funcionamiento tan específicas que permiten incluso a hablar –en expresión ya consagrada– de una cierta “anomalía” holandesa.

La larga y cruenta guerra en la que las Provincias Unidas conquistan su independencia (desde finales del XVI y durante toda la primera mitad del XVII) se ha desarrollado precisamente en paralelo al proceso de su conversión en el centro de esa misma relación global que está recomponiendo los espacios internacionales de poder e influencia y el desarrollo ciudadano, y la importantísima red de relaciones económicas que los comerciantes holandeses están tejiendo en prácticamente todo el planeta ha trastocado también la correlación de fuerzas entre las diversas élites que conviven en la naciente República: así, junto a la nobleza territorial (cuya cabeza visible son los sucesivos personajes que se encuentran al frente de la casa de Orange), la burguesía “industrial” y, sobre todo, financiera y comercial ha alcanzado tal importancia económica y política que es capaz de influir de manera decisiva en la orientación de las decisiones organizativas.

Por eso, a pesar de los intentos que los príncipes de la casa de Orange no dejaron de protagonizar para hacerse con el control político, mientras toda Europa se lanza por la senda de la centralización monárquica y del desarrollo de un poder absoluto, las Provincias Unidas se constituyen como una república que, además de excluir la figura de un rey, excluye también la centralización y opta por un desarrollo de corte casi federativo (que, además, permite la formulación de las primeras teorizaciones burguesas de la libertad de comercio y de una política de la libertad individual, en la obra de autores como Bodino, Hugo Grocio o Althusius). Por eso también, mientras en toda Europa los espacios estatales tienden a aglutinar ideológicamente la cohesión y la obediencia a partir de la adopción de una determinada confesión religiosa (poniendo en práctica el nuevo principio: cujus regio ejus religio), en Holanda se mantiene –y es el único lugar en Europa en el que sucede– una dificultosa pero abierta libertad religiosa.

Baruch Spinoza nació en Amsterdam en 1632, en el seno de una familia hebrea asentada desde hacía varias décadas en esa ciudad, procedente al parecer de Portugal.

La Comunidad hebrea de Amsterdam se había formado con la presencia de judíos sefarditas procedentes de la península ibérica (en diversas oleadas), recogiendo también judíos askenazíes procedentes de ciudades como Hamburgo y, a partir de 1635, de toda Alemania (como de Polonia-Lituania a partir de 1655). La Comunidad floreció al hilo del desarrollo económico holandés y algunos de sus miembros pudieron incluso participar en 1609 en la creación del Banco de Amsterdam (sin duda, la afluencia de capitales que se produjo con la llegada de exiliados judíos a Holanda tuvo una importante incidencia en el curso de la economía ciudadana) y, en todo caso, su prosperidad corrió en paralelo a los avatares históricos que convierten entonces a Holanda en el centro de la Economía-Mundo.

La distinta procedencia de los judíos que se reúnen en Amsterdam (y las distintas tradiciones de práctica religiosa que incorporan) provocó diversas e importantes polémicas en torno a cuestiones de rito y de ortodoxia, pero, además de estas cuestiones, la vida intelectual de la Comunidad se vio pronto atravesada por el mismo tipo de disputas que sacuden el mundo de los gentiles: no sólo porque existen tradiciones hebreas ciertamente heréticas (que discuten la inmortalidad del alma o el carácter de normatividad universal de los principios de la ley de Noé) que perviven y afloran con la “libertad de pensamiento” que se reconoce en la república holandesa, sino también porque algunos de los judíos que llegan a la ciudad desde el resto de Estados europeos conoce –y participa de– las principales líneas de discusión teórico-ideológica que se debaten en el continente, desde el escepticismo hasta el humanismo, pasando por el deísmo difuso e incluso el ateísmo de corte mecanicista.

Con gran escándalo de la Comunidad –y a veces con un importante eco “externo”– en las décadas de 1630 y 1640 se han producido en relación con la Comunidad e incluso en su mismo seno importantes episodios que ponen de manifiesto la presencia de esa misma conflictividad doctrinal y/o interpretativa: así, las polémicas que enfrentaron a los principales representantes de la Comunidad, como el propio Saúl Leví Morteira con el anabaptista Jan Pietersz, que fue expulsado a gritos cuando, entre 1644 y 1645, pretendía encontrar aclaración racional sobre algunos extremos de la Escritura, o el famosísimo “caso” de Uriel da Costa (de origen portugués y activo propagador de la mortalidad del alma, negador de la autoridad interpretativa de los rabinos y defensor de la racionalidad necesaria en la lectura de los textos sagrados y, también, reivindicador del valor universal de los preceptos noaquitas como legislación superior incluso a la propia Ley de Moisés), cuya perniciosa influencia obligó a Menasseh ben Israel a escribir un tratado defendiendo el principio de la inmortalidad del alma y cuyas sucesivas “excomuniones” y cuya muerte supusieron un escándalo de primer orden.

El joven Spinoza conoció –no podía no conocerlos– aquellos escándalos que debían responder a disidencias bastante extendidas: al parecer, en la escuela Talmud Torá, el propio Spinoza puso a sus maestros en algún aprieto al pedirles la explicación racional de algunos pasajes de la Escritura. Conoció también, no cabe duda, las polémicas teológico-políticas que se produjeron en Holanda: desde 1649 empezó a ocuparse del negocio familiar y, por tanto, a relacionarse también con el mundo de los goyim. Y, sobre todo, tenía 18 años cuando en 1650 se produce (en alianza con la Iglesia calvinista) el intento de “golpe de Estado” de Guillermo de Orange, particularmente centrado en la ciudad de Amsterdam. Joven de su tiempo, desde 1652 establece contactos con cristianos de Amsterdam especialmente conocidos por sus posiciones “radicales” a partir del momento en que se acerca a las clases de latín de Franciscus van den Enden (católico y, al parecer, antiguo jesuita que participó en la guerra contra España, en cuya casa se reúnen para recibir una formación humanística de primer orden los hijos de las principales familias de la elite republicana) y, a partir de 1655, tiene también contacto directo con el judío deísta y escéptico Juan de Prado, que por su profesión ha recorrido Europa y es perfecto conocedor de la tradición libertina desarrollada en Francia y –al igual que Uriel da Costa– abierto defensor de la racionalidad frente a la ortodoxia y detractor de la Ley Oral en defensa de una legislación moral y política universalista que viene a poner en cuestión la necesidad “mediadora” de la Ley de Moisés y de la ortodoxia rabínica.

Independientemente de polémicas estériles sobre el origen de la suya, es claro que Baruch Spinoza conoció las principales heterodoxias de su tiempo y que desde su juventud se movió en unos ámbitos en los que los conflictos abiertos en materia ideológica, teológica y política formaban parte de la normalidad. Un tiempo convulso. Y en él tomó partido.

Sin que podamos determinar exactamente los motivos, en 1656 Spinoza fue apartado expresamente de la Comunidad con la más grave de las fórmulas de herem (de “excomunión”, podría traducirse) existentes: con apenas 24 años, por tanto, la Comunidad judía de Amsterdam le identifica como uno de los más peligrosos –y sin duda los hay en el mismo periodo: abandonos de la observancia de la Ley y conversiones al cristianismo están perfectamente documentados– propagadores de la heterodoxia: una heterodoxia que Spinoza no oculta. Algún testimonio afirma que las autoridades rabínicas le habrían sugerido mantener sus disidencias sin castigo (incluso, quizá alguna pensión) a cambio de que las mantuviera en el ámbito privado… sin obtener del joven disidente la respuesta buscada. Más aún: en alguna de sus biografías se especula con la posibilidad de que llegase incluso a escribir una “Apología para justificar su salida de la Sinagoga”. El herem parece, en todo caso, no preocuparle en absoluto ni, mucho menos, sumirle en la depresión que acabara llevando a Uriel da Costa al suicidio. Se trata de algo impensable si se leen las reconvenciones que incluye la fórmula utilizada (sobre todo porque impide al resto de los judíos tener relación con el anatematizado), pero parece como si, después del herem, Spinoza –incluso, durante un tiempo, en relación con el negocio familiar– hubiera continuado desarrollando su vida con total normalidad: persistencia en la heterodoxia misma.

Así, mantiene sus contactos con los heterodoxos del ámbito judío (algunos “espías” de la Inquisición española declaran haberlo visto en Amsterdam en compañía de Juan de Prado y compartiendo con él actitud y opiniones: los señalan por “aber dado en ateístas”, por buscar la mejor religión para profesarla, por negar la inmortalidad del alma y por considerar falsa la Ley judaica) y profundiza sus relaciones con los heterodoxos del universo cristiano: hace estable su presencia en la casa de Van den Enden y comparte reuniones con los anabaptistas más activos (como, al parecer, Jan Pietersz o el doctor Galenus) y asiste a las discusiones de los grupos de “colegiantes”: un “círculo” de amistades y complicidades, de sintonías y de radicalismo (religioso y político) al que permaneció unido, incluso en la distancia física, hasta su muerte en 1677.

En lo vital y en lo teórico, una apuesta contra los sometimientos confesionales, por la racionalidad y el valor del conocimiento; una apuesta que se extiende (¿o que deriva de ellas?) a las consecuencias políticas del rechazo de los absolutos.

Toda la obra de Spinoza –pese a las diferencias que se evidencian en la simple lectura de sus distintos textos– está atravesada por esa afirmación de la libertad y, en consecuencia, por el rechazo activo (incluso militante) tanto de los Absolutos como de sus mediaciones. Toda su obra: desde los escritos iniciales (el Breve tratado y el Tratado de la reforma del entendimiento, ya entre 1660 y 1661: una época en la que nuevamente arrecia –en la forma de una disputa religiosa– la disputa política y organizativa entre las diferentes élites de la República) hasta las últimas líneas que escribiera: tanto en los Principios de la filosofía de Descartes (1663: el único texto suyo que publicó en vida –seguido por unas reflexiones que llamó Pensamientos metafísicos– firmado con su propio nombre), como en el Tratado teológico-político (1670), en la Ética (empezada en la década de los años 60 pero terminada en 1675) o en el inconcluso (por fallecimiento en 1677) Tratado político.

Desde sus primeros escritos, pues, la obra de Spinoza responde a la intención expresa de intervenir en las disputas de su tiempo y, de entrada, se adentra en la crítica de la primacía de lo confesional.

Antes de hacer estable la relación con la escuela de Van den Enden, el joven Spinoza había chocado ya de forma más o menos abierta con las enseñanzas rabínicas. Los biógrafos de Spinoza, así, señalan que para intentar resolver por su cuenta las incongruencias que encontraba en sus doctrinas, ya en la década de 1650 se había dedicado a la lectura de los grandes filósofos hebreos y de algunas de las principales intervenciones filosóficas desarrolladas en el Renacimiento: Ibn Ezra, Maimónides, Gerson, Crescas, pero también León Hebreo o Giordano Bruno. Con ese bagaje teórico y conceptual, que incorpora concepciones de origen neoplatónico e incluso derivaciones claramente místicas (cosa no del todo extraña si atendemos al importantísimo filón místico que se desarrolla como elemento fundamental de algunas de las investigaciones “científicas” del siglo XVI e incluso del XVII), en los primeros escritos de Spinoza vemos cómo se acomete un primer intento de puesta al margen de los supuestos confesionales. Así, frente a la superstición y su influencia práctica, con la pretensión explícita de “construir una sociedad tal como se requiere”, planifica la realización de una “reforma del entendimiento” en un escrito que tendría precisamente ese título (la redacción de este Tratado de la reforma del entendimiento –en adelante TRE– fue interrumpida en 1660) y en el que aborda por primera vez una problemática, la del conocimiento –cuyo análisis desarrollaremos más adelante–, y se adentra en la redacción de un tratado (el Breve tratado sobre Dios, el alma y su felicidad –en adelante BT–, escrito en neerlandés: cosa que, en sí misma, supone un claro índice de la intensidad de las relaciones que en ese tiempo mantiene con los grupos del radicalismo cristiano) que, desde un deísmo de corte casi panteísta (al estilo bruniano) presenta por primera vez (y será ésta, aunque con resultados diferentes tanto en la forma como en el fondo, una de las cuestiones que se presentan de manera recurrente –y no por casualidad– a lo largo de su obra) una apuesta por la negación de la trascendencia y por la afirmación de la inmanencia absoluta.

En lo personal, a partir de 1660, Spinoza se aleja –incluso físicamente– de la Comunidad hebrea y traslada su residencia, primero, a Rijnsburg y después a los alrededores de La Haya, cerca de los ámbitos en los que se desarrolla buena parte de la vida intelectual y política holandesa, y lleva desde entonces una vida tranquila y alejada de las polémicas: “ateo virtuoso” –según la fórmula que la tradición nos ha transmitido–, pasa su vida dedicado al pulido de lentes, a la escritura de sus diversos textos y, en los ratos libres, a contemplar las leyes de la naturaleza en acción: alguno de sus biógrafos se hace eco de la fruición con la que, al parecer, entretenía sus horas contemplando cómo una mosca era atrapada en una tela de araña.

Y sin embargo, diversas referencias sin confirmación documental le sitúan en las cercanías del poder como consejero, incluso, de Jan de Witt. También –en una circunstancia extraña y poco aclarada– visitando el cuartel general del gran Condé en medio de la invasión francesa. Poco conocemos de esas relaciones y esas actividades (precaución –“caute”– fue el lema que Spinoza impuso a sus intervenciones e incluso a la divulgación de sus obras), salvo que sin apenas haber publicado obras con su nombre (sólo los Principios de la filosofía de Descartes, en 1663), era conocido por todos los intelectuales europeos y refutado por personalidades ligadas a los más diversos marcos confesionales.

Sabemos que, cuando finalmente los hermanos de Witt fueron asesinados y la casa de Orange se hizo con el control de la República, salió a las calles, al parecer indignado, para fijar en los muros un manifiesto de protesta que hablaba de los ultimi barbarorum que acababan con la libertad e imponían la barbarie. Sabemos también que murió en 1677 en la habitación en la que pasó sus últimos años, acompañado por su médico personal, uno de los amigos colegiantes de su juventud.

Pero sabemos, sobre todo, que su obra fue –ya en vida– uno de los más polémicos e influyentes proyectos de rebeldía, un rechazo de todas las formas de trascendencia (confesional o metafísica) y una reivindicación absoluta de la inmanencia.

Primer apartado de la Introducción de Juan Pedro García del Campo a su libro Spinoza esencial

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