lunes, 17 de diciembre de 2018

Amor a la vida



Por Jack London

***


Esto quedará, de entre todo:
Vivieron y se esforzaron;
será ganancia esa porción del juego,
aunque ya exista ‘el oro de los dados.


Bajaron por la costa, cojeando, doloridos, y en una ocasión el primero de los hombres trastabilló entre las rocas sembradas al azar. Estaban cansados y débiles, y sus rostros tenían la expresión tensa de la paciencia que viene con las fatigas mucho tiempo soportadas. Iban cargados con fardos envueltos en mantas y amarrados con correas a los hombros. Otra correa les pasaba por la frente, y ayudaba a sostener los bultos. Cada hombre llevaba un rifle. Caminaban en postura encorvada, los hombros bien hacia adelante, la cabeza más adelante aun, los ojos clavados en el suelo.

-Ojalá tuviese dos de esos cartuchos que tenemos en nuestro escondrijo -dijo el segundo.

Su voz era total y fatigadamente inexpresiva. Hablaba sin entusiasmo; y el primer hombre, quien se introdujo, cojeando, en la lechosa corriente que espumeaba sobre las rocas, no ofreció respuesta.

El otro le pisaba los talones. No se quitaron los zapatos, aunque el agua estaba helada; tanto, que les dolieron los tobillos y se les entumecieron los pies. En algunos lugares, el agua se les precipitaba hasta las rodillas, y ambos hombres trastabillaban.

El segundo resbaló en una piedra lisa, estuvo a punto de caer, pero se recuperó con un violento esfuerzo, y al mismo tiempo lanzó una exclamación de dolor. Parecía aturdido y con vértigos, y extendió la mano libre mientras se bamboleaba, como buscando

apoyo en el aire. Cuando recobró el equilibrio, se adelantó, pero volvió a tambalearse, y casi cayó. Luego permaneció inmóvil y miró al otro hombre, quien no había vuelto la cabeza.

Se quedó quieto durante un minuto, como si discutiera consigo mismo. Luego exclamó:

-Oye, Bill, me disloqué el tobillo.

Bill continuó tambaleándose a través del agua lechosa. No miró en torno. El hombre lo vio alejarse, y si bien su rostro siguió tan inexpresivo como antes, sus ojos eran como los de un ciervo herido.

El otro hombre llegó cojeando hasta la orilla opuesta y prosiguió en línea recta, sin mirar hacia atrás. El hombre del arroyo lo observó. Los labios le temblaban un poco, de modo que la tosca maraña de pelo castaño que los cubría se agitó visiblemente. Inclusive asomó la lengua para humedecerlos.

-¡Bill! -exclamó.

Era el grito de súplica de un hombre fuerte en apuros, pero la cabeza de Bill no se volvió. El hombre lo miró irse, cojeando en forma grotesca y tambaleándose hacia adelante, con pasos vacilantes, y subir la suave cuesta hasta la blanda línea del horizonte de la baja colina. Lo vio continuar hasta que llegó a la cima y desapareció al otro lado. Luego desvió la mirada y poco a poco recorrió el círculo del mundo que le quedaba, ahora que Bill se había ido.

Cerca del horizonte, el sol ardía vagamente, casi oscurecido por informes brumas y vapores que daban una impresión de masa y densidad sin contornos o tangibilidad. El hombre extrajo el reloj, mientras apoyaba su peso sobre una pierna. Eran las cuatro, y como la estación se acercaba a finales de julio o principios de agosto -no podía decir la fecha exacta, fuera de una aproximación de una o dos semanas-, sabía que el sol señalaba, más o menos, el noroeste. Miró hacia el sur y supo que en algún lugar de esas yermas colinas se encontraba el lago Great Bear; también supo que en esa dirección el Círculo Ártico se abría su temible paso

a través de los eriales canadienses. El arroyo en que se encontraba era un tributario del río Mina de Cobre, que a su vez fluía hacia el norte y desembocaba en el golfo Coronación y el océano Ártico. Nunca había estado allí, pero una vez lo vio en un mapa de la Compañía de la Bahía de Hudson.

Su mirada volvió a completar el círculo del mundo que lo rodeaba. No era un espectáculo alentador. Por todos lados, la blanda línea del horizonte. Las colinas eran todas bajas. No se veían árboles, ni arbustos, ni hierbas… nada más que una tremenda y terrible desolación, que hizo que el temor se le asomara con rapidez a los ojos.

-¡Bill! -susurró una vez, y otra-. ¡Bill!

Se agachó en medio del agua lechosa, como si la vastedad lo presionara con fuerza abrumadora, aplastándolo con su complaciente atrocidad. Comenzó a temblar como de fiebre intermitente, hasta que el arma se le cayó de la mano con un chapoteo. El sirvió para despertarlo. Luchó contra su miedo y se recobró; tanteó en el agua y recogió el arma. Desplazó el bulto más hacia el hombro izquierdo, de modo de eliminar una parte del peso que caía sobre el tobillo dislocado. Luego se encaminó, con lentitud, dolorido, haciendo muecas, hacia la orilla.

No se detuvo. Con una desesperación que era locura, sin prestar atención al dolor, se apresuró a subir la cuesta, hasta la cima de la colina por la cual había desaparecido su compañero, más grotesco y cómico, con mucho, que ese camarada que a su vez cojeaba y se tambaleaba a sacudones. Pero en la cima vio un valle somero, vacío de vida. Luchó otra vez contra su temor, lo superó, se acomodó el bulto aun más hacia la izquierda y descendió la cuesta balanceándose con violencia.

El fondo del valle estaba cubierto de agua, que el denso musgo retenía, como una esponja, cerca de la superficie. El agua brotaba a chorros a cada paso, bajo sus pies, y cada vez que levantaba un pie, la acción culminaba con un ruido de succión, cuando el musgo mojado lo soltaba a desgana. Continuó caminando, saltando de muskeg en muskeg, y siguió las pisadas del otro hombre, a lo largo y a través de los salientes rocosos que se asomaban como islotes en el mar de musgo.

Aunque solo, no estaba perdido. Sabía que más adelante llegaría a un lugar en que abetos abedules muertos, muy pequeños y achaparrados, bordeaban la costa de una laguna, el titchinnchilie, en el idioma de la región, la “tierra de los palos pequeños”. Y a ese lago afluía una reducida corriente cuyas aguas no eran lechosas. En dicha corriente había juncos -eso lo recordaba bien-, pero no madera, y la seguiría hasta que su principal reguero terminara en una divisoria. Cruzaría ésta hasta el primer reguero de otro arroyo que fluía hacia el oeste, y al cual seguiría hasta que se vaciara en el río Dease, donde encontraría un escondrijo bajo una canoa volcada y cubierta por muchas piedras. Y en el escondrijo hallaría municiones para su arma descargada, anzuelos y sedales… todo lo necesario para matar y atrapar alimentos. Y también encontraría harina -no mucha-, un trozo de tocino y algunos fríjoles.

Bill lo esperaría allí, y remarían hacia el sur, Dease abajo, hasta el lago Great Bear. Y seguirían al sur, a través del lago, siempre hacia el sur, hasta llegar al Mackenzie. Y al sur, todavía más al sur, continuarían mientras el invierno los perseguía en vano, y se formaba hielo en los remolinos, y los días se volvían helados y secos, al sur, hacia algún abrigado puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson, donde los árboles crecían altos y había inacabables cantidades de alimentos.

Esos eran los pensamientos del hombre, mientras se esforzaba en continuar su marcha. Pero así como empujaba a su cuerpo, con la misma fuerza empujaba a su mente, y trataba de pensar que Bill no lo había abandonado, que sin duda lo esperaría en el escondrijo. Estaba obligado a pensar así, porque de lo contrario no habría tenido sentido esforzarse, y se habría echado en el suelo, a morir. Y cuando la borrosa bola del sol se hundió poco a poco en el noroeste, repasó cada centímetro -y muchas veces- de la huida de Bill y él hacia el sur, por delante del invierno que llegaba. Y examinó una y otra vez los alimentos del escondrijo y los del puesto de la Compañía de la Bahía de Hudson. Hacía dos días que no comía; y durante mucho más tiempo no había comido lo necesario. A menudo se detenía y recogía pálidas bayas de muskeg que se llevaba a la boca, mascaba y tragaba. Ese tipo de bayas son un trocito de semilla cubierto por un poco de agua. En la boca el agua desaparece, y la semilla, al mascarla, es amarga y punzante. El hombre sabía que no contenían alimento, pero las mascó con paciencia, con una paciencia mayor que la experiencia y el conocimiento.

A las nueve se golpeó los dedos de los pies en un afloramiento rocoso, y de puro cansancio y fatiga se tambaleó y cayó. Quedó tendido durante un tiempo, sin movimiento, de costado. Luego se quitó las correas del atado y se arrastró con torpeza hasta quedar sentado. Aún no había oscurecido, y en el ocaso que se demoraba tanteó entre las rocas, en busca de mechones de musgo seco. Cuando reunió una cantidad, encendió un fuego -un fuego que ardía sin llama, humeante- y se puso a hervir un jarro de hojalata con agua.

Desenvolvió su atado, y lo primero que hizo fue contar los fósforos. Tenía sesenta y siete. Los contó tres veces, para estar seguro. Los dividió en varias porciones, los envolvió en papel encerado, guardó una porción en su tabaquera vacía, otra en la cinta interior de su maltrecho sombrero, una tercera bajo la camisa, en el pecho. Hecho eso, se apoderó de él el pánico, y los desenvolvió todos y los contó de nuevo. Seguían siendo sesenta y siete.

Secó junto al fuego su calzado mojado. Los mocasines eran jirones empapados. Los calcetines de tela de manta estaban raídos en varios lugares, y tenía los pies en carne viva y sangrantes. El tobillo le latía, y lo examinó. Se le había hinchado hasta alcanzar el tamaño de la rodilla. Rasgó una larga tira de una de las dos mantas y con ella ciñó fuertemente el tobillo. Rasgó otras tiras y se envolvió los pies, para que le sirvieran a la vez como mocasines y calcetines. Luego bebió el jarro de agua, muy caliente, dio cuerda al reloj y se introdujo entre las mantas.

Durmió como un muerto. Llegó y se fue la breve oscuridad de la medianoche. El sol se elevó en el nordeste… por lo menos el día amanecía en ese sector, pues nubes grises tapaban el sol.

Despertó a las seis, echado de espaldas. Miró al cielo gris y supo que estaba hambriento. Cuando rodó para apoyarse en el codo lo sobresaltó un fuerte bufido, y vio un caribú macho que lo miraba con despierta curiosidad. El animal se hallaba a no más de cinco metros de distancia, y en el cerebro del hombre surgió en el acto la visión y el sabor de carne de caribú chirriando y friéndose sobre el fuego. Tendió maquinalmente la mano hacia el rifle descargado, apuntó y apretó el disparador. El macho bufó y se alejó de un salto; sus cascos repiqueteaban y tamborileaban al huir por sobre los afloramientos de rocas.

El hombre maldijo y arrojó el arma. Gimió en voz alta cuando comenzó a intentar ponerse de pie. Tenía las articulaciones como goznes herrumbrados. Se movían con aspereza, con mucha fricción, y cada flexión se lograba sólo mediante un puro esfuerzo de voluntad. Cuando por fin logró levantarse, consumió un poco más de un minuto en enderezarse, de modo de mantenerse erguido, como debe estarlo un hombre.

Trepó a un pequeño otero y examinó el paisaje. No había árboles, ni arbustos, nada, salvo un mar gris, de musgo, apenas diversificado en rocas grises, lagunitas grises y arroyuelos grises. El cielo era gris. No había sol, ni atisbos de él. No tenía idea de hacia dónde quedaba el norte, y había olvidado el camino por el cual llegó al lugar la noche anterior. Pero no estaba perdido. Eso lo sabía. Pronto llegaría a la tierra de los palos pequeños. Sintió que se encontraba en algún lugar, a la izquierda, no lejos. . . tal vez al otro lado de la próxima loma.

Volvió a dar forma a su atado para el viaje. Se aseguró de la existencia de sus tres porciones separadas de fósforos, aunque no se detuvo a contarlos. Pero se demoró para meditar acerca de un chato saco de cuero de alce. No era grande. Podía ocultarlo bajo las dos manos. Sabía que pesaba siete kilos tanto como el resto de la carga-, y le preocupaba. Por último lo dejó a un lado y se dedicó a enrollar el bulto. Se interrumpió para contemplar el chato saco de cuero. Lo tomó de prisa, con una mirada desafiante en derredor, como si la desolación tratase de despojarlo de él, y cuando se puso de pie para internarse tambaleando en el día, estaba incluido en el atado.

Se orientó hacia la izquierda, y de vez en cuando se detenía para comer bayas de muskeg. El tobillo se le había envarado, su cojera era más pronunciada, pero el dolor no era nada en comparación con el que sentía en el estómago. Los mordiscos del hambre eran intensos. Roían y roían, hasta que no pudo mantener los pensamientos fijos en el rumbo que debía seguir para llegar a la tierra de los palos pequeños. Las bayas de muskeg no mitigaban esas dentelladas, en tanto que le llagaban la lengua y el paladar con su irritante aspereza.

Llegó a un valle en que lagópodos de las rocas se elevaron, con crepitantes aleteos, de los salientes y muskegs. “Quer… quer… quer”, gritaban. Les arrojó piedras, pero no le acertó a ninguno. Dejó su bulto en el suelo y los acechó como un gato acecha a un gorrión. Las agudas rocas le atravesaron las perneras de los pantalones, hasta que las rodillas dejaron un rastro de sangre; pero la herida se perdió en la laceración del hambre. Se arrastró, retorciéndose, sobre el musgo húmedo, se saturó las ropas y se heló el cuerpo; pero no tenía conciencia de ello, tan grande era su fiebre de alimentos. Y siempre los lagópodos se elevaban, chirriando, ante él, hasta que su “quer… quer… quer…” se convirtió en una burla contra él, y los maldijo y les gritó con el mismo grito de ellos.

En un momento dado se arrastró hacia uno que debía de estar dormido. No lo vio hasta que se precipitó hacia arriba, delante de su cara, saliendo de

su escondite entre las rocas. Estiró un brazo tan sobresaltado como el aleteo del lagópodo, y en su mano quedaron tres plumas de la cola. Mientras observaba el vuelo del ave, la odió como si le hubiese hecho algún daño terrible. Luego volvió y cargó con el atado.

A medida que pasaba el día, llegaba a valles o terrenos pantanosos, donde la caza abundaba más. Pasó un grupo de caribús, de veinte y tantos animales, atormentadoramente cerca del alcance del rifle. Experimentó un loco deseo de correr tras ellos, la certidumbre de que podría alcanzarlos. Un zorro negro se dirigió hacia él, llevando un lagópodo en la boca. El hombre gritó. Fue un grito temible, pero el zorro, que se alejó de un salto, asustado, no soltó el lagópodo.

Entrada la tarde, siguió un arroyo, lechoso de cal, que corría entre ralos apiñamientos de juncos. Tomó varios de éstos con firmeza, cerca de la raíz, arrancó lo que parecía un joven brote de cebolla, no más largo que un clavo abismal. Era tierno, y sus dientes se hundieron en él con un crujido que prometía un delicioso alimento. Pero las fibras eran duras. Estaba compuesto de filamentos resistentes, saturados de agua, como las bayas, y carentes de sustancias nutritivas. Se descargó del bulto y se lanzó hacia los juncos, de manos y rodillas, y mordió y mascó, como una criatura bovina.

Estaba muy fatigado, y a menudo deseaba descansar, acostarse y dormir. Pero a cada instante se veía impulsado hacia adelante, no tanto por su deseo de llegar a la tierra de los palos pequeños, como por el hambre. Inspeccionó diminutos estanques en busca de ranas, y cavó la tierra con las uñas en procura de gusanos, aunque sabía que tan al norte no hallaría ranas ni gusanos.

Registró en vano todos los charcos, hasta que, cuando llegaba el prolongado ocaso, encontró un único pez, del tamaño de un foxino, en uno de esos estanques. Hundió el brazo hasta el hombro, pero se le escapé Introdujo las dos manos y removió el fango lechoso del fondo. En su excitación, cayó adentro, mojándose hasta la cintura. Después el agua quedó demasiado fangosa para permitirle ver el pez, y se vio obligado a esperar hasta que el agua se sedimentara.

La persecución se reanudó, y sólo se interrumpió cuando el agua volvió a enfangarse. Desprendió del bulto el cubo de hojalata y se puso a vaciar el estanque. Al comienzo trabajó como un enloquecido, salpicándose y arrojando el agua tan cerca, que volvía a correr hacia el charco. Puso más cuidado, se esforzó por mantenerse sereno, aunque el corazón le latía contra el pecho y le temblaban las manos. Al cabo de media hora el estanque se encontraba casi seco. Apenas quedaba una taza de agua. Y no se veía pez alguno. Halló una grieta oculta entre las piedras, por la cual había escapado al estanque adyacente, más grande, que no podría vaciar en una noche y un día. Si hubiera conocido la existencia de la grieta, la habría tapado con una piedra al principio, y el pez hubiese sido suyo.

Así pensó, y se derrumbó y cayó sobre la tierra mojada. Al comienzo lloró con suavidad, casi para sí; luego el llanto se hizo más fuerte, dirigido a la implacable desolación que lo rodeaba; y después, durante un largo rato, lo sacudieron grandes sollozos secos.

Encendió un fuego y se calentó bebiendo medios litros de agua caliente, y acampó en un saliente rocoso, tal como lo había hecho la noche anterior. Lo último que hizo fue mirar si tenía los fósforos secos y dar cuerda al reloj. Las mantas estaban húmedas y pegajosas. El tobillo le palpitaba de dolor. Pero sólo sabía que tenía hambre, y durante su inquieto sueño soñó con festines y banquetes, y con comida servida y presentada en todas las formas imaginables.

Despertó helado y enfermo. No había sol. El gris de la tierra y el cielo se había acentuado, era más profundo. Soplaba un viento desapacible, y las primeras precipitaciones de nieve blanqueaban las cimas de las colinas. El aire se condensó y se volvió blanco mientras encendía un fuego y hervía más agua. Era nieve húmeda, mitad lluvia, y los copos grandes y empapados. Al principio se fundían en cuanto entraban en contacto con la tierra, pero continuaron cayendo, cubriendo el suelo, apagando el fuego, arruinando su acopio de musgo combustible.

Esa fue la señal para cargar el atado y trastabillar hacia adelante, no, sabía a dónde. No le importaba la tierra de los palos pequeños, ni Bill y el escondrijo debajo de la canoa volcada junto al río Dease. Lo dominaba el verbo “comer”. Estaba loco de hambre. No prestó atención al rumbo que seguía, siempre que lo llevase por tierras cenagosas. Caminó a tientas, por entre la nieve húmeda, hacia las acuosas bayas de muskeg, y se orientó por el tacto para arrancar los juncos de raíz. Pero eran bocados insípidos, y no proporcionaban satisfacción. Encontró unos hierbajos que tenían un sabor agrio, y comió todo lo que pudo hallar, que no era mucho, pues eran hierbas rastreras, que se ocultaban con facilidad debajo de varios centímetros de nieve.

Esa noche no tuvo fuego, ni agua caliente, y se introdujo debajo de las mantas a dormir el espasmódico sueño del hambre. La nevada se había convertido en una lluvia fría. Despertó muchas veces, y la sintió caer sobre el rostro vuelto hacia arriba. Llegó el día, un día gris y sin sol. Había dejado de llover. Ya no experimentaba las punzadas del hambre. Se le había agotado la sensibilidad, por lo menos en lo relativo a su ansia de alimentos. Tenía en el estómago un dolor sordo, pesado, pero no le molestaba tanto. Estaba más racional, y otra vez le interesó en primer lugar la tierra de los palos pequeños y el escondrijo junto al río Dease.

Rasgó en tiras el resto de una de sus mantas, y se vendó los pies sangrantes. Además volvió a atarse el tobillo dislocado y se preparó para un día de marcha. Cuando llegó a su bulto, se detuvo largo rato ante el chato saco de cuero de alce, pero a la postre se lo llevó consigo.

La nieve se había fundido bajo la lluvia, y sólo las cimas de las colinas aparecían blanqueadas. Salió el sol, y el hombre consiguió ubicar los puntos de la brújula, aunque ya sabía que estaba extraviado. Era posible que en sus días anteriores de vagabundeo se hubiese desviado demasiado hacia la izquierda. Se dirigió hacia la derecha, para contrarrestar la posible desviación respecto de su rumbo.

Aunque las dentelladas del hambre no eran ya tan exquisitas, se dio cuenta de que estaba débil. Se vio obligado a detenerse con frecuencia para descansar .y atacar las bayas de muskeg y los agrupamientos de juncos. Sentía la lengua seca y grande, como cubierta de un fino vello, y le dejaba un sabor amargo en la boca. El corazón le daba muchos trastornos. Cuando caminaba unos pocos minutos, iniciaba unos implacables golpes sordos, y luego saltaba y parecía aletear en una dolorosa sucesión de palpitaciones que lo ahogaban y lo hacían sentirse débil y con vértigos.

En mitad del día encontró dos foxinos en un estanque grande. Era imposible vaciarlo, pero ahora estaba más sereno y consiguió atraparlos en su cubo. No eran mayores que su meñique, pero no tenía demasiada hambre. El dolor apagado del estómago se apagaba y atenuaba cada vez más. Casi parecía como si el estómago dormitara. Comió los pescados crudos, masticando con minucioso cuidado, pues el comer era un acto de puro raciocinio. Si bien no tenía deseos de comer, sabía que debía hacerlo para vivir.

Al atardecer pescó otros tres foxinos, comió dos y se reservó el restante para el desayuno. El sol había secado dispersos mechones de musgo, y pudo calentarse con el agua que hirvió. Ese día no había recorrido más de quince kilómetros; y al siguiente, caminando cuando el corazón se lo permitía, hizo apenas ocho. Pero el estómago no le provocaba la menor inquietud. Se le había dormido. Además, se encontraba en una región desconocida, y los caribús abundaban más, y también los lobos. Muchas veces sus gañidos se desplazaban a través de la desolación, y en una ocasión vio a tres de ellos escurriéndose ante su senda.

Otra noche; y por la mañana, ya más racional, desató la correa de cuero que cerraba el chato saco de cuero de alce. De la boca abierta del saco cayó un chorro amarillo de tosco polvo y pepitas de oro. Dividió el oro, más o menos, en dos partes; ocultó una mitad debajo de un saliente, envuelta en un trozo de manta, e introdujo la otra mitad de nuevo en el saco. También comenzó a usar tiras de la manta restante para los pies. Continuaba aferrándose al rifle, pues había cartuchos en el escondrijo del río Dease.

Era un día de neblina, y ese día el hambre volvió a despertar en él. Estaba muy debilitado, y lo aquejaban vértigos que a veces lo cegaban. Ahora no era nada extraordinario que tropezara y cayera; y en una ocasión, al tropezar, cayó de lleno sobre un nido de lagópodos. Había cuatro crías recién empolladas, el día anterior… motitas de vida palpitante que apenas formaban un bocado; y se las comió con voracidad. Se las metió vivas en la boca y las trituró, como si fueran huevos, entre los dientes. La madre aleteó alrededor de él, con grandes gritos. El hombre usó el arma como porra para derribarla, pero lo esquivó y se puso fuera de su alcance. Le arrojó piedras, y por casualidad le quebró un ala. El ave se alejó corriendo, arrastrando el ala, perseguida por él.

Los polluelos no hicieron más que aguzarle el apetito. Brincó y cojeó con torpeza, con el tobillo dislocado, arrojando piedras, y en ocasiones gritando, ronco; otras veces brincaba y cojeaba en silencio, levantándose, hosco y paciente, cuando caía, o frotándose los ojos con la mano cuando el vértigo amenazaba vencerlo.

La persecución lo llevó a través de terrenos pantanosos del fondo del valle, y encontró huellas de pisadas en el musgo empapado. No eran las suyas, eso podía verlo. Debían de ser de Bill. Pero no podía detenerse, pues el lagópodo hembra seguía corriendo. Primero la atraparía, para volver luego a investigar.

Agotó a la hembra; pero él también se agotó. El ave yacía jadeante, de costado. Y él yacía jadeante de costado, a cuatro metros, incapaz de arrastrarse hacia ella. Y cuando se recuperó, también se recuperó el lagópodo, y aleteó fuera de su alcance, cuando la mano hambrienta del hombre se extendió para tomarla. La caza se reanudó. Cayó la noche, y el ave escapó. Él se tambaleó de extenuación y se precipitó de bruces, cortándose la mejilla, el atado a la espalda. No se movió durante un tiempo; luego rodó de costado, dio cuerda al reloj y permaneció allí hasta 1a mañana.

Otro día de niebla. La mitad de su última manta había desaparecido en forma de vendas para los pies. No encontró la pista de Bill. No importaba. El hambre lo impulsaba con demasiada imperiosidad… sólo que… sólo que se preguntó si también Bill estaría extraviado. Al mediodía, la molestia del atado se volvió demasiado oprimente. Volvió a dividir el oro, pero esta vez no hizo más que derramar la mitad en el suelo. Por la tarde arrojó el resto, y ya sólo le quedó media manta, el cubo de hojalata y el rifle.

Empezó a perturbarlo una alucinación. Estaba seguro de que le quedaba un cartucho. Se encontraba en la recámara del rifle, y él no se había acordado de eso. Por otro lado, sabía, al mismo tiempo, que la recámara estaba vacía. Pero la alucinación persistía. Luchó contra ella durante horas enteras, y luego abrió el rifle y se enfrentó al vacío de la recámara. La desilusión fue tan amarga como si en verdad hubiera esperado encontrar el cartucho.

Siguió arrastrando los pies durante media hora, y la alucinación volvió a surgir. Otra vez luchó contra ella, y sin embargo persistió, hasta que, nada más que por el alivio que ello le daría, abrió el rifle para disuadirse. En ocasiones sus pensamientos vagaban, y continuó caminando trabajosamente, como un simple autómata, y extrañas visiones y caprichos le roían el cerebro, como gusanos. Pero estas excursiones fuera de la realidad eran de breve duración, porque siempre los tormentos del hambre lo llamaban de vuelta a ella. En un momento dado regresó de esas excursiones, en forma brusca y con una sacudida, a causa de una visión que casi lo hizo desvanecerse. Se tambaleó y bamboleó, vacilante como un borracho que trata de no caerse. Ante él se veía un caballo. ¡Un caballo! No pudo dar crédito a sus ojos. Había en ellos una densa bruma, salpicada de chispeantes puntos de luz. Se frotó los ojos con furia, para aclarar la visión, y vio, no un caballo, sino un gran oso pardo. El animal lo estudiaba con belicosa curiosidad.

El hombre tenía el rifle a mitad de camino hacia el hombro antes de darse cuenta de lo que hacía. Lo bajó y extrajo su cuchillo de caza de la vaina adornada con cuentas que llevaba a la cintura. Tenía ante sí carne y vida. Pasó el dedo por el filo del cuchillo. Cortaba. La punta era aguzada. Se lanzaría sobre el oso y lo mataría. Pero el corazón inició sus sordos latidos de advertencia. Luego siguió el loco aleteo hacia arriba, y el tamborileo, la presión, como de una tira de hierro, en torno de la frente.

Su desesperada valentía fue expulsada por una gran oleada de temor. En su debilidad, ¿qué sucedería si el animal atacaba? Se irguió hasta su estatura más imponente, apretó el mango del cuchillo y miró con intensidad al oso. Éste avanzó con torpeza un par de pasos, se irguió y emitió un gruñido exploratorio. Si el hombre corría, correría tras él; pero el hombre no corrió. Ahora lo animaba la valentía del miedo. También él lanzó un gruñido terrible, salvaje, que exteriorizaba el miedo afín a la vida y que se encuentra enroscado en torno de las raíces más profundas de la vida.

El oso se escurrió hacia un costado, entre gruñidos amenazadores, aterrorizado él mismo por la misteriosa criatura que se presentaba erguida e impávida. Pero el hombre no se movió. Permaneció como una estatua hasta que pasó el peligro, y entonces se entregó a un acceso de temblores y se dejó caer en el musgo mojado.

Se recuperó y siguió su marcha, asustado ahora en una nueva forma. No era el temor a morir en forma pasiva, por falta de alimentos, sino el de ser destruido con violencia antes que el hambre hubiese agotado en él la última partícula de empeño que lo orientaba hacia la supervivencia. Estaban los lobos. Sus aullidos recorrían la desolación de un lado a otro, tejían en el aire mismo la trama de una amenaza tan tangible, que se sorprendió, los brazos en alto, presionándola hacia atrás, como habría podido hacerlo con las paredes de una tienda azotada por el viento.

Una y otra vez los lobos, en grupos de dos o tres, cruzaban su senda. Pero se apartaban de él. No se encontraban en número suficiente, y además cazaban caribús, que no presentaban combate, en tanto que esa extraña criatura que caminaba erguida podía rasguñar y morder.

Ya entrada la tarde se topó con huesos dispersos, donde los lobos habían matado a su víctima. Los restos pertenecían a lo que media hora antes era un caribú joven, que gritaba y corría, muy lleno de vida. Contempló los huesos, limpios y pulidos, rosados por la vida celular que aún no había muerto en ellos. ¿Podía ser que él terminase del mismo modo, antes que hubiera concluido el día? Así era la vida, ¿eh? Una cosa vana y fugaz. Sólo dolía la vida. No existía dolor en la muerte. Morir era dormir. Representaba cesación, descanso. Y entonces, ¿por qué no se conformaba con morir?

Pero no moralizó durante mucho tiempo. Se hallaba arrodillado en el musgo, con un hueso en la boca, sorbiendo los fragmentos de vida que todavía lo teñían de un rosa pálido. El dulce sabor de carne, tenue y esquivo, casi como un recuerdo, lo enfureció. Apretó las mandíbulas sobre el hueso y trituró. A veces se quebraba el hueso, a veces los dientes. Luego aplastó los huesos entre piedras, los machacó hasta convertirlos en pulpa, y los tragó. También se machacó los dedos, en la prisa, y sin embargo encontró un momento para experimentar sorpresa ante el hecho de que los dedos no le dolieran tanto cuando quedaban atrapados bajo la piedra que descendía.

Llegaron días espantosos de nieve y lluvia. No sabía cuándo acampaba, cuándo levantaba campamento. Viajaba de noche tanto como de día. Descansaba donde se caía, se arrastraba cuando la vida, moribunda en él, parpadeaba en breves chisporroteos y ardía con un poco más de vigor. Ya no se esforzaba como un hombre. Lo que lo empujaba era la vida que había en él, nada dispuesta a morir. No sufría. Los nervios se le habían embotado, entumecido, en tanto que tenía el cerebro repleto de fantásticas visiones y deliciosos sueños.

Pero continuaba succionando y mascando los huesos triturados del caribú, cuyos menores restos había recogido y llevado consigo. Ya no cruzó más colinas ni divisorias, sino que siguió mecánicamente una amplia corriente que fluía a través de un valle ancho y somero. No vio la corriente ni el valle. No veía otra cosa que visiones. El alma y el cuerpo caminaban y se arrastraban una al lado del otro, pero separados, tan delgado era el hilo que los unía.

Despertó en sus cabales, acostado, de espaldas, sobre un saliente rocoso. El sol derramaba luz y calor. A lo lejos escuchó el grito de los caribús más jóvenes. Tuvo conciencia de vagos recuerdos de lluvia y viento y nieve, pero no sabía si la tormenta lo había castigado dos días o dos semanas atrás.

Durante un rato siguió echado sin moverse, con el sol derramándose sobre él y saturando con su calor su desdichado cuerpo. Un hermoso día, pensó.

Quizá conseguiría establecer su ubicación. Con un doloroso esfuerzo, rodó de costado. Debajo de él fluía un río ancho y perezoso. Lo intrigó el hecho de que le resultara tan poco conocido. Lo siguió con los ojos, poco a poco, hasta donde serpenteaba en amplias curvas, entre las yermas colinas desnudas, más yermas y desnudas y bajas que ninguna de las que había encontrado hasta entonces. Poco a poco, en forma deliberada, sin excitación ni mucho más que el interés más casual, siguió el curso de la extraña corriente hasta la línea del horizonte, y la vio vaciarse en un mar brillante y luminoso. Continuaba sin emocionarse. Extraordinario, pensó, una visión o un espejismo; más bien una visión, una treta de su mente trastornada. Así se lo confirmó el espectáculo de un barco anclado en medio del mar refulgente. Cerró los ojos un momento, y los abrió de nuevo. ¡Resultaba extraño que la visión persistiera! Y sin embargo no era extraño. Sabía que no había barcos ni mares en el corazón de las tierras eriales, tal como antes supo que el rifle no contenía cartucho alguno.

Oyó un husmeo detrás de él… un jadeo o tos semiahogados. Muy despacio, debido a su enorme debilidad y envaramiento, rodó hacia el otro costado. No consiguió ver nada cerca, pero aguardó con paciencia. Otra vez se escuchó el husmeo y la tos, y delineada entre dos rocas dentadas, a no más de cinco metros, distinguió la cabeza gris de un lobo. Las agudas orejas no estaban tan levantadas como las había visto en otros lobos; tenía los ojos legañosos e inyectados en sangre; la cabeza parecía caer, floja y desamparada. El animal parpadeaba continuamente a la luz del sol. Daba la impresión de estar enfermo. Mientras lo miraba, volvió a husmear y toser.

Por lo menos esto es real, pensó, y se volvió hacia el otro lado, para poder contemplar la realidad del mundo que se le había ocultado antes de la visión.

Pero el mar continuaba brillando a la distancia, y el barco se discernía con claridad.

¿Entonces eran realidad, en resumidas cuentas? Cerró los ojos durante un largo rato y pensó, y entonces se le ocurrió. Había caminado hacia el nordeste, alejándose de la divisoria del Dease, en dirección del valle Mina de Cobre. Ese río amplio y perezoso era el Mina de Cobre. El mar brillante era el océano Ártico. El barco era un ballenero que se había desviado al este, muy hacia el este, desde la boca del Mackenzie, y se hallaba anclado en el golfo Coronación. Recordó el mapa de la Compañía de Hudson que vio mucho tiempo atrás, y todo le resultó claro y razonable.

Se sentó y dedicó su atención a los asuntos inmediatos. Había desgastado sus vendas de mantas, y sus pies eran informes trozos de carne al rojo vivo.

Ya no le quedaban mantas, ni el rifle, ni el cuchillo. En alguna parte había perdido el sombrero, con el puñado de fósforos en la cinta interior, pero los que llevaba contra el pecho estaban a salvo y secos, dentro de la tabaquera y el papel encerado. Miró su reloj. Marcaba las once y aún funcionaba. Resultaba evidente que lo había mantenido con cuerda.

Se sentía calmo y reposado. Aunque débil en extremo, no experimentaba sensaciones de dolor. No tenía hambre. Ni siquiera le resultaba agradable pensar en comida, y todo lo que hacía lo hacía por imperio de la razón. Se rasgó las perneras de los pantalones asta las rodillas y con las tiras se ató los pies. Quien sabe cómo, había logrado conservar el cubo. Bebería un poco de agua caliente antes de emprender lo que preveía que sería una terrible marcha hasta el barco.

Sus movimientos eran lentos. Temblaba como de fiebre. Cuando se puso a recoger musgo seco, descubrió que no podía incorporarse. Lo intentó una y otra vez, y luego se conformó con arrastrarse a gatas. Una vez se arrastró cerca del lobo enfermo. El animal se salió a desgana fuera de su camino, lamiéndose los belfos con una lengua que apenas parecía tener fuerza suficiente para enroscarse. El hombre vio que la lengua no exhibía el acostumbrado y saludable color rojo. Era de un color pardo amarillento, y parecía cubierta de una mucosidad tosca y semiseca.

Después de beber medio litro de agua caliente, el hombre descubrió que podía ponerse en pie, e inclusive caminar como se supone que camina un moribundo. A cada minuto, más o menos, se veía obligado a descansar. Sus pasos eran débiles e inseguros, como los del lobo que lo seguía; y esa noche, cuando el mar resplandeciente fue borrado por la oscuridad, supo que no se había acercado a él en más de seis kilómetros.

Durante la noche oyó la tos del lobo enfermo, y de vez en cuando los gritos de los caribús mas jóvenes. Había vida en torno de él, pero era vida fuerte, muy viva, y sabía que el lobo enfermo se pegaba a las huellas del hombre enfermo en la esperanza de que éste muriese primero. Por la mañana, al abrir los ojos, lo vio observándolo con una mirada ávida y hambrienta. Se encontraba acurrucado, con la cola entre las piernas, como un perro desdichado y angustiado. Temblaba con el frío viento matinal, y sonrió con desaliento cuando el hombre le habló con una voz que apenas llegaba a ser un ronco susurro.

El sol se elevó, brillante, y durante toda la mañana el hombre se tambaleó y cayó con rumbo al barco anclado en el mar radiante. El tiempo era perfecto. Era el breve veranillo de San Martín de las altas latitudes. Podía durar una semana. O desaparecer al día siguiente, o al otro.

Por la tarde el hombre halló una senda. Era de otro hombre, que no caminaba, sino que se arrastraba en cuatro patas. El hombre pensó que tal vez fuese Bill, pero lo pensó en forma vaga, desinteresada. Carecía de curiosidad. En rigor, ya no existían en él sensaciones ni emociones. Ya no era susceptible al dolor. El estómago y los nervios se le habían dormido. Estaba agotado, pero se negaba a morir. Y porque se negaba a morir continuaba comiendo bayas de muskeg y foxinos, bebía su agua caliente y mantenía una mirada vigilante sobre el lobo enfermo.

Siguió las huellas del hombre que se arrastraba, y pronto llegó al final de ellas… unos pocos huesos recién pelados, en un lugar en que el musgo empapado mostraba las pisadas de muchos lobos. Vio un chato saco de piel de alce, igual al suyo, desgarrado por dientes agudos. Lo recogió, aunque ello resultó casi superior a las posibilidades de sus débiles dedos. Bill lo había cargado hasta el final. ¡Ja, ja! Todavía llegaría a reírse de Bill. Sobreviviría y lo llevaría al barco del mar radiante. Su risa era ronca y horrenda, como el graznido de un cuervo, y el lobo enfermo lo imitó, y lanzó un aullido lúgubre. El hombre se interrumpió de repente. ¿Cómo podría reírse de Bill si eso era Bill; si esos huesos, tan blanquirrosados y limpios, eran Bill?

Se apartó. Bien, Bill lo había abandonado; pero él no tomaría el oro, ni succionaría los huesos de Bill. Si las cosas hubiesen sucedido al revés, Bill lo habría hecho, caviló mientras seguía trastabillando. Llegó a un estanque. Inclinado sobre él, en busca de foxinos, echó la cabeza hacia atrás, como si algo lo hubiese punzado. Había visto el reflejo de su cara. Tan horrible fue la visión, que la sensibilidad despertó lo suficiente como para conmoverse. Había foxinos en el estanque, demasiado grande para desagotarlo; y luego de varios intentos ineficaces para pescarlos en el cubo, desistió. Temía, debido a su enorme debilidad, caerse dentro y ahogarse. Por ese motivo no se lanzó al río, a caballo de los muchos troncos encallados en los bancos de arena.

Ese día disminuyó en cinco kilómetros la distancia que mediaba entre él y el barco ; al día siguiente, en tres, porque ya se arrastraba como lo había hecho Bill; y el final del quinto día encontró al barco todavía a diez kilómetros, y a él incapaz de hacer siquiera un kilómetro y medio diario. El veranillo de San Martín se mantenía, y él siguió arrastrándose y desvaneciéndose en forma alternada; y el lobo enfermo siempre tosía y estornudaba a su espalda. Las rodillas estaban en carne viva, como sus pies, y aunque las acolchó con la camisa, dejaba tras de sí una huella roja, sobre el musgo y las piedras. Una vez, al mirar hacia atrás, vio al lobo, hambriento, lamiendo sus rastros ensangrentados, y se dio cuenta con claridad de cuál podía ser su final… a menos… a menos de que eliminase al lobo. Entonces comenzó una tan torva tragedia de la existencia como jamás se haya representado: un hombre enfermo que se arrastraba, un lobo enfermo que renqueaba, dos criaturas que empujaban su cuerpo agonizante a través de la desolación, y cada una de las dos ansiaba la vida de la otra.

Si hubiese sido un lobo sano, al hombre no le habría importado mucho; pero el pensamiento de alimentar las fauces de esa cosa repugnante y casi muerta le resultó aborrecible. Era puntilloso. Sus pensamientos volvieron a vagar y a ser acosados por alucinaciones, en tanto que sus intervalos lúcidos se hacían cada vez más breves y más raros.

Una vez despertó de un desvanecimiento debido a un jadeo muy cerca de su oreja. El lobo saltó hacia atrás, cojeando, perdió pie y cayó, en su debilidad. Resultó ridículo, pero a él no le divirtió. Ni siquiera sintió miedo. Estaba demasiado extenuado para eso. Pero por el momento sus pensamientos eran claros, y continuó acostado y pensó. El barco se hallaba a no más de seis kilómetros y medio. Lo veía con absoluta nitidez cuando se frotaba los ojos para quitarles la bruma, y podía ver la blanca vela de un botecillo que cortaba el agua del mar refulgente. Pero jamás podría recorrer arrastrándose esos seis kilómetros. Lo sabía, y aceptó el conocimiento del hecho con suma tranquilidad. Sabía que no podía arrastrarse ni medio kilómetro. Y sin embargo quería vivir. Era irrazonable morir después de todo lo que había sufrido. El destino le pedía demasiado. Y agonizante, se oponía a morir. Quizá fuese demencia, pero en las garras mismas de la muerte la desafió, y se negó a desaparecer.

Cerró los ojos y se preparó con infinita precaución. Se obligó a mantenerse por encima de la asfixiante languidez que lamía, como una marea ascendente, todos los rincones de su ser. Se parecía mucho a una ola, esa mortífera languidez que crecía y crecía, y le ahogaba la conciencia poco a poco. En ocasiones quedaba casi sumergido. y nadaba a través del olvido con brazadas vacilantes; y después, por alguna extraña alquimia del alma, encontraba otro fragmento de voluntad y nadaba con mayor energía.

Continuó echado de espaldas, sin moverse, y pudo oír, acercándose despacio, cada vez más, las inspiraciones y espiraciones jadeantes del lobo enfermo.

Se aproximaba a lo largo de la infinitud del tiempo, y él no se movió. Se hallaba junto a su oreja. La áspera lengua seca le raspó la mejilla. Sus manos se dispararon… o por lo menos les ordenó dispararse. Los dedos estaban curvados como garras, pero se cerraron sobre el aire. La velocidad y la precisión exigen energía, y el hombre no la poseía.

La paciencia del lobo era terrible. La del hombre no lo era menos. Durante medio día yació inmóvil, luchando contra la inconsciencia y esperando a la cosa que debía alimentarlo y de la cual deseaba alimentarse. A veces la ola lánguida se elevaba por encima de él, y soñaba largos sueños; pero siempre, a través de todo aquello, del despertar y el soñar, esperaba la respiración acezante y la áspera caricia de la lengua.

No escuchó la respiración, y se deslizó, poco a poco, fuera de un sueño, al sentir la lengua en la mano. Esperó. Los colmillos oprimieron con suavidad; la presión se acentuó; el lobo dedicaba sus últimas fuerzas a clavar los dientes en el alimento que tanto había esperado. Pero el hombre también llevaba esperando mucho tiempo, y la mano lacerada se cerró sobre la mandíbula. Lentamente, mientras el lobo luchaba con debilidad, la otra mano se deslizó para aferrar. Cinco minutos más tarde. todo el peso del cuerpo del hombre caía encima del lobo. Las manos no tenían vigor suficiente para estrangularlo, pero la cara del hombre se apretaba contra la garganta del animal, y la boca del hombre estaba llena de pelos. Al cabo de media hora el hombre tuvo conciencia de un cálido chorro que le caía por la garganta. No era agradable. Parecía plomo fundido que le penetrase por la fuerza en el estómago, y sólo su voluntad consiguió retenerlo. Más tarde el hombre rodó hasta quedar de espaldas, y durmió.

En el ballenero Bedford viajaban algunos miembros de una expedición científica. Desde la cubierta divisaron un objeto extraño en la playa. Se movía en ésta, hacia el agua. No pudieron clasificarlo, y como eran hombres de ciencia, treparon al bote del costado y se dirigieron hacia la costa para investigar. Y vieron algo que estaba vivo, pero que apenas era posible llamar un hombre. Estaba ciego, inconsciente. Se retorcía en el suelo como un monstruoso gusano. La mayoría de sus esfuerzos eran ineficaces, pero se mostraba persistente, y se retorcía y reptaba, y avanzó unos cinco metros en una hora.

Tres semanas más tarde el hombre yacía en un camastro del ballenero Bedford, y con las lágrimas corriéndole por las mejillas macilentas relataba lo que había padecido y quién era. También balbuceó, incoherente, acerca de su madre, del soleado sur de California, y de un hogar entre naranjales y flores.

No pasaron muchos días antes que se sentara a la mesa con los hombres de ciencia y los oficiales del barco. Se regocijó ante el espectáculo de tanta comida, y la observó con ansiedad mientras desaparecía en la boca de los demás. Con la desaparición de cada bocado se asomaba a sus ojos una expresión de profunda congoja. Estaba muy cuerdo, pero a la hora de las comidas odiaba a aquellos hombres. Lo perseguía el temor de que la comida no alcanzara. Interrogó al cocinero, al grumete, al capitán, acerca de las provisiones. Lo tranquilizaron en incontables oportunidades; pero no les creía, y espiaba con astucia en torno del pañol de víveres, para ver con sus propios ojos.

Se advirtió que el hombre empezaba a engordar. Se volvía más rollizo con cada día que pasaba. Los científicos menearon la cabeza y teorizaron. Le limitaron las comidas, pero su cintura seguía engrosando, y se hinchaba en forma prodigiosa por debajo de la camisa.

Los marineros sonreían. Ellos sabían. Y cuando los científicos se dedicaron a vigilarlo, también se enteraron. Lo vieron dirigirse a proa después del desayuno, y como un mendicante, con la palma extendida, abordar a un marinero. Éste le sonrió y le pasó un fragmento de galleta. El hombre la tomó con codicia, la miró como un avaro contempla su oro, y se la guardó debajo de la camisa. Las donaciones de otros marineros sonrientes eran similares.

Los hombres de ciencia se mostraron discretos. Lo dejaron en paz. Pero examinaron su camastro a hurtadillas. Estaba forrado de galleta; el colchón estaba relleno de galleta; cada rincón se hallaba repleto de galleta. Y sin embargo el hombre estaba cuerdo. Adoptaba precauciones en prevención de otro posible período de hambre… eso era todo. Ya se recuperaría, dijeron los científicos; y se recobró antes que el ancla del Bedford cayese con estrépito en la bahía de San Francisco.

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