lunes, 13 de marzo de 2017

Naturaleza y cultura: La animalidad y lo humano



Por Luis Toledo Sande

Las crónicas de la serie “Que no quiero verla”, tres en total, las escribí luego de presenciar —por única vez— una corrida de toros en la plaza madrileña de Las Ventas, y Cubarte las publicó los días 14, 19 y 21 de julio de 2006. La última brotó en respuesta a uno de los editores de entonces del Portal, quien, al parecer, hasta patronímicamente se sentía convocado a rendirle tributo a lo que, con perspectiva eurocéntrica, se ha llamado el “Descubrimiento” de América, una empresa que en sus inicios encabezó el audaz y ambicioso Cristóbal Colón. No es preciso extenderse ahora acerca de este, y lo fundamental de lo que pienso sobre él y sobre aquella empresa, y sus devotos, lo dije en otro texto aparecido en Cubarte: “A propósito de Cristóbal Colón visto por José Martí”.

Pero procede hacer al menos un breve comentario que explique la mención de aquel editor más de una década después de los hechos narrados. Desde que envié al Portal la primera crónica de la serie, empezó él a refutarla con una apasionada defensa de las tradiciones hispánicas, en especial de la tauromaquia. Las oponía a las anglosajonas, que decía rechazar y veía representadas en el juego de pelota y calzadas por la hipócrita leyenda negra que los conquistadores británicos y sus hijos putativos urdieron y lanzaron contra España.

No lo hicieron limpiamente, para de veras condenar crímenes, pues ellos los igualaban o superaban, sino para autoensalzarse y legitimar lo que hacían en pos de dominar el mundo. Si las expresiones se acuñan con base, algo de cierto habrá —sin que sea pertinente aceptar generalizaciones injustas— en aquello de “la pérfida Albión”, aplicable asimismo a sus herederos o continuadores, en especial, pero no solamente, los de la América del Norte.

La última crónica de “Que no quiero verla”, pues, estuvo enfilada a poner en su sitio al vehemente hispanófilo que rendía culto a la que Martí, ejemplar luchador anticolonialista a la vez que heraldo de las noblezas del pueblo español —las verdaderas, no las máscaras de la aristocracia y la monarquía—, llamaba “España filicida”. Al escribir esa parte de la serie, el autor desconocía un juicio de Fidel Castro contra las corridas de toros que le habría servido de apoyo en su argumentación. Aunque son una tradición con múltiples e ilustres defensores, el líder revolucionario disfrutaba que en su país habían sido abolidas.

Pero pronto fue innecesario volver sobre la respuesta al enardecido colombino: este, aún fresca la publicación de la trilogía, ya se había ido a rendir tributo factual a lo dominante anglosajón. No lo hizo precisamente en un país caribeño de habla inglesa, ni en los guetos sudafricanos que sufrieron —¿no sufren aún las secuelas?— la crueldad de la colonización británica, apartheid incluido, sino “en las entrañas del monstruo” denunciado por Martí. En estos días he buscado en la red aquel juicio de Fidel Castro, y no hallé enlace alguno que remita al sitio español contra la tortura en el cual lo leí tras publicarse las crónicas citadas.

Tal ausencia la suple una información que me facilitó el colega Carlos Benet. Figura en el sitio http://www.eroj.org/entero01/item19.htm, donde la informática propiciará localizarla de modo más expedito que en la fuente impresa: "Según lo recoge en su libro The Cuban Revolution [Londres, 1971] el historiador Hugh Thomas […], el presidente Fidel Castro Ruz sostuvo en una ocasión que las corridas de toros no podrían celebrarse en Cuba porque el pueblo cubano es bondadoso y se sublevaría contra quienes quisieran organizarlas. No es, pues, el Mahatma Gandhi el único antimperialista de nuestro siglo que ha sostenido que el progreso moral de un pueblo se mide por cómo trata a los animales no humanos".

Esa idea del líder cubano concierne a las torturas de los toros en plazas donde los datos evidencian que las mayores probabilidades de ganar las tiene el torero, a quien no hay que negarle coraje ni pericia. Sobre todo ganan quienes capitalizan el cruento espectáculo. Mientras el animal irracional contiende por el instinto de supervivencia, se supone que el torero opta racionalmente por el ruedo en pos de paga y gloria, y quién sabe de cuántos placeres asociados al espíritu de aventura, aunque para muchos la alternativa pueda responder también, o ante todo, a la necesidad de enfrentar pobreza y hambre.

Aquella idea de Fidel volvió a recordarla el autor del presente artículo por alguna de las reacciones que suscitó su enfoque, en “Cultura con pelota y mentores” —dado asimismo enCubarte—, sobre la lidia de gallos. Era voz popular el rechazo del guía revolucionario a tal práctica, aunque seguramente no ignoraba que, en un país donde ella tiene seguidores, sus criterios suscitarían discrepancias numerosas, incluso conspicuas, con lo que pudiera vincularse el retorno de esa tradición al país, y la posible discreción del líder al tratarla.

Una de las primeras vallas cerradas en Cuba luego de triunfar la Revolución, si no la primera, fue la instalada en Birán, en los dominios de la familia de origen del Comandante. Años después volvió a abrirse como testimonio de lo que fue una época en Cuba, y como parte de la recuperación constructiva y simbólica de aquel patrimonio. Pensando lo que pensaba él de los toros, no cabe pensar que esa reapertura expresara voluntad suya de favorecer una afición ajena a su ideario, aunque estuviera extendida entre las tradiciones del país y algunos la tuvieran, la tienen, como emblema de la nación y fuente de placer.

La actitud del Comandante remitiría a su ética, al reclamo de que el sustento se gane con trabajo digno. También pensaría en lo que para familias pobres representaba la pérdida del magro jornal ganado con gran esfuerzo y apostado a los gallos o desperdiciado en otras aficiones adictivas. En el pensador revolucionario la ética abarcaba concepciones ecológicas a favor de la salvación de la flora y la fauna y de la especie humana, y contra el abuso de los animales. Esto último requiere, a nivel mundial, profundos replanteamientos culturales sobre modos de criarlos y sacrificarlos para el consumo.

Que el mundo no esté a la altura de las ideas del líder, las hace aún más aleccionadoras. Tampoco ha de suponerse acríticamente, aunque regocijen a pragmáticos, a profetas de la oferta y la demanda, que lo complacieran todos los cambios que, mientras él vivía, se empezaban a introducir en la realidad cubana por la necesaria o ineludible —pero no siempre forzosamente grata— integración al mundo que es, no al que debería ser, por cuyo logro luchó hasta la muerte, y su legado sigue y seguirá dando pelea.

El contenido de su pensamiento no mengua por el hecho de que, al formalizarse la actual asociación de galleros cubanos, en el carné de sus integrantes se inscribiera una cita donde el líder comparó a su aguerrido pueblo —a la mayoría que ha probado serlo— con los gallos finos, porque estos no abandonan la valla sino vencedores o muertos. Pero no se debe suponer que, al ponerlos como ejemplo de coraje, enaltecía la práctica humana de animalizar aún más a los animales. No se deben crear confusiones sobre lo que él pensaba.

La idea de que los gallos de lidia nacen para pelear, usada con el fin de justificar esa tradición, no tenía por qué complacer al fundador revolucionario. Como no lo complacería la perspectiva de otros lares según la cual los toros destinados al ruedo no tienen otra virtud que el atractivo de las corridas, ni sobrevivirían de no criarse para ello con los cuidados que ponen quienes lucran con su comercialización y, en general, con el espectáculo taurino.

No se repetirá aquí lo dicho en “Que no quiero verla”. Pero, en cuanto a gallos, quien haya visto prepararlos con miras a la lidia no tendría razón para soslayar cuánto del fatídico belicismo humano se aplica a fabricar e instalar espuelas diseñadas como armas letales. En la naturaleza los animales pelean para asegurarse su territorio, su alimento o su hembra, no para humillar ni matar necesariamente al adversario, ni regodearse en la victoria. En la lidia “humanizada” se les “equipa” y adiestra para dar muerte, una muerte coreada con vítores o vista con amargura, según el bando o el ángulo desde el cual se mire.

El articulista deberá respetar la preferencia que otras personas sientan y hasta practiquen por las corridas de toro y las peleas de gallo, y por tantas otras expresiones de abuso contra animales que se ven empujados a la lid por personas que gozan o medran con ello. Pero, ¿no somos o no debemos los seres humanos ser la corona en la evolución de las especies animales, de las que formamos parte?

Respétese también el derecho a expresar criterios opuestos a tradiciones por las que hay animales torturados, hasta la muerte, para complacer a quienes gozan o se benefician anímica y económicamente de ello. Duele ver bueyes y caballos maltratados; chivos que echan el bofe en parques y calles, remolcando carros a bordo de los cuales pasean varios niños; perros obligados a disfraz y cautiverio en espera de que un turista pague por tomarles fotos. Duele. O debería doler, aunque sean prácticas amparadas por regulaciones laborales.

Somos una entre las especies animales, con la diferencia no solo de un grado de inteligencia o racionalidad que solemos invocar con más orgullo a veces que demostraciones y méritos. La diferencia mayor está o debería hallarse especialmente en la generosidad, en la bondad, en la sana alegría, en la fundación y la defensa de valores éticos, ecológicos y otros sin los cuales la humanidad corre cada vez mayor y más permanente peligro de perecer.

Si de las corridas de toro lo básico de lo que pudiera decir lo expuse en “Que no quiero verla” —sabiendo que contradictores abundarán—, sobre la pelea de gallos añado que es escalofriante ver a un niño participar en el entrenamiento de esos animales para la lid. Su preparación incluye el uso de la “mona”: un gallo que ya no sirve para la lidia y no produce ganancias en las apuestas, aunque al modo de avestruces parlantes optemos por decir que hoy en las vallas cubanas no corre el dinero, e incluso que la lidia no se ha legalizado, como alguien presuntamente bien informado me aseguró. En todo caso, la “mona” es un gallo vivo, no un trozo de madera o de goma, no un trapo, y se le somete a picadas y arremetidas de los gallos que van a pelear luego, hasta que literalmente muere de tanto abuso.

Trátese de toros, gallos, perros… de los animales irracionales que sean, ¿no hay motivos para pensar que los racionales que integran la especie humana tendrán inseguras las virtudes que necesitan si no se plantean modos generosos de asumir su relación con aquellos? Cuando el autor cursaba estudios universitarios, una profesora o un profesor de lo que entonces se llamaba marxismo-leninismo podía sostener tranquilamente en clase, como si interpretara del modo más fiel la filosofía refundada por Carlos Marx, Federico Engels y Vladimir Ilich Lenin (y otros y otras), que el hombre (el ser humano) es más hombre (más y mejor ser humano) cuanto más se aleja de la naturaleza.

Desde perspectivas similares se tildaba a la ecología de mero fruto de la ideología burguesa. También poniendo freno al pensamiento, exagerando de modo esterilizante lo que no era una exageración, y soslayando la tradición revolucionaria de arrebatar las armas a los enemigos de las revoluciones, algunos decían que la sociología era un simple invento burgués y no había más sociología valedera que el materialismo histórico. Así el entendimiento abarcador de la dinámica social terminaba reducido, supuestamente para defenderlo, a una ciencia particular.

Hoy se sabe que el mejor modo de asumir a la especie humana como superación o negación (filosófica) de la naturaleza es percatarse de que el hombre (el ser humano: el hombre y la mujer) no está bien plantado, ni autovalorado, ni autodefendido en el mundo si no se sabe histórico y social a la vez, y biológico y natural: si no se comporta cuidadosamente como parte consciente de la sociedad y de la naturaleza a un tiempo.

Hoy se acepta que la ecología es una ciencia —toda una forma de la conciencia social, se ha dicho revirtiendo dogmatismos pasados— indispensable para salvar al mundo en general y, dentro de él, a los seres humanos. Igualmente se sabe que la sociología en concreto, y las ciencias sociales en general, no deben ser simples y resignadas escuderas de las decisiones políticas —aunque estas sean acertadas—, sino exploradoras al servicio y en función de la política mejor trazada. ¿Que las ciencias sociales se equivocan? Sí, como la obra humana toda, que corre sobre aciertos y errores. ¿No sucede otro tanto a la política, que es igualmente parte de esa obra, no cosa divina? La vida habla más que los textos y, en el fondo, todo empieza y termina por ser un asunto profundamente cultural, o anticultural.

Muchas cosas se saben, o deberían saberse. No para ostentarlas en plazas y salones como se exhibe una joya o se alardea de riqueza y poder, sino para ponerlas al servicio de una verdadera ascensión hacia el progreso humano, que valdrá poco, o ni cierto será, si no es fruto de la ciencia y la conciencia, de la bondad, la honradez y la belleza, real si digna.

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