miércoles, 29 de marzo de 2017

"America First"... O la reorganización del Imperio



Por Ricardo Orozco

Desde que Donald Trump se lanzó en campaña presidencial, el debate público global en torno a su política económica se dejó arrastrar por la incomprensión que les representaba su discurso. No pasó mucho tiempo antes de que la inercia de ese debate señalara al ahora presidente de Estados Unidos como una amenaza al capitalismo, a la globalización y al libre mercado —conceptos que con frecuencia se usan indiscriminadamente como sinónimos que designan el mismo fenómeno. Así, más preocupados por la posibilidad de que la correlación internacional de fuerzas sociales verdaderamente se cimbrara o cambiara en sus proporciones, los comentócratas creen observar en las amenazas a las automotrices, en el rechazo a los tratados de libre comercio vigentes, en la posibilidad de blindar los aranceles al tráfico de mercancías, en el sellado de las fronteras y en la promoción del interés estadounidense por encima de todo lo demás la fórmula de retorno a esquemas proteccionistas, keynesianos o protosocialistas caducos.
La verdad es que esas posiciones no sorprenden. Durante décadas, desde la inauguración del neoliberalismo realmente existente en la periferia global —a través del golpe de Estado a Salvador Allende, en 1973—, el dogma del libre mercado se encargó de adoctrinar a la humanidad de manera tal que el sólo hecho de pensar en una configuración económica-social alternativa a la propuesta por Friedrich Hayek, Milton Friedman, Ludwig Mises, Walter Lippman, Gary Becker o Bruno Leoni —pioneros de la tradición monetarista de la Escuela de Chicago y la Mont Pelerin Society— estuviera fuera de toda posibilidad histórica de consecución. Y es que el argumento era sencillo pero potente: sólo el libre mercado, con sus infinitas capacidades de reciclaje, de mutación espacio-temporal y de autorregulación es capaz de ordenar a la sociedad, de dar sentido a la existencia del humano y de preservar la vida sin alteraciones en la medida en que la libre oferta y la demanda regulen todo cuanto es útil para la sociedad y todo aquello que no lo es.
En las décadas en las que el discurso neoliberal se gestó, la promoción de su (re)producción, de su aplicación material en todos los rincones del planeta tuvo como caja de resonancia el hecho de que combatía todo aquello que en Occidente representaba la Unión Soviética y el socialismo realmente existente: el neoliberalismo era lo opuesto a la planificación económica centralizada, al autoritarismo —se le llegó a denominar democracia económica—, a la no-libertad, al atraso y a la barbarie. Por ello, en las periferias globales el discurso de la apertura, de la multiculturalidad, de los derechos humanos y la libre circulación de personas, mercancías, servicios y capitales resonaba con tanta potencia. Porque del cumplimiento cabal de dichos postulados dependía, por un lado, la apertura y acceso de nuevos mercados sobre los cuales reconstruir los niveles de la tasa de ganancia observados en el periodo inmediato posterior a la Segunda Guerra Mundial; y por el otro, el anular cualquier posibilidad de expansión soviética y modelos económicos afines o de radicalización del socialismo real.
La cuestión es que este discurso, y su implementación, no funcionaban de la misma manera en las economías centrales. En Estados Unidos, Japón y lo que posteriormente se constituyó como la Unión Europea la doctrina de la apertura sólo era válida para los mercados periféricos, no así para sus propias sociedades. Velado con instrumentos de control de calidad, normas soberanas de bienestar social en determinados rubros de la producción y el consumo, subsidios o impuestos indirectos a la importación de mercancías, el proteccionismo comercial en el centro de la economía-mundo capitalista siempre rechazó la aplicación del monetarismo tal y como lo proponían sus próceres. Porque de lo que se trata en el neoliberalismo no es de establecer un mundo de puertas abiertas en cada mercado, sino de asegurar que la periferia siga siendo el lugar en donde por excelencia se reducen los costos de producción, se externalizan los costos sociales, ambientales, políticos, etc.; y se incrementa la tasa de transferencia de capital hacia el centro.
Así pues, lo que hoy vocifera sin cesar Donald Trump, antaño lo ponían en práctica los gobiernos de Europa, Asia y Estados Unidos por medio de mecanismos más sutiles, previstos en los tratados de libre comercio; mediante instituciones arbitrales, de control de calidad y autorizadas para dirimir controversias comerciales; pero también a través de un lenguaje con una mayor corrección política, cifrados en palabras honorables y sentencias adornadas con una profusión de cortesía y buenos modales diplomáticos. Por eso las posiciones que ya incluso califican a Trump de un socialista disfrazado son absurdas no únicamente porque Trump mismo sea beneficiario directo de los mecanismos comerciales que permiten su propia acumulación de capital, sino porque, de un lado, no terminan de comprender que los modelos keynesianos (bienestaristas o de Welfare State) no se reducen a la manipulación de un par de empresas, a la colocación de aranceles a esas mismas empresas si no ceden a las demandas del gobierno, o a la renegociación de tratados comerciales más favorables para una de las partes; y del otro, que Trump no está nada cerca a proponer una economía como la cubana del siglo XX, por mucho el modelo más próximo al socialismo. 
En última instancia, además de invisibilizar los términos desiguales del intercambio comercial y financiero entre centros y periferias (o lo que en América Latina con justeza se denomina explotación), pretenden afirmar que hasta el keynesianismo es un modelo económico diferente al capitalismo moderno; cuando en realidad el propio socialismo soviético nunca dejó de ser un esquema de producción y consumo de tipo capitalista.
Justo estas miopías en el entendimiento de la estructura global de producción/apropiación moderna capitalista es lo que durante tanto tiempo ha llevado a los observadores de la política comercial de Trump a afirmar que es un peligro de muerte para el libre mercado. Porque además, al hacerlo sólo se concentran en nodos de acción específicos. De ahí que insistir en que Trump no está repatriando capitales, exigiendo al capital financiero que abandone sus inversiones en las bolsas de valores de todo el mundo, pidiendo a los bancos que restrinjan sus líneas de crédito al plano nacional; arremetiendo en contra de mineras, gaseras, eléctricas o empresas petroleras para que detengan la extracción de recursos naturales en las periferias globales, y tampoco deteniendo los flujos de mercancías, servicios y capitales desde o hacia su país; sino ejerciendo controles estatales directos en la economía para acelerar el proceso de recuperación de la tasa de ganancia —a sus niveles previos a la burbuja hipotecaria de 2008— sin tener que recurrir a instrumentos especulativos no sea mero capricho.
La estrategia de Trump se desenvuelve en dos planos. Por un lado, al interior de Estados Unidos ha sido insistente en que se tiene que acelerar la industria nacional a través de la rehabilitación y construcción de nueva infraestructura, en que los costos de los programas sociales se deben reducir (MediCare es el ejemplo por excelencia), en que los impuestos al empresariado deben ser menores y en que la actividad sindicalizada no debe ser una obstrucción a la flexibilidad laboral. Por el otro, al exterior de su país la exigencia es la contraria, decretar nuevos aranceles, retención de capital extranjero, y consolidar tratados comerciales que incrementen los ingresos estadounidenses.
Si se leen por separado, ambas posturas se pierden en dogmatismos (como creer que Trump es socialista, keynesiano o similares). Porque lo cierto es que el éxito del primer plano de acción depende del segundo, toda vez que mantener un gobierno con un déficit bajo, sin recaudar más impuestos pero sí incrementando el gasto en seguridad sólo es posible en la medida en que sean las economías externas, las que comercian con Estados Unidos las que sufraguen esos costos. Y es que si Donald Trump estuviese proponiendo algo remotamente parecido a un modelo de Welfare State, las directrices que estaría barajando en este momento serían algo más próximo a la universalización de servicios públicos como salud, educación, alimentación y vivienda (con cargo al erario), la progresividad en la recaudación de impuestos en proporción a los niveles de ingreso, la reformulación de los salarios en beneficio de las clases trabajadoras que tanto dice proteger, la austeridad gubernamental sin recortar el gasto público y la promoción de mecanismos productivos sustentables; sin mencionar la redistribución de la riqueza.
Pero no lo hace, porque resulta políticamente más redituable someter al resto del mundo bajo la amenaza de perder sus relaciones comerciales con la aún mayor economía del planeta para después obtener acuerdos que hagan eco del American First. Y la política migratoria en contra de hispanos va justo en ese sentido: eliminar el ejército industrial de reserva inmigrante para colocar en sus puestos a estadounidenses. No deja de ser importante, en este sentido, señalar que Trump no es una excepción a la regla del establishment que opera en el complejo financiero-militar de su país, es justo la regla que confirma que no existen excepciones cuando del excepcionalismo anglosajón se trata.

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