martes, 21 de marzo de 2017

La integración es un elefante blanco



Por José Natanson

Como esas gigantescas estructuras sin terminar de paredes descascaradas, techos semiderruidos y gente viviendo adentro que, de la Torre de David caraqueña al Elefante Blanco porteño, proliferan por América Latina, la integración regional tiene algo de inconcluso, un eterno work in progress que encierra una dimensión monstruosa. Y ello a pesar de que se trata de una región homogénea del planeta desde el punto de vista cultural y religioso, sólo comparable al mundo árabe, que comparte un solo idioma y una única cultura pero que se encuentra cruzado por conflictos interreligiosos mortales. Desprovista de armas nucleares, con la amenaza terrorista felizmente ausente y sin tensiones interestatales de envergadura, América Latina es una zona pacífica y de fronteras estables. Como recuerda Andrés Malamud (1), en los últimos dos siglos ningún Estado latinoamericano desapareció del mapa y sólo se crearon tres (Uruguay, República Dominicana y Panamá).

Sin embargo, el fin del ciclo político de la izquierda encuentra a la integración regional –una vez más– sin vigas y sin revoque. Tras una década de gobiernos nacional-populares, la evidencia indica que los avances en términos de inclusión social, crecimiento económico y estabilidad política no se vieron acompañados por progresos equivalentes en materia de integración: más allá de una retórica patriagrandista que por momentos pareció más orientada a disimular los fracasos que a festejar los éxitos, lo cierto es que el comercio intra-zona del Mercosur, el bloque más consolidado de América Latina, sigue estancado por debajo del 16 por ciento, frente al 60 de la Unión Europea, que la institucionalidad latinoamericana se reduce a un conjunto de estructuras burocráticas incapaces de asumir un liderazgo político (2) y que se han ido apilando una serie de proyectos inacabados, desde los más razonables como el Banco del Sur a los interesantes pero impracticables como la moneda única (que hasta tenía nombre: SUCRE) y los directamente extravagantes, como el Gasoducto del Sur. En palabras del especialista inglés Laurence Whitehead, un “mausoleo de modernidades” que subraya nuestra esencia inconclusa (3).

Esta persistente parálisis se explica esencialmente por tres motivos, el primero de los cuales es tan claro que hasta un economista podría entenderlo: pese a los recurrentes intentos a lo largo de la historia y algunas islas de innovación, las exportaciones de América Latina siguen descansando básicamente en commodities, que representaban el 54 por ciento del total en 2002 y representan el 60 por ciento en la actualidad, con la consecuente orientación de los vínculos comerciales hacia las potencias extrarregionales demandantes de materias primas, sobre todo China, antes que a los países vecinos. La desunión latinoamericana es, más que cualquier otra cosa, una suma de primarizaciones nacionales. Como demuestra la experiencia del complejo automotor argentino-brasilero, el ejemplo más avanzado de articulación industrial entre dos países de la región, la interdependencia exige sofisticación productiva. Sin agregación de valor no hay integración posible.

El segundo motivo es la carencia de liderazgo. A lo largo de la historia, Brasil se ha mostrado lo suficientemente poderoso como para bloquear los intentos de protagonismo de otros países latinoamericanos (México en el siglo XIX, Argentina a comienzos del XX), pero no ha sido lo suficientemente potente, o audaz, para imponer una hegemonía regional duradera. No es solo una cuestión de peso relativo, pues Brasil representa la mitad, aproximadamente, del PBI, el territorio y la población de Sudamérica, o sea más que Alemania en relación a Europa, sino más bien de subdesarrollo: a pesar de los impresionantes avances de la última década, Brasil sigue siendo un país desigual y violento cuyos gigantescos problemas internos modelan una secuencia histórica entrecortada en la que los períodos de proyección regional son sucedidos por otros de displicente apatía, reforzados estos últimos por su singularidad lingüística, la autopercepción de un destino nacional manifiesto y el tradicional ensimismamiento heredado de los portugueses.

Para colmo, el impeachment a Dilma Rousseff demostró que la estabilidad política brasilera sigue siendo frágil y reveló los límites de los países de la región a la hora de evitar las torsiones democráticas. Especulemos: ¿qué hubiera cambiado si el juicio político contra la presidenta petista se hubiera intentado en un contexto de gobiernos de izquierda consolidados, con el kirchnerismo ejerciendo el poder en Argentina? Probablemente nada, a juzgar por la dificultad que en su momento encontraron esos mismos gobiernos progresistas para evitar el desplazamiento de Fernando Lugo de la presidencia de un país mucho más influenciable como Paraguay. En todo caso, los desalojos más o menos irregulares de presidentes latinoamericanos ponen en cuestión uno de los pocos avances realmente concretos de los últimos años: la capacidad de garantizar la continuidad de los gobiernos democráticamente elegidos mediante el diálogo interpresidencial, el acompañamiento amistoso y las presiones, estrategia que había dado resultado en las crisis ocurridas en Venezuela, Bolivia y Ecuador pero que fracasó en Paraguay y Brasil.

El tercer motivo que explica la parálisis integracionista es de inspiración. Los dos ejemplos más avanzados resultan, por motivos diferentes, inaplicables a la realidad latinoamericana. El primero, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), se fundamenta en la necesidad de Estados Unidos de expandir sus mercados de exportación por vía de la anulación de las barreras comerciales: su origen a partir de una imposición Norte-Sur, su condición cuasi-imperial y un diseño a la medida de los requerimientos de Washington, basados en el libre tránsito de bienes, servicios y capitales pero no de personas, lo hacían imposible de replicar incluso antes de la decisión de Donald Trump de enterrarlo bajo un muro.

El otro modelo es el europeo. Aunque más profundo, equitativo y casi diríamos humano que el norteamericano, es consecuencia de las condiciones irrepetibles de los años 40. Como señala Tony Judt en su monumental Postguerra (4), “la Europa postnacional, del Estado de Bienestar, cooperante y pacífica, no nació del proyecto optimista, ambicioso y progresista que los euroidealistas de hoy imaginan desde la pura retrospectiva: fue el fruto de una insegura ansiedad. Sus líderes llevaron a cabo reformas sociales y fundaron nuevas instituciones como medida profiláctica para mantener a raya el pasado”.

En un contexto de estancamiento de los procesos de integración, con estructuras productivas primarizadas, sin liderazgos nítidos y huérfanos de modelos, los países de la región caminan sueltos. México y las naciones centroamericanas, umbilicalmente atados a Estados Unidos, sufren el drama de verse sometidos a un presidente al que no eligieron pero cuyas decisiones los afectan tanto o más que las de sus impotentes gobiernos. Las economías pro-mercado del Pacífico (Colombia, Perú y Chile) insisten con un modelo que asegura crecimiento y exportaciones pero que profundiza la desigualdad, en tanto los países bolivarianos resisten el cambio político que ya ocurrió en los dos principales socios del Mercosur.

En suma, la región vive una etapa de transición que aún no ha dado forma a una nueva hegemonía política reflejada en un clima de época, como fueron el neoliberalismo en los 90 o la nueva izquierda en la primera década del siglo XXI. En el primer caso, el influjo fue casi total: aunque con diferentes tiempos (comenzó en Chile y luego se fue expandiendo hasta alcanzar su cénit en los 90), intensidades (más radical en Argentina y Perú, más tímido en Uruguay y Costa Rica) y resultados (más exitoso en Chile y Brasil, un desastre en la mayoría de los países), el Consenso de Washington se extendió por toda la región. La hegemonía de la izquierda, en cambio, fue más parcial, aunque en su mejor momento llegó a gobernar casi toda Sudamérica, además de Nicaragua y El Salvador. Hoy prevalece sobre todo en Bolivia, Ecuador y dificultosamente en Venezuela, y en este sentido resulta interesante constatar que el modelo bolivariano de reforma constitucional y concentración caudillista del poder aguantó mejor el cambio de época que la izquierda institucionalista de Chile, Brasil e incluso Argentina: en términos de continuidad (no necesariamente de resultados), el chavismo le ganó al lulismo.

Pero decíamos que el cambio político no es completo. La nueva derecha, tal como la hemos definido en otras oportunidades (5), no se ha convertido aún en un movimiento auténticamente regional: el recuerdo todavía fresco de las conquistas socioeconómicas de la izquierda y el pasado trágico del neoliberalismo le impiden construir un consenso sólido en torno a su programa de reformas incluso en aquellos países que, como el nuestro, la eligieron para gobernar. Porque además el viento internacional está cambiando: parte del éxito de los ciclos políticos anteriores radicaba en su capacidad para sintonizar con el “estado del mundo” en el que se insertaban, caracterizado, en el caso del neoliberalismo, por la abundancia de capitales, la apertura económica y el dominio unipolar de Estados Unidos, y por los altos precios de los commodities y el ascenso de China en el caso de la izquierda.

Esta transformación aún en curso del sistema internacional quizás contribuya a explicar algunos desaciertos recientes del gobierno argentino a la hora definir los términos exactos de su política exterior. Los politólogos del macrismo, menos numerosos pero tan influyentes como los del kirchnerismo, harían bien en desempolvar los viejos apuntes de estudios internacionales y revisar la bolilla de la escuela de pensamiento realista. Surgida como reacción al idealismo wilsoniano de principios del siglo XX, la perspectiva realista concibe un escenario global compuesto por Estados que buscan maximizar su poder mediante una serie de decisiones egoístas y racionales, donde el derecho internacional y las instituciones multilaterales son poco más que papel mojado.

Incluso relativizando esta interpretación, no deja de resultar llamativa la desorientación internacional de un gobierno que a menudo parece ingenuo y al que, parafraseándolo, hasta podríamos calificar de ideológico, porque solo eso explica la intención de ingresar a acuerdos de libre comercio que sus mismos creadores dinamitan por injustos, el vistoso pero al fin y al cabo inconducente acercamiento a las potencias tradicionales y el desdichado episodio de los limones tucumanos, que demostró que un país puede cumplir prolijamente todos los procedimientos legales, administrativos y fitosanitarios pero que la lapicera de un presidente amante de los golpes de efecto al final puede más que cualquier contrato. 

Notas:

1. “El malentendido latinoamericano”, Revista Nueva Sociedad, Nº 266, noviembre-diciembre de 2016.

2. No existe una organización que reúna, así sea para la foto, a todos los países de América Latina. La Organización de Estados Americanos (OEA) incluye a Estados Unidos y Canadá, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) no, pero sí a los países anglófonos y de habla holandesa del Caribe, la Unasur es solo sudamericana y la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi) está compuesta por sólo 13 de los 20 países latinoamericanos.

3. Latin America: A New Interpretation, Palgrave Macmillan, Nueva York, 2006, citado por Malamud.

4. Postguerra. Una historia europea desde 1945, Taurus, 2005.

5. Le Monde diplomatique, edición Nº 185, noviembre de 2014. 

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