lunes, 27 de marzo de 2017

Como flores en la basura



Por Joaquín Estefanía

El estrago mayor que ha causado la gran crisis en nuestras sociedades ha sido el de truncar el futuro de una generación. O de más generaciones. Ha reducido brutalmente las expectativas materiales y, sobre todo, las emocionales, de muchos jóvenes que se sienten privados del futuro prometido. Se ha detenido la escalera del progreso. Al revés que nosotros, sus padres o abuelos, que hemos vivido siempre en paz y con una prosperidad al alza, ellos se van a la cama angustiados: o porque no tienen trabajo ni expectativa de tenerlo, o porque tienen unos ingresos que nos les dan para pagar sus gastos e independizarse o, los menos, porque tienen un buen empleo y pueden perderlo en cualquier momento. La paradoja es que la incertidumbre y la decepción no provocan el deseo de cambio mayoritario, sino que, más bien, fuerzan un repliegue conservador en tanto que lo que más se desea es algo de seguridad y de garantías. Así se manifiesta elección tras elección, en casi todas las partes del mundo. Estamos dentro de la mayor oleada reaccionaria que ha conocido el mundo desde los años treinta del siglo pasado, de infausta memoria, y los estados de excepción comienzan a normalizarse. Hay una brecha creciente entre las expectativas creadas y las posibilidades de cubrir esas expectativas. Así ha nacido la era Trump (...)

Se han puesto de moda recientemente dos conceptos que aglutinan a generaciones próximas en el tiempo, que son las de vuestros padres y las vuestras: son los millennials y loscentennials. Los millennials son las personas que tienen, más o menos, entre los diecinueve y los treinta y cinco años; los centennials los componen los recién nacidos hasta que cumplen los dieciocho años. Entre unos y otros sumáis alrededor de 4.400 millones de personas en el mundo, en la actualidad. La población total supera los 7.000 millones. Se calcula que tan solo en 2020, dentro de cuatro años, casi el 60 por ciento de la fuerza laboral total tendrá menos de treinta y cinco años (...)

Ese gran escritor que fue Stefan Zweig —que tampoco tuvo nuestra suerte porque le persiguieron los fascismos hasta su muerte (se suicidó al no poder soportar tantas huidas)— dice: “Desde que me empezó a salir barba hasta que se me cubrió de canas, en ese breve lapso de tiempo, medio siglo apenas, se han producido más cambios y mutaciones radicales que en diez generaciones”. Seguramente vosotras podréis decir algo similar cuando ya hayáis pasado la frontera de la mitad de la vida. Si tenéis suerte (...).

En las últimas cuatro décadas, entre 1975 y la actualidad, el mundo ha sufrido transformaciones radicales, hasta volverse irreconocible para alguien que hubiese estado ausente de él y regresase de pronto. Por ejemplo, el extraterrestre de la divertida novela de Eduardo Mendoza Sin noticias de Gurb. Otra política, otra economía, otra filosofía, otra moral, otra tecnología, otro lenguaje... El mundo de antes desapareció en buena parte, o se hizo marginal. Las semillas del descontento de hoy están plantadas desde mucho antes: desde la década de los años ochenta.

A raíz de la decisión de la mayoría de los ciudadanos británicos de salir de la Unión Europea en junio de 2016 (hasta ese momento ningún país había querido abandonarla; todo lo contrario, muchos países se esforzaban por entrar en lo que se consideraba el espacio más avanzado y cohesionado del planeta) se volvió a emitir por las radios y por los canales digitales una conflictiva canción de los Sex Pistols, un grupo de música punk del que probablemente no habréis oído hablar, titulada irónicamente God save the Queen, y que fue —años setenta— una especie de himno contestatario de la juventud más desencantada. El grito ¡No future! de la canción representaba los sentimientos rebeldes de una buena parte de esa generación. La letra de este ‘Dios salve a la reina’ tan distinto del himno oficial reitera en una y otra estrofa que los jóvenes no tienen futuro en el sueño británico, y establece la brutal metáfora de que los tratamos como "flores en la basura". También se pregunta cómo puede haber pecado en esos jóvenes, que son como bombas atómicas en potencia, si no tienen futuro, y pide que sean autónomos, que no permitan que les digan lo que quieren ni lo que necesitan.

Entre 1975 y la actualidad, el mundo ha sufrido transformaciones radicales, hasta volverse irreconocible para alguien que hubiese estado ausente de él y regresase de pronto.  

Desde al menos esa década de los ochenta, los ciudadanos han tenido que aprender a vivir en una incertidumbre creciente. A finales de los setenta, el mismo año en que Sex Pistols sacaba su canción, el economista John Kenneth Galbraith publicaba una de sus obras más representativas, titulada La era de la incertidumbre, que luego se convirtió en documental de televisión. Pero hoy mucho más que entonces hemos de calificar lo que sucede a nuestro alrededor como “la era de la incertidumbre”, de la ansiedad, de las sensaciones de falta de control. Por ello, el concepto que más se repite en las promesas de cualquier político, de cualquier aspirante a la esfera pública, es el de “garantía”: dar “garantías de que…”. Por ejemplo, ahora que se habla tanto de reformas constitucionales para adaptar los textos que rigen nuestra convivencia a las nuevas circunstancias del siglo XXI, hay partidos políticos que defienden que los derechos sociales —que figuran en la Constitución española de 1978 como derechos desiderativos: tener derecho a una vivienda o un trabajo digno, por ejemplo— posean en el futuro carácter normativo, de modo que no puedan violarse: que los ciudadanos, y entre ellos nuestros jóvenes, vosotras, tengan “garantías” de un trabajo digno o de una vivienda digna. ¿Será eso posible? Entre la incertidumbre y el miedo hay un solo paso: el de la vulnerabilidad.

El historiador Tony Judt, en su testamento intelectual, teoriza sobre la enfermedad social del miedo. En Algo va mal rebate la tópica idea de que el miedo es libre y analiza cómo cualquier tipo de crisis —política, económica, social, de la naturaleza— lo multiplica por mil. Ahora se sufre el miedo al terrorismo, pero también el miedo al “otro”, al que viene a competir por nuestro puesto de trabajo y nuestro Estado de Bienestar; a la inseguridad económica, a la incontrolable velocidad de los cambios, a quedar atrás en una redistribución de la renta y la riqueza cada vez más desigual, a perder el control de las circunstancias y de las rutinas de la vida cotidiana, etcétera. Cuando unos padres deben llevar a sus hijos al colegio en periodo vacacional para que puedan comer, sufren dos tipos de temores (quizá fuera más oportuno hablar de dos tipos de humillaciones): que no ocurra nada imprevisto (por ejemplo, que no los acepten porque no cumplan las condiciones teóricas para acceder a este servicio social, que haya comida para todos,...) y la humillación de tener que ir y que lo sepan los demás compañeros de los niños, o los vecinos del barrio.

Este miedo es el germen de muchos de los populismos que aparecen como setas en países muy diferentes, tanto pobres como avanzados. Populismos de distinta naturaleza. Nadie parece estar a salvo de este fenómeno, desaparecido desde la década de los años treinta del siglo pasado. Salidas tremendistas y simplistas que ganan terreno a través de nuevas formaciones políticas o de aquellas ya existentes que las adaptan para sobrevivir y seguir mandando.

Muchas personas, jóvenes y mayores de cuarenta y cinco años que se han quedado al margen, sobreviven en la incertidumbre, la frustración y sin opciones laborales.

Los describe con nitidez el periodista Esteban Hernández cuando intenta diseccionar, con su mirada de entomólogo social, el capitalismo de nuestro tiempo. Para Hernández, el eje de la controversia en el siglo XXI no ha sido el tradicional entre la derecha y la izquierda ideológicas, ni siquiera entre lo nuevo y lo viejo, o la fractura entre los de arriba y los de abajo, sino el que se produce entre estabilidad y cambio. La Gran Recesión ha introducido nuevas variables en el modelo, ya que ha arrojado un escenario dominado por la inseguridad vital, que no es solo económica sino cultural: de civilización. Muchas personas, jóvenes y mayores de cuarenta y cinco años que se han quedado al margen, sobreviven en la incertidumbre, la frustración y sin opciones laborales; no esperan gran cosa del futuro, al que presuponen más amenazas que oportunidades, y tampoco entienden del todo los cambios en los que estamos envueltos (...).

Un muro infranqueable se ha levantado entre vosotras y nosotros. Habrá que derribarlo, como hicieron los berlineses con el suyo hace casi tres décadas: derruirlo piedra a piedra. Es un muro que separa a los jóvenes del resto de la sociedad. Es una división generacional que se añade a las tradicionales diferencias de clase social. Pocas veces como ahora en la historia, quizá en los años veinte del siglo pasado, las cohortes de edad han sido las principales protagonistas de lo sucedido, y los jóvenes han sufrido como nadie las consecuencias de la crisis. Ello no significa que automáticamente la clase redentora pase de las fábricas y las minas a las aulas universitarias o a los institutos. Entonces se habló de “generación perdida”; hoy no nos gusta el término, aunque haya mucho de "perdido" en nuestro pequeño mundo. Ello no significa que todos los jóvenes hayan padecido con idéntica intensidad esas secuelas, pero creo que a lo largo del libro ha quedado demostrado que, además de las otras consecuencias, se ha dado una brecha generacional entre los perdedores de la crisis. Y corresponde subrayarlo: que no quede como un silencio social más. Si no se entiende esto, no se explica todo.

Desde hace algún tiempo y, sobre todo, desde la Gran Recesión, el proceso de selección de las élites dirigentes de la sociedad a través de la educación universal, el esfuerzo personal, la perseverancia,… está siendo sustituido en buena parte por una selección (quizá inversa) basada en la herencia o en la riqueza de los antecesores. Así es como surgió la llamada curva del Gran Gatsby, en honor al personaje de la novela del mismo nombre de F. Scott Fitzgerald, un hombre joven que en la década de los años veinte (la más desigual hasta la actualidad) se reinventa a sí mismo y consigue hacerse rico (a través del contrabando) en la sociedad americana de la época. La curva del Gran Gatsby es un gráfico que representa la relación entre la desigualdad y la inmovilidad social intergeneracional en varios países del mundo. Mencionada por el jefe de los asesores económicos de Obama en el año 2012, Alan Krueger, en base a los estudios del economista canadiense Miles Corak, trata de explicar cómo el futuro económico de los hijos está condicionado por la renta de los padres: en una sociedad igualitaria existiría un alto grado de movilidad social, algo que no ocurre cuando las oportunidades no se reparten con criterios de esfuerzo, y sí de herencia. Por ejemplo, en Dinamarca el 15% de los ingresos actuales de un adulto joven depende de la riqueza de sus progenitores, mientras que en Perú dos terceras partes de lo que gana una persona se relaciona con lo que sus padres atesoraron antes. La conferencia de Krueger, vinculada a la situación de EEUU, llegaba a la conclusión de que los países del norte de Europa eran los que presentaban menos desigualdad de oportunidades y mayor movilidad social, mientras los datos de EEUU significaban prácticamente el fin del “sueño americano” (todos los ciudadanos pueden lograr sus objetivos en la vida a base de esfuerzo y determinación) (...).

En una sociedad igualitaria existiría un alto grado de movilidad social, algo que no ocurre cuando las oportunidades no se reparten con criterios de esfuerzo, y sí de herencia. 

Creíamos haber aprendido las lecciones de las dos guerras mundiales. Gracias al Estado de Bienestar, a los impuestos progresivos, a los mecanismos redistributivos como la negociación colectiva, la socialización de los salarios (a igual trabajo, igual remuneración), al derecho laboral, a la protección social universal y gratuita (ya ha sido pagada antes a través de los impuestos o la deuda),... se redujo la extrema desigualdad, disminuyó la volatilidad económica, las empresas creaban empleo y se atenían a un contrato social implícito en el que se repartían (bien es cierto que siempre con tensiones o de modo disímil) los beneficios del progreso. Es lo que el director de cine Ken Loach ha titulado como "el espíritu del 45". Entonces se hablaba de dos tipos de capitalismo que se confrontaban, el renano (más comprometido) y el anglosajón (más egoísta). Ha arrasado este último a pesar del descrédito que para sus tablas de la ley representa la Gran Recesión. Lo que estamos viviendo ahora no es una secuencia histórica lineal sino una disrupción, con la emergencia de lo conservador en nuestras vidas, en la política y en la economía. Nos ha parecido oportuno el concepto de Quinta Internacional, acuñado por Garton Ash, para definir la explosión de la indignación y su reconstrucción en movimientos y partidos políticos, fundamentalmente de naturaleza juvenil. Siguiendo la misma lógica se podría hablar de una Sexta Internacional, la que unifica y representa a los Trump, Theresa May, Marine Le Pen, los líderes de Alternativa por Alemania, el húngaro Orban, el polaco Kaczynski, etcétera. Conservadores extremos. Es factible que imitemos lo que las autoridades venecianas hacen en la novela de Thomas Mann Muerte en Venecia: negar que existe una epidemia de cólera. Pero sería de una ceguera histórica que rememoraría otros momentos nefastos del siglo XX y pondría aún más en precario la evolución de la democracia representativa. Hay que estar muy vigilantes y no mirar hacia otro lado.

De nuevo hay que acudir a la historia reciente: la presencia de la derecha conservadora en los gobiernos del mundo fue minoritaria (sus líderes eran mucho más presentables que los actuales) después de la Segunda Guerra Mundial y hasta la revolución conservadora de los años ochenta, cuando Thatcher y Reagan los hacen renacer. Aparecen multitud de epígonos de ambos. Según Judt, la derecha se había desacreditado al menos en dos ocasiones: en el mundo anglosajón porque fue incapaz de prever la magnitud del desastre y de actuar con eficacia contra la Gran Depresión; y en la Europa continental, por su complicidad y connivencia con las potencias ocupantes en las conflagraciones mundiales. De hecho, en los años que siguieron a 1945 el centro de gravedad de la discusión política no se hallaba entre la izquierda y la derecha sino más bien dentro de la izquierda: entre los comunistas y sus simpatizantes, y los socialdemócratas de las distintas familias.

Abuelo, ¿cómo habéis consentido esto? Los graves errores que nos han llevado a la era Trump. Joaquín Estefanía. Editorial Planeta. 2017.

Joaquín Estefanía fue director de El País entre 1988 y 1993. Su último libro es Estos años bárbaros (Galaxia Gutenberg). @ESTEFANIAJOAQ

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