lunes, 11 de julio de 2016
Un Nobel que vale una vida
La Vanguardia
Por Gregorio Morán
Desconozco si existe algún libro sobre cómo “se hacen” los premios Nobel de Literatura. Porque los Nobel no se dan sin esfuerzo. No dependen de ser un gran escritor, aunque haya casos, sino de una serie de circunstancias que influyen en la Academia sueca que los otorga. Cuenta la personalidad del candidato, la circunstancia, el momento, la historia, el equilibrio… y por supuesto la política. (Winston Churchill fue Nobel en 1953 por sus volúmenes de memorias.) No podría ser de otra manera. El prestigio social, que no literario, que otorga el Nobel obliga también a la intervención del Estado.
En España, las “fuerzas vivas” de comienzos del siglo XX –expresión que nunca entendí, porque se refiere a la parte más muerta de la sociedad–, compuestas por la Iglesia, el Ejército y el propio rey Alfonso XIII, vetaron la candidatura de don Benito Pérez Galdós. Su hombre era José María de Pereda, el de la fábrica de jabones, Peñas arriba y un reaccionarismo incuestionable. Cuando el franquismo se enteró de que sin duda alguna Juan Ramón Jiménez sería premio Nobel en 1956, no sólo boicotearon al gran poeta y al gran exiliado, sino que propusieron como sustituto a ¡Don Ramón Menéndez Pidal! Sólo la retahíla de españoles en el Nobel daría para un libro entre cómico y patético. Desde Echegaray a Camilo José Cela.
Hay gente del oficio que prefiere siempre un autor conocido y traducido, sobre todo las editoriales. Tienen menos trabajo y mayor negocio. Y además está la vanidad, ¡a ese le he leído yo! A mí, que le den el Nobel a Vargas Llosa no me dice nada, ni quita ni pone en el terreno de la literatura. Si hubiera dejado de escribir hace diez o hasta veinte años, no se hubieran conmovido más que su patrimonio y el de su agente literaria.Yo prefiero a esos autores que gracias al Nobel enriquecen nuestro conocimiento literario y limitan nuestra ignorancia sacándolos del gueto de las literaturas nacionales. Recuerdo la trayectoria discreta hasta el silencio de la poeta polaca Szymborska (Nobel del 96), o del sueco Tranströmer (en el 2011).
El caso de Svetlana Alexiévich (Bielorrusia, 1946), Nobel del año pasado, una desconocida más entre nosotros, ofrece tal cantidad de facetas para que nos detengamos en ella y salvemos la ignorancia, con referencias a la nueva “guerra fría” que se está incubando y al papel de una literatura que se había eclipsado en los años veinte del siglo pasado y que ahora vuelve con una fuerza que arrasará muchos ombligos de narcisistas, imitadores de la literatura francesa de los años treinta, de la pérgola y el tenis, que hubiera dicho el poeta. Me estoy refiriendo a la literatura periodística.
Svetlana Alexiévich es el primer caso que conozco que se le concede el premio Nobel de Literatura a una periodista, con tres libros publicados. No me referiré a La guerra no tiene rostro de mujer, ni tampoco a las Voces de Chernóbil, sino al aterrador Los muchachos de zinc (Debate). O lo que es lo mismo, la experiencia de los soldados soviéticos durante los diez años ¡diez! de su relativa ocupación de Afganistán. Dudo que haya libro tan implacable sobre la fracasada guerra, que aún continua; ahora entre EE.UU. (la OTAN) y los afganos. No vamos a entrar en ese tema porque es sabido que tras la derrota soviética frente a los muyahidines y diversas tribus apoyadas por los norteamericanos, no se les ocurrió idea más brillante que sustituir a los rusos y arrasar el país, a la búsqueda de un hombre que vivía ¡en Pakistán! Ahí siguen, derrota tras derrota.
Que nadie espere cosas de ese tipo en este libro de Svetlana Alexiévich, crónicas humanas sin apenas referencias políticas. Es periodismo del bueno, de ese que ni cortándolo con un bisturí se puede separar de la literatura. ¿En qué se nota? En que los relatos parecen pequeñas narraciones de Tolstói; una vez terminadas de leer se tiene la convicción de que son verdades incontrovertibles. Apenas unos toques de montaje literario, como se hace con los documentales.
Recuerdo una secuencia en una vieja película de Pudovkin (cine mudo) en la que una campesina arrebatada por el dolor de ver a su hijo muerto, literalmente se desgarra la ropa y se queda desnuda –aseguran que es el primer y último desnudo de aquella época–. Su fuerza resulta tan conmovedora que paraliza al espectador, incluso con aquellos medios cinematográficos rudimentarios.
Aquí no. Aquí estamos ante decenas de relatos de unos muchachos, unas mujeres, unos hombres bragados por el destino, que apenas pisan tierra afgana tiene conciencia casi absoluta de que van a morir: “Cada vez más a menudo pienso: después de Chernóbil, de Afganistán, de los acontecimientos que llevaron a Yeltsin al poder, que nosotros no estamos a la altura de lo que nos ocurre. No analizamos nuestro pasado, siempre somos víctimas… Somos unos románticos de la esclavitud”.
Lo dice Svetlana Alexiévich en su impresionante declaración final ante los tribunales rusos que la juzgarán por antipatriotismo. Algunos testigos se arrepienten, otros la calumnian… Hay que tener mucho valor, las cosas muy claras, y una pluma afilada como un estilete. Svetlana, la periodista que vio y conversó con los supervivientes y sus familias tras la invasión soviética de Afganistán.
Soldados, viudas, oficiales, muchos mutilados, mucha mujer valiente asumiendo sus creencias hasta llevarlas a la práctica, ante la perplejidad de funcionarios corruptos; la famosa burocracia soviética. Y las madres. No conozco país donde la madre de un soldado sea una autoridad, y no precisamente porque se lo den como una concesión, sino porque lleva siglos entendiendo que si el hombre protesta muere, mientras que la abuela y la madre tienen cierto pase de riesgo. ¿Quién mata a la abuela de un soldado?
Estoy en la creencia de que el premio Nobel le dio a esta mujer el derecho de vida. Las víctimas se convertirán en un recordatorio ya permanente. Las soldadas cajas de zinc en que recibían las familias a sus muertos, precintados ya no podrán ser anónimas. Tendrán al menos la compensación de unos textos que quedarán mientras exista la cultura.
Svetlana Alexiévich ha dado el salto que confirma el periodismo en la literatura. Entre nosotros sólo Larra lo consiguió; los demás, son sucedáneos. En los grandes libros de Vasili Grossman está presente un gran escritor que hace periodismo. Aquí sucede lo contrario y esos señores de la Academia sueca han detectado dos rasgos tan llamativos como la incorporación del gran periodismo literario bastante más allá del reportaje o del cuaderno de viajes. Un hallazgo.
Pero además, si un premio te sirve de chaleco antibalas eso tiene parecida enjundia que la literatura. Si tuviera que hacer algún paralelo entre Los muchachos de zinc de Svetlana Alexiévich y alguna otra gran novela sobre la guerra, sobre sus secuelas, sobre el dolor, sobre la muerte, me viene a la memoria Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer. Cuando la leí, hace muchos años, no fuí capaz de hacer el resumen que me habían pedido.
Lo único parejo son Los desastres de la guerra, de Goya. Donde los muertos no sólo se ven; también hablan. “Hoy sabemos –escribe Svetlana Alexiévich– que en aquella guerra sucia, nuestros soldados mataron inútilmente a más de un millón de afganos y perdieron a más de 15.000 de los suyos”.
Luego llegaron los norteamericanos, hasta la víspera aliados y suministradores de armas contra los soviéticos. Pero se derrumbaron las Torres Gemelas de Nueva York y siguió la pelea. Es difícil que surja literatura con la fuerza de Los muchachos de zinc. El periodismo se repite; en ocasiones es una obligación del oficio. Pero la literatura no.
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