jueves, 14 de julio de 2016
País ataúd, país silencio, país en eterno velorio
A cuatro meses del asesinato de la indómita compañera Berta Cáceres crece la motivación por compartir nuestras reflexiones. La primera es que en Honduras el deterioro institucional ha alcanzado tal sima de profundidad que debilita también progresivamente a las fuerzas independientes capaces de luchar, o de intentar luchar, contra la grosera prepotencia del sistema.
La tolerancia, considerada piedra primera de la civilización europea desde el Siglo de las Luces, parece no alumbrar todavía al espacio físico catracho. Toda disidencia es acá causa de riesgo, toda digresión es sospechosa y subversiva, los antagonismos pasan a integrar el reino de la enemistad ya que en Honduras discrepar de un concepto, una tesis o teoría se considera ofensa personal. Y la ofensa personal es para los “padres” de la patria y gobernantes, mandatarios y caudillos, una agresión individualizada. Debate, argumento, crítica y polémica dejaron de ser en la república instrumentos de participación y búsqueda de consenso, métodos para incidir en la verdad, y se les transformó —los transformó el bipartidismo vulgar— en vías para encono y maldad.
Tan es así que la buena oratoria —un arte escénico y político del que no podía eximirse ningún intelectual o aspirante a líder, pues contiene la magia de la palabra— desapareció. Las mediocridades discursivas que el hondureño escucha en el diario presente son tan toscas, vanas, apabullantes y rudas que debería emitirse un edicto que dejará sin el don del habla a los “honorables” rústicos de la política bipartidista.
Queda pendiente a los científicos establecer la ineludible relación que existe entre la pérdida de un principio social —el respeto por la vida— y la creciente criminalidad local. Tras que el Estado militarista dio el ejemplo de supresión de seres humanos opuestos antes y durante la década de 1980, y tras que igualmente la clase política nacional demostró que se puede saquear a la nación sin acabar en la cárcel, toda transgresión quedó validada. Pero faltaba otro nivel delincuencial, que vivimos hoy, y que es el del descaro y la impunidad. Ya no es suficiente robar con alevosía sino que además se lo disfraza con el mayor e hipócrita desplante actorial. Si hay un ejercicio histriónico que impera en la Honduras presente es el cinismo.
De la misma forma ha acontecido en el proceso hondureño con el magnicidio. Si en épocas dictatoriales los mayores de plaza y cabos cantonales procuraban ocultar, lanzando los cuerpos al Ulúa, el asesinato de dirigentes obreros y agrarios, hoy la complicidad del Estado para matar hace que baste la noche, ya que no existen políticas preventivas del delito. La policía continúa viciada y nunca depurada, ultimando a sus propios jefes, y los altos sistemas de impartición de justicia duermen en imperdonable sueño abúlico. Basta que en el país del permanente luto oscurezca para que broten en las ciudades cadáveres cercenados, y la repetición de masacres y escenas criminales ha llegado a tal extremo que en ocasiones las autoridades forenses emplean bolsas de basura para trasladar cadáveres. La peor metáfora del abandono se cumple aquí: en Honduras la vida humana y la dignidad de la persona, incluso ya ida, pertenecen al basurero de la molienda social dictada por el neoliberalismo.
El país, por ende, se transformó de agrícola y semi-industrial en el de los más tristes oficios luctuosos: servicios de vigilancia privada, servicios médicos, de emergencia, de ambulancia, mortaja y de industria de cajas fúnebres, de forenses agobiados y de sepultureros y cementerio. En Honduras impera el Luminol, químico con que se detecta la sangre en las escenas de crimen.
Y mientras que se exprime a la sociedad con tazones confiscatorios para controlar acientíficamente la violencia, cierta entidad del Estado militar le inyecta un promedio de tres mil pistolas y fusiles al mes a ese mismo mercado de inequidad. La contradicción — que es decir la burbuja ideológica, la farsa, la mentira— nunca ha sido más obvia que en estos dos años y medio en que “algo cambia” y cuando “vivimos mejor”, si bien nadie sabe cómo, dónde, cuándo y con qué.
Dianas humanas
A Berta Cáceres la asesinaron el sistema colonial político y el modelo extractivista, vigentes desde siempre como látigo extremo de los dueños del poder para erradicar el disenso. Cuando son insuficientes el desprestigio y la calumnia, la acusación infundada, la amenaza, la vigilancia y la intimidación se procede a matar a la fuente del ideal, al cerebro de la resistencia social.
Puede afirmarse que esta ha sido siempre la lucha de la nación centroamericana: el inevitable enfrentamiento histórico entre quienes aspiran al beneficio colectivo de la explotación de los bienes naturales y quienes se los apropian para sí o para sus compañías nacionales y transnacionales, lo que es el choque dialéctico entre quienes esperan del Estado políticas humanistas versus políticas mercantiles maquinadas para cosificar al individuo, que es lo que ocurre hoy.
Pero es estrategia vana. Los magnicidios más bien alimentan la memoria rencorosa e indómita de los pueblos y crean mártires imposibles de olvidar. Lempira fue traicionado o muerto en combate, no importa cómo, hace 480 años y su presencia es inconmensurable entre los pueblos originarios, de ladinos y de la modernidad; el holocausto morazánico invade aún la historia del istmo y clama insomne por la concreción de su proyecto unitario; el fantasma de Cinchonero puebla los bosques de Olancho fusil en mano; Guadalupe Carney sigue derramando amor y exigiendo justicia desde las páginas de la conciencia colectiva y particularmente del campesinado explotado e irredento; Jeanette Kawas, Carlos Escalera y Carlos Luna fueron adelantados de una propuesta ambientalista que es tan justa que jamás podrá morir.
Los mártires retornan, vuelven inexorablemente en la semilla constructiva de las nuevas generaciones. Berta es memoria viva para la resistencia ancestral de las comunidades indígenas y en ella se resumen las luchas históricas de un pueblo en tránsito hacia la libertad. Berta vive en el espíritu de la rebelión ética, del deseo de cambio social, del reclamo por democracia y equidad. Su memoria no es por ende dolor sino inspiración para insubordinarse y para batallar por la solvencia de la historia, por la articulación organizada y por la dignidad.
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