lunes, 11 de febrero de 2013
Antonio Gramsci y Pier Paolo Pasolini
Por Valentín Roma
La biografía de Pier Paolo Pasolini parece mecerse, igual que un péndulo ciego, entre el deseo y la violencia, entre el deseo más irreductible –ese que no frena ante nada y que nada puede detener– y la violencia más ensimismada, es decir, aquella que se nos presenta como un llamamiento, una llamarada de fuego con la que enfrentarnos a nuestro “tempo” propio y con la que abrasar el tiempo colectivo.
Pocos individuos en el siglo de Pasolini atravesaron de manera tan frenética estos dos extremos desde los cuales la vida es interpelada por la política y, al mismo tiempo, la ideología se confunde con la existencia. Pocos seres en tan pocos años abrazaron tantas contradicciones y atendieron a tantos incendios.
La notoriedad de Pasolini, así como el posterior magnetismo que ha desencadenado su biografía, nos permite pensar dos aspectos que creo deben expresarse con suma delicadeza: uno es que, efectivamente, como el mismo cineasta denunciaba en aquel texto suyo titulado “El artículo de las luciérnagas”, quizás el Pueblo perdió su capacidad para irradiar luz en medio de la oscuridad reinante, aunque también es cierto que el Pueblo sigue manteniendo –o al menos seguimos tratando de mantener– una voz con la que gritarle a alguien o a la nada.
La otra idea que me gustaría formular es que al aproximarnos a Pasolini uno tiene la impresión de estar acercándose a lo que podríamos llamar, abreviando, un proyecto para vivir y un proyecto para resistirse.
Como ya he dicho antes, ambas cuestiones reclaman ser miradas con extremo detenimiento y pulcritud, por lo que os propongo entrar en ellas desde algunas metáforas.
Para los que estéis familiarizados con esas cosas un tanto apocalípticas que a veces escribo, igual os produce un cierto deja vú lo que diré a continuación, pero permitidme repetir una imagen a la que he vuelto insistentemente durante los últimos años, pues creo que puede servirnos para hablar de la luz y la voz del Pueblo.
Se trata de aquella escena incomprensible que Marguerite Duras narró en su libro El vicecónsul, donde Jean Marc de H. ex vicecónsul de Francia en Lahore del Norte, sale por las madrugadas de su habitación y le grita a las pistas de tenis vacías, le dispara con su revólver a los alrededores de la lujosa mansión residencial donde parece vivir cautivo, a los bosques donde duermen los mendigos.
En el artículo sobre las luciérnagas de Pasolini éste manifiesta: “Yo, desgraciadamente, amaba a este pueblo italiano, tan fuera de los esquemas del poder como fuera de los esquemas populistas y humanitarios. Era un amor real, arraigado a mi carácter”.
Según Pasolini las diminutas luces de lo popular han desaparecido bajo el gran foco del espectáculo y el poder, y nadie más adecuado que el cineasta, amante de los ragazzi di vita, de los dialectos del bajo proletariado del sur y de los rituales campesinos para lamentar esta huída.
Pero decía antes que acaso el pueblo perdió su luz pero no su voz, lo que quizás nos lleva a pensar la imagen del vicecónsul de Marguerite Duras desde una perspectiva distinta, como una especie de pregunta que tal vez habría servido para matizar la ansiedad de Pasolini con sus semejantes:
¿A quién trata de ahuyentar el vicecónsul con sus gritos, o mejor, por qué grita el vicecónsul o, mejor aún, a qué gritos interiores, a qué voces le está chillando Jean Marc de H., ex vicecónsul de Lahore del Norte?
Si Pasolini empleó esa metáfora incandescente de la luciérnaga apagándose para definir al pueblo italiano, tal vez nosotros podríamos entender el famoso texto “El artículo de las luciérnagas”, recogido en Escritos corsarios, igualmente como un alarido desesperado, o simplemente como un sonoro llamamiento a la insurrección de los mendigos que habitan en el bosque para que éstos se manifiesten, para que dejen de hablar sólo en la cabeza de un hombre, para que Pasolini pueda dejar de ser el irritado vicecónsul, abandonar la pompa cortesana de la gran mansión presidencial y adentrarse en la espesura que carece de luz y es todo voz.
Hasta aquí la primera cuestión que señalé al principio. Voy ahora a por la segunda, la que tiene que ver con el “proyecto” pasoliniano.
Antes estuve a punto de escribir –y de decir– que el proyecto de vida y de resistencia de Pasolini es un proyecto trágico. Seguramente en mi cabeza, igual que en la del vicecónsul, también se oyen voces o, mejor, en mi cabeza había una imagen hablando de tragedias, la imagen de Pasolini asesinado en el descampado de Ostia, el rostro arrancado y aún así reconocible, como si sus asesinos hubiesen fracasado en el intento de hacerlo desaparecen, como si sólo hubiesen conseguido desfigurarlo, otorgarle una nueva cara con la que él les juzgaría a ellos y con la que él nos miraría a nosotros desde una funesta posteridad.
Pero a pesar de que estuve a punto de decirlo, el proyecto de vida y de resistencia encarnado por Pasolini no es trágico en el sentido de que no es antiguo, no es anacrónico ni es inmemorial. Diría que este proyecto es justo lo contrario, es decir, se despliega, reitero, entre el deseo y la violencia, recogiendo del primero la insatisfacción necesaria para circular por todos los géneros de la vida y por todas las degeneraciones del arte; retomando de la segunda eso que ella tiene de reto suficiente, de imperativo para enfrentarse al mundo.
Trataré de expresarlo de otro modo: cuando el deseo nos acucia, nos exhorta o simplemente nos habla, resulta imposible oponerle cualquier respuesta pero, al mismo tiempo, resulta inconcebible no atenderlo. Así, el deseo nos inocula algo parecido a una desarticulación, una fractura de carácter ontológico que, sin embargo, se manifiesta articuladamente. En este sentido, nada menos irracional que el deseo, que llega travestido con los ropajes de una emoción pero que crece y se desarrolla metódicamente, arrasándolo todo de forma minuciosa, atendiendo cualquier signo por mínimo que éste sea.
Por otra parte, cuando la violencia accede a nosotros, cuando nos interpela y cuando la miramos, es decir, cuando lo violento no es sólo un fatuo impulso de agresividad sino una disposición de las cosas expresando su naturaleza fracturada, fisurada, en constante apertura y cierre, sólo podemos arder ante ella, arrancarnos nosotros mismos la cabeza, el pensamiento y el corazón, como este dibujo que os muestro de André Masson para la revista Acéphale, alrededor de la cual los acéfalos declararon su conjura sagrada.
Pero tal vez estoy entrando en territorios evanescentes y místicos y yo quería hablar de Pasolini y Gramsci, que es para lo que Luis Guerra me ha invitado, así que regreso rápido de las alturas incendiarias.
Mirad: creo que hay tres acontecimientos en la vida de Pasolini que expresan esa pelea entre deseo y violencia que estoy tratando de dilucidar, tres epifanías que, de algún modo, configuran la vida ardiente de Pasolini y nuestra manera de sentirnos abrasados ante su persona y sus obras.
El primer acontecimiento que quiero señalar es la lectura que Pasolini joven hizo de Dante.
En su delicado libro Supervivencia de las luciérnagas –digo delicado a propósito, por no decir un tanto manierista– George Didi-Huberman nos advierte muy acertadamente sobre este aspecto, señalando que es en la reinterpretación de Dante donde Pasolini se encontrará con Masaccio, un artista del que el cineasta quedará prendado para siempre.
Siguiendo a Didi-Huberman, podemos plantear que las reflexiones de Dante sobre la oposición entre sombra humana y luz divina tienen en Masaccio su contrapunto, sobre todo en las sombras proyectadas que el pintor florentino solía incorporar a sus frescos. Estas sombras digamos cinematográficas, digamos insondables, hicieron a Pasolini saltar desde la oralidad de la palabra hasta la retaguardia de la imagen, es decir, desde el gran estilo poético del decadentismo simbolista hasta el cine de Chaplin o de Renoir.
Y por cierto aquí tenemos una forma típicamente pasoliniana de acceder a la complejidad generando un nuevo problema, una manera de huir de esa luz reclamada para el pueblo atendiendo a lo que podríamos llamar una voz que habla desde la espesura.
El segundo acontecimiento es el encuentro que Pasolini tiene con Antonio Gramsci y, más concretamente, un hecho que a mí me parece esencial, que es que Pasolini “nombra” a Gramsci.
Voy a tratar de explicarme.
En su poemario Las cenizas de Gramsci, Pasolini alude por su nombre propio al pensador y, con ello, creo que realiza un acto sumamente significativo y elocuente.
Las cenizas de Gramsci fue escrito en 1957, acaso en el momento álgido de la irrupción de Pasolini dentro de la escena pública italiana, tal vez en el momento en que su figura adquiere un sentido más teatral y más irresistible.
Pero en ese momento central al que me refiero, Pasolini no se presenta solo sino acompañado de Gramsci, rescatando de él sus cenizas que, como todo el mundo sabe, son un fuego guardado y quieto, una llama dormida, siempre a punto de arder de improviso.
Si Pasolini hubiese sido Marcel Proust, ese Proust que ante la puerta de la mansión de los Guermantes duda sobre la conveniencia de entrar o no, sobre el pudor y la curiosidad de presentarse a solas en medio de los salones donde florecen las muchachas en flor, tal vez hubiese actuado a “la proustiana”, es decir, habría regresado bajo las faldas apacibles de su delicada madre o bajo el penacho militar de su padre, el sargento Carlo Alberto Pasolini, quien salvó al mismísimo Mussolini de ser asesinado en Bolonia por un niño, de nombre Anteo Zamboni.
Pero nadie más alejado de la nostalgia que Pasolini, de ahí que el gesto de presentarse en medio de la vida pública de Italia como un caballo desbocado, o más en su gusto, como un perro callejero y rabioso, en compañía de otro proscrito llamado Antonio Gramsci, ya nos indica por dónde iban sus intenciones o las intenciones de ambos.
Se ha querido ver que a través de Gramsci Pasolini adquirió un sentido político de la existencia, abandonó a Dante y al decadentismo y, de alguna forma, ideologizó sus horizontes creativos y vitales. Sin embargo, pienso que lo que verdaderamente aprendió Pasolini de Gramsci fue una forma de ser herético, un cauce, un nombre y un compañero para atravesar cualquier modalidad de apostasía.
En este sentido, si Masaccio le permitió descubrir la sombra y el pueblo le mostró las luces de las luciérnagas, Gramsci le aportó la herejía necesaria para romper con la iglesia cristiana y con la iglesia del comunismo.
Así, como una especie de Prometeo incinerado, Gramsci le entregó a Pasolini una antorcha de cenizas, un fuego de oscuridad y luz con el que incendiarlo todo, incluida la razón y, sobre todo, uno mismo.
Nunca abandonó Pasolini ese sentido proscrito, enfermizo, acorralado y furioso que comprendió de Gramsci y, por lo tanto, nunca dejaría Pasolini de ser la encarnación de Gramsci en la tierra, la ceniza hecha carne, hecha deseo y hecha violencia.
En la famosa foto que estáis viendo, de pie ante la tumba de Gramsci en el cementerio pagano de Roma, Pasolini aparece con gesto solemne y preocupado, como si ya intuyese que las luciérnagas se apagarán tiempo más tarde.
Tal vez mientras leía en su cabeza el nombre de Antonio Gramsci escrito en mármol, Pasolini estaba “deseando”, estaba llamando a los restos mortales del pensador, a sus cenizas, para un último fuego desesperado, para una última pira de violencia.
De este modo, cuando en 1975 un Pasolini desencantado arremete contra el pueblo italiano, “su gran amor”, ese ataque no tiene el aire de una despedida sino, como todo presentimiento, alberga su propia solución: la luz débil y nerviosa de la luciérnaga y el pueblo desaparecerán, pero acaso esto será una señal que preceda el reinicio del mundo, el momento anterior al incendio, el instante en que las cenizas de Gramsci abandonarán su tumba y lloverán sobre el mundo, cubriéndolo todo de un polvo fino y gris, un manto de fuego que seguramente no prenderá la vida de las cosas, sin embargo les recordará a ellas y a nosotros que un día todo fueron llamas.
Y entonces acaso las cosas y nosotros ya no luciremos, pero tal vez entonces, las cosas y nosotros, retomaremos la voz, le gritaremos a la espesura como el ex vicecónsul de Lahore del Norte, no a los mendigos pero sí a la policía, a la luz del poder.
Dije antes que la biografía de Pasolini tuvo tres cortes de deseo y de violencia y puedo afirmar, con la voz inflamada por todo lo que ya grité, que la última fisura está aún por venir.
No será agradable ni será bonita, pero sí será necesaria. La tendrá Pasolini, la tendrán las cosas y la tendremos nosotros cuando se esclarezca el asesinato del poeta. El porqué de éste ya lo sabemos y el cómo nos trae sin cuidado. No nos apremia tanto la verdad o la paz para el insepulto. Sí nos exige, sí nos llama, un violento deseo de venganza.
Queremos saber quien mató a Pasolini para que las cenizas de Gramsci puedan de nuevo volverse ígneas, para que lluevan sobre el mundo como después de una erupción volcánica o del estallido de una bomba.
El cuadro que estáis viendo ahora fue una de las pinturas que más fascinaban a Pasolini. Se titula Nevada milagrosa desde el Esquilino o, también, la Madonna de la nieve. Lo realizó en 1508 Girolamo di Benvenuto, un artista díscolo, irregular y arrebatado, una especie de ragazzi di vita en el interior del elegante estilo de Siena.
Hace casi dos años pasé la navidad en Roma y subí, junto con “mi gran amor”, a la colina del Esquilino. Desde una de sus tres cimas, llamada Opio, se veía el bosque al que Pasolini alude como el lugar donde un día habitaron las luciérnagas. Al lado de éste, o quizás en el sitio donde un día estuvo el bosque luminoso, hay hoy tres campos de fútbol.
Recordamos los dos la nevada milagrosa de Benvenuto y a Pasolini. Creo que dijimos que sería importante visitar la tumba de Gramsci, aunque luego preferimos otro tipo de sepulturas.
Pero regresando al cuadro de Girolamo di Benvenuto, vemos a los ángeles sostener ese manto de nieve que parece una instalación de Dan Graham, el mismo Dan Graham que bramó que el rock and roll era su única religión.
Imaginemos por un momento que eso que aguantan los putti no es nieve sino las cenizas de Gramsci, que ellos no son puttis sino prostitutos de la estación de Termini, que la Madonna no es una virgen sino Pasolini mirando desde lo alto al espacio vacío dejado por las luciérnagas y el pueblo en su huída hacia el espectáculo, que ese lugar vacío es una sonora y blanca voz.
Y ya puestos a imaginar soñemos que las cenizas de Gramsci, volando por lo alto, son aquella figura espectral que parecía una especie de humor o de perro del Apocalipsis, ese espectro que se le apareció al viejo Marx en su célebre profecía, ya sabéis, aquella que dice: “Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo…”.
Marx nos decía entonces que los vetustos poderes del vetusto imperio estaban tratando de exorcizar el espectro, que el Papa, el Zar, Metternich, Guizot, los radicales franceses y los espías de policía alemanes trataban de exterminar el espectro del comunismo.
Poco a cambiado desde que Marx proclamó su herejía, Gramsci la revivió y Pasolini la hizo carne deseante. El papa y la policía así nos lo indican.
Sin embargo, insisto, nada nos impide fantasear con que las cenizas de Gramsci nevarán sobre la tierra como un milagro o, mejor, como una especie de rito iniciático y psico-mágico de ésos que tanto gustan a Alejandro Jodorowsky, el padrino de Luis Guerra que es quien hoy, aquí, no convoca.
Tal vez sólo Georges Bataille y su secta de acéfalos –hombres sin razón y todo fuego, todo ardor– podrán sentirse atravesados por esta lluvia ígnea. Hombres deseantes, derrochadores, vigorosos y violentos, es decir, hombres que carecen de cualquier género: mujeres y hombres degenerados.
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