jueves, 28 de febrero de 2013
Visiones de las Américas
Por Eduardo J. Vior
Muchos medios criticaron al presidente Barack Obama por no ocuparse de América latina en su discurso sobre el estado de la Unión del pasado martes 12. No hacía falta ni fue olvido, ya que el jefe de la bancada republicana, el senador de origen cubano Mario Rubio, le respondió en inglés y en castellano. América latina (aun en su vertiente más reaccionaria) estaba frente al presidente. Los tiempos cambiaron y, con ellos, los actores en el escenario continental. Entre 1898 y 1989 las relaciones entre Estados Unidos y América latina fueron dicotómicas y ambivalentes. Mientras que ésta definía su identidad comparándose con EE.UU., éstos completaban la propia diferenciándose de sus vecinos. Eran la imagen especular que devolvía al norteamericano blanco y protestante la imagen de su propia perfección. No obstante, claras fronteras separaban ambos espacios. El siglo XX comenzó en América en 1898, cuando los EE.UU. intervinieron en la Guerra de Independencia de Cuba para eliminar la última presencia europea y “ordenar” el continente después de consolidar sus fronteras interiores. En los países hispanoamericanos surgió entonces un intenso sentimiento antiimperialista, aunque todavía intelectual y elitista. La Revolución Mexicana de 1910 puso la antinomia sobre los pies: la soberanía popular y el control de los recursos naturales exigían limitar el poder norteamericano. En Estados Unidos, este antiimperialismo fue percibido como expresión de la barbarie. Existe continuidad entre el racismo interno y la “misión civilizatoria” de Estados Unidos en el mundo: con su expansionismo proyectan al exterior la violencia interracial, en tanto la elaboran estéticamente, para que no afecte la estabilidad del modelo. Así, el dominio norteamericano en América latina sirvió también para su propio desarrollo cultural. La crisis de 1930 y el auge de los nacionalismos latinoamericanos alteraron las relaciones entre ambas partes del continente. La prioridad de combatir las amenazas extracontinentales obligó a los Estados Unidos a aceptar estos movimientos. A los nacionalismos latinoamericanos, en tanto, los autoritarismos europeos de la entreguerra y la bipolaridad de la Guerra Fría les dieron aire para negociar con Washington, reduciendo la confrontación. No obstante, a partir de mediados de los ’50 la agudización de la Guerra Fría incrementó la presión estadounidense sobre ellos y posibilitó el surgimiento de nuevas elites antiimperialistas, pero revolucionarias. Estos grupos percibían a los EE.UU. como enemigos, mientras que éstos las vieron como amenazas de origen extracontinental a su seguridad nacional. La negación mutua total impuso un clima de guerra continental. Ronald Reagan (1981-89) pasó a la historia como el organizador de la restauración conservadora en el mundo. Con precisas incisiones cambió el conjunto del sistema mundial y sobre todo su agenda de discusión. En América latina, el fin de los nacionalismos, de las utopías revolucionarias y la absolutización del discurso imperial difundieron un sentimiento de debilidad y desorientación. Los Estados nacionales dejaron de ser referentes para las demandas sociales. Quien integra demasiado, desintegra. La norteamericanización de las sociedades latinoamericanas multiplicó la cantidad y variedad de los grupos segregados que organizaron identidades no-nacionales. La relativización de los Estados nacionales y la crisis de los antiimperialismos se acompañaron de la vertiginosa “latinoamericanización” de los Estados Unidos. Su estrecha imbricación con las sociedades y culturas del sur y el imparable crecimiento de la minoría hispanoparlante han introducido en ellos los problemas propios del espacio cultural latinoamericano. Desde 1999, el surgimiento en América del Sur de regímenes neodesarrollistas que ampliaron los derechos y disminuyeron la pobreza en contextos de crecimiento económico alteraron el juego de los actores sobre el escenario. La creciente unidad de América latina, la concentración de EE.UU. en otros escenarios, la crisis mundial a partir de 2007 y la aparición de interlocuctores extracontinentales relativizaron la hegemonía norteamericana sobre el continente, dando a los dirigentes latinoamericanos nuevas posibilidades de negociación. No obstante, los actores sociales que en la etapa anterior sustituyeron al Estado ausente no desaparecieron, sino que complejizaron el juego regional, compitiendo con los Estados por cada centímetro de poder. A través de las redes migratorias se vinculan con las luchas por los derechos dentro de Estados Unidos, así como la expansión de las bases y fuerzas militares de éstos por el continente es la contracara represiva de la misma lucha. Los Estados Unidos pretendieron repetidamente tutelar el continente en nombre de la libertad y de la seguridad nacional. Pero esta doble justificación suponía que América latina era externa al espacio de los Estados Unidos. Ahora la dicotomía Estados Unidos/América Latina fue sustituida por nuevas fronteras: los Estados Unidos han extendido las suyas a todo el continente y la cultura latinoamericana ha permeado toda la sociedad norteamericana. Durante el siglo XX, Latinoamérica osciló entre el sometimiento y el odio hacia los Estados Unidos. En el afán de delimitar se particularizó. El corrimiento de las fronteras abre hoy la posibilidad de definir a América latina como una de las culturas mundiales, a condición de que extraiga de sí y muestre todo lo que de universal contiene. Los Estados Unidos, por su parte, también deben redefinir su identidad luego de la apertura de las fronteras hacia el Sur. Entender “las nuevas fronteras” es necesario para dar sentido a todo juicio sobre ambas Américas.
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