sábado, 23 de mayo de 2020

Para una historia moral de la inmoralidad norteamericana


Rebelión

Por Lautaro Rivara

Aunque el despuntar de la decadencia económica norteamericana sea más o menos reciente, la decadencia moral de los Estados Unidos es de larga data. Tan larga como la esclavitud, el racismo, las doctrinas y corolarios imperialistas, y el desgastado sueño americano. A continuación algunas notas y reflexiones a partir del documental “I Am Not Your Negro” (2016) del director Raoul Peck.

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En un texto del libro de ensayos y artículos sobre América Latina de Eric Hobsbawm (llamado “¡Viva la revolución!” y compilado por el también británico y canónico Leslie Bethell), aparece una pregunta insidiosa que esconde un evidente carácter normativo: ¿como es que los Estados Unidos lograron construir tan rápidamente una nación y nosotros, las ex-colonias al sur del Río Bravo (desviadas, anómalas, se sobre-entiende), no pudimos? Es más, el autor se pregunta por qué sin dudas, y muy rápidamente, y a partir del la población blanca, surgió dicha nación. Aunque Hobsbawm aventura algunas interesantes hipótesis para explicar lo presuntamente evidente, nosotros, llenos de dudas, creemos que la respuesta es mucho más sencilla: los Estados Unidos nunca constituyeron tal nación en un sentido sustantivo, pese a construir la más mortífera y eficaz maquinaria imperial de la historia de la humanidad. No lo hicieron pese a su “exitosa expansión” hacia la costa oeste que coronó su continentalidad de cara a dos océanos (y más tarde también hacia el Pacífico Occidental y al estratégico Mar Caribe). No lo hicieron pese a su independencia respecto de la ex-metrópoli británica, proceso mucho menos influyente de lo que el pensamiento colonial Occidental considera, al menos en nuestras latitudes. No lo hicieron pese a la victoria de los industriales del norte por sobre los esclavistas anacrónicos en la Guerra de Secesión, quiénes no alcanzaron a comprender las más sofisticadas y rentables estrategias de degradación de la criatura humana que ofrecía el capitalismo. No lo hicieron pese a su porosidad para absorber a los más variados contingentes migratorios blancos y europeos, quizás algo menos idílica de lo que estarían dispuestos a conceder. Es bien sabido que no fueron recibidos con igual suerte los pueblos indígenas Delaware, Navajos, Comanches, Pawnee, Sioux, Senecas, Cherokes, Modox o Cahuillas, exterminados una vez en el “salvaje oeste” y sacrificados otra vez cada sábado por la noche, muertos por banalización, en las películas “western” a lo John Wayne, aquel pilar de la cultura y la identidad de los norteamericanos no menos constitutivo que Washington o Jefferson. Pero también en el “salvaje sur” arrebatado a los Estados Unidos Mexicanos, si consideramos que la expansión territorial norteamericana por pirateo, compra, secesión inducida o conquista de territorios, fue geométrica hasta la consolidación de sus fronteras definitivas, incluso las ultramarinas.

Tampoco fue invitada al banquete nacional la gran colonia interna conformada por sus negritudes, pese a las sucesivas aboliciones parciales y formales de la esclavitud. Al decir del escritor afronorteamericano James Baldwin, “la historia de los negros estadounidenses es la historia de los Estados Unidos”. Y no es una historia grata de contar. La prueba es el asesinato escalonado, en pocos años, de tres de sus amigos que serían, no casualmente, tres de los más grandes referentes por los derechos civiles de los negros y grandes predicadores contra las aventuras militaristas del imperio: Medgar Evers, Malcom X y Martin Luther King, en línea con la vieja tradición magnicida inaugurada con el asesinato de Lincoln, y continuada con el tan afamado asesinato de John F. Kennedy. Su hermano menor Bobby Kennedy, también asesinado luego, se referiría en el año ‘65, tan liberal como satisfecho, al avance de la “integración” de los negros a la nación. Comentaba por ese entonces en televisión que no le extrañaría ver en un futuro cercano a un negro convertirse en presidente de la Unión. La réplica del polemista Baldwin, tan elocuente en la palestra como frente a la máquina de escribir, llegará desde un debate en la Universidad de Cambridge. Y será lapidaria: “Bobby Kennedy, recién llegado y ahora en plena carrera electoral, nos dice a nosotros, que hemos estado aquí 400 años, que tal vez en 40, si somos buenos, nos dejaran llegar a la presidencia.” Solo cinco años después de lo profetizado, Barack Obama, un “negro bueno”, arribará a la Casa Blanca para hacer política de blancos a cubierto de su epidermis. Es como si el antillano Frantz Fanon hubiera escrito su libro “Piel negra, máscaras blancas” para describir la peculiar trayectoria del todavía inesperado Premio Nobel de la Paz.

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Los testimonios que recogemos hacen parten del documental “I am not your negro”, estructurado en base al libro inconcluso de Baldwin “Remember this house” y dirigido por el haitiano Raoul Peck (más conocido por su film posterior, “El joven Marx”). El documental recoge y organiza con cruda ironía una infinidad de materiales de archivo: en particular fotografías, publicidades y fragmentos de películas, mostrando el racismo persistente de la industria cultural norteamericana. Es por eso que el indio salvaje del oeste, el negro manso de las colonias internas, el zombi surgido de las Antillas y el barbado guerrillero árabe o latinoamericano sean tal vez los arquetipos coloniales más importantes entre los que orbita Hollywood desde el siglo pasado. Quizás uno de los mejores materiales de archivo del documental sea un cruce televisivo entre Malcom X y Martin Luther King, en el que el primero disparará contra las tesis no violentas del reconocido pastor bautista, a quién acusará de ser una especie de “Tio Tom del siglo XX”, en relación al personaje de la conocida novela de la escritora Harriet Beecher Stowe.

James Baldwin, entre ambos personajes, aparecerá como una figura contradictoria, apasionada y lúcida, tensionada entre su deseo humanista de vencer la segregación y la compleja reivindicación de su común participación en la construcción de la nación norteamericana que se niega a ser rectificada. Afirma haber tenido que descubrir, forzosamente, que sus ancestros eran tanto blancos como negros, en un pasaje que nos conecta directamente con la “Balada a lo dos abuelos” del poeta cubano Nicolás Guillén. Pero parece ignorar el hecho de que otras colonias internas y externas explican de igual manera la tan subrayada prosperidad y el poderío norteamericanos. Va a afirmar que: “No hay nada en la evidencia ofrecida por el libro de la república estadounidense que me permita discutir con el hombre que me dijo: ‘nos necesitaban para recoger algodón y ahora no nos necesitan para nada. Y ahora que ya no nos necesitan nos matarán a todos, así como hicieron con los indios’”. Ese hombre era Malcom X, y sin quererlo, Baldwin parece arrastrado por las conclusiones naturales que se derivan de su martirio. El asesinato de Malcom X y el de Luther King, lejos de convalidar a los dos y estrechar sus posiciones como el documental sugiere, confirma de forma inapelable las tesis del primero, las convocatorias a la autodefensa de las comunidades, y el llamado a articular las luchas contra la segregación con las luchas anti-imperialistas adentro y afuera de los Estados Unidos. Luther King aparece como un pre-fanoniano, y Baldwin como una figura en transición, tironeada por los acontecimientos, en tanto ambos guardan aún esperanzas en la opcionalidad de la violencia, en la posibilidad de asumirla o rechazarla, sin terminar de convencerse sobre su carácter estructural. Baldwin aparece como el negro ilustrado y razonable que con las armas de la razón quiere convencer al blanco de su irracionalidad, mientras Luther King lo hará desde la sensibilidad, desde su enorme estatura moral, desde su prédica cristiana y desde el imperativo de amar al prójimo, incluso al opresor. Pero el sistema no es un sistema de ideas ni de sentimientos, sino un sistema de fuerzas lubricado de ideas y sentimientos.

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Podrá parecer una aventura historiográfica, pero podríamos rastrear el mismo debate mucho tiempo atrás, remontándonos a los tiempos de la primera revolución negra y antiesclavista exitosa de la humanidad, en el Haití (la colonia francesa de Saint-Domingue en ese entonces) de fines del siglo XVIII. En ese momento Toussaint L’Ouverture, el gran estadista y comandante del proceso, ilustrado y formado en la cultura francesa, sostenía aún las tesis de la reformabilidad del sistema colonial, y pretendía concretar la abolición de la esclavitud renegociando el estatuto de dependencia colonial respecto de la metrópolis francesa. Por fuera del sistema, ni integrado ni integrable, el antiguo cimarrón Jean-Jacques Dessalines, un fanoniano avant la lettre, comprendió a tiempo la unidad indisoluble del programa anti-esclavista e independentista, dado que la libertad de los esclavos presumía la libertad de la nación. No casualmente sería Dessalines quién condujera la Revolución a su victoria definitiva en noviembre del año 1803 y fundara el nuevo Estado (la primera nación con un concepto de ciudadanía universal de la historia), mientras que L’Ouverture sería traicionado y capturado por la vieja metrópolis, muriendo en inhumanas condiciones carcelarias.

El debate, como aquella vez, será estratégico y no meramente moral, y los intentos no violentos de convencer a los inmorales de su inmoralidad se demostrarán ineficaces, como sucedió con la experiencia de los “doctores negros” de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP por su sigla en inglés) que el mismo Baldwin recuerda no sin un dejo de ironía. Lo mismo sucedió dos siglos antes con la Sociedad de Amigos de los Negros, la entidad de los abolicionistas franceses que vieron naufragar sus buenas intenciones en la dubitativa Asamblea Nacional de los jacobinos, y más tarde con el restablecimiento formal de la esclavitud en las colonias a cargo de los ejércitos napoleónicos dirigidos a Haití y Guadalupe.

Tan sólo un año después del asesinato de Malcom X, e inspirado en sus apelaciones a la autodefensa de las propias comunidades, surgiría el influyente Partido Pantera Negra. Lo que Malcom X llegaría a comprender claramente es que otros ocuparían también el rol de los viejos recogedores de algodón en las maquilas del norte mexicano, en las zonas francas industriales del sudeste asiático, en los arrozales de Vietnam o en los propios barrios latinos de California, Texas, Colorado o Nuevo México. De ahí el despertar de una conciencia anti-imperialista y tercermundista que hermanaría durante años las luchas civiles en los estados unidos y los procesos de liberación social y nacional en Asia, África y América Latina. Esto llegaría hasta el punto de que el partido de las Panteras Negras, una auténtica guerrilla en el corazón del imperio que desplegaría bases en 68 ciudades y reclutaría a miles de militantes armados, llegaría a constituir un capítulo internacional en Argelia. La confluencia de luchas anti-segregacionistas y por los derechos civiles junto con la descolonización y el socialismo, pondrían en debate no ya las condiciones de reconocimiento de los afroamericanos por parte del Estado, sino estos se movilizarían por su propia destrucción. Y la negritud alcanzaría, en contra de las derivas identitaristas contemporáneas, un nítido carácter nacional (en pugna con la nacionalidad dominante) y de clase. Si Baldwin afirmaba, golpeando a las puertas del edificio de la República, ovacionado de pie por un concurrido auditorio: “yo también construí esta nación”, las Panteras Negras dirán en cambio: “nosotros queremos a destruirla”. Reclamando así su derecho a armarse, y dando una interpretación radical e inesperada a la célebre Segunda Enmienda, a contramano de las licencias que se toma desde 1871 la Asociación Nacional del Rifle.

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No hay nada más parecido a un fascista que un racista nostálgico. De ahí la línea directa que conecta del Ku Klux Klan a la derecha anti-cubana de Miami, del monroeismo al trumpismo, de Oakland en llamas a la Guerra de Vietnam, marcando el carácter intrínsecamente reaccionario del sueño americano, y la peligrosa fantasía de reeditarlo sobre mayores tasas de explotación hacia los negros, los migrantes, los latinos y las mujeres, o sobre nuevas y descabelladas tentativas militares como la que despliega silenciosamente el Comando Sur por estas horas frente a las costas venezolanas. De ahí el espinoso e innegable carácter popular del llamado a hacer a América grande de nuevo. Se trata de las mismas causas que explican la debilidad y el reformismo congénitos del tradeuninionismo nortemaericano, y la imposibilidad de recrear en abstracto el sueño de unir a los proletarios del mundo. Al menos si entendemos por proletarios a las clases medias blancas, endeudadas y empobrecidas, ayer firmemente integradas a la locomotora norteamericana, y hoy vomitadas como masas excedentarias a la vera del camino. Se trata de un violento caldo en donde se cultivan los peores monstruos, porque estas masas se han demostrado históricamente más proclives a buscar chivos expiatorios internos y externos que a canalizar sus rencores hacia la propia maquinaria estatal y a las sacrosantas leyes del valor, responsables únicas de su empobrecimiento relativo. Nuevamente el cine aporta valiosos testimonios: desde la Flint que el documentalista Michael Moore retrató en Roger & Me, narrando el declive industrial de una pequeña localidad de Michigan desamparada y quebrada por el cierre de las plantas de la General Motors, hasta el relato de la Masacre de Columbine que hace Elephant, de Gus Van Sant, y la no siempre bien conducida pregunta sobre el por qué de las incesantes matanzas perpetradas por jóvenes blancos armados. El indisoluble par racismo/violencia no es una mera desviación, y escapa al carácter filosófico o al tipo psicológico de un pueblo: es una realidad histórica y estructural que hace de la política contra las colonias internas y contra las externas una sola y misma cosa.

Mirando la moneda desde su reverso, no es casual entonces que las comunidades afronorteamericanas y sus organizaciones hayan sido las más activas promotoras de campañas de solidaridad con el agredido Tercer Mundo; que la revolución negra de la pequeña isla de Granada en la figura de su líder Maurice Bishop haya sido acogida por multitudes entusiastas en la década del ‘80; que en la actualidad la diáspora latina se encuentre igual de atenta y movilizada por las justas causas al sur del Río Bravo; ni que sean las nuevas generaciones de jóvenes, que descreen de las fantasías del american way of life porque nunca han percibido sus dividendos, las que comiencen a desarrollar, de forma creciente, una conciencia contestataria que podría ser decisiva en los tiempos por venir. Como cantaba por entonces un joven Ismael Serrano: “vigila tu bonita ciudad americana, que el Harlem puede ser Vietnam mañana”.

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La tesis enajenante que sustenta la cultura oficial del Gran Vecino es la auto-construcción laboriosa de una nación: el mito liberal del esfuerzo individual hecho sistema y mitología estatal, desde la misión redentora de los peregrinos del Mayflower hasta la conquista del Oeste. Aquella filosofía poderosa que captó el poeta dominicano Pedro Mir en su contra-canto a Walt Whitman, aquel moderno hijo de Manhattan que se consideraba a si mismo un cosmos, y que expresa como nadie la confianza mística en la libertad prepotente del “yo” y de lo “mío”. Quienes no hemos sido formados bajo el influjo de esa eficaz mitología seguramente no alcanzaremos a comprender bien la dimensión de frustración que entraña ver como los castillos de arena del esfuerzo individual son arrasados por los vendavales de la crisis capitalista global. Quienes no hemos sido criados entre las fronteras seguras de un imperio consagrado por destino manifiesto, quizás no alcancemos a comprender la perturbación paranoide de los ciudadanos de bien de un mundo que se desmorona y desanda una lenta pero inexorable transición hegemónica hacia un polo global aún no del todo definido. Lejos están los tiempos del Plan Marshall y el Proyecto Manhattan, los verdaderos pilares estratégicos en los que se cimentó la primer hegemonía norteamericana, como nos recuerda pesimista y sombrío el estratega imperial Henry Kissinger, llenó de dudas sobre las posibilidades de su país de liderar la nueva transición planetaria, ahora acelerada por el azote de la pandemia.

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Decíamos antes que la pregunta de Hobsbawm era insidiosa y secretamente normativa. Y lo afirmamos porque creemos que ésta presupone que el único camino para construir una nación es el camino occidental: la voracidad territorial, la rapiña colonial, el exterminio de los pueblos de origen, la constitución de colonias internas y la edificación de una portentosa civilización por sobre la negación de las otras. Seguramente nos quedan por descubrir muchas otras trayectorias que sin seguir ese camino han fundado civilizaciones antiguas como la americana Caral, de la que se supone carecía de aparato represivo. O naciones modernas, en primera instancia, aquella surgida de la Revolución Haitiana de la que Hobsbawm nada dice. Seguramente haya también otra historia norteamericana que no es la del cow-boy y el aventurero, la del pionero y el buscador de oro del Yukón, la del cínico John Wayne ni la del moralizante Bruce Wayne, también conocido como Batman. Podemos y debemos recoger mil testimonios morales surgidos de los pueblos indígenas en las reservas, de las comunidades afrodescendientes, de los barrios latinos, de las más diversas migrancias, de sus osadas intelectualidades nativas, de los pueblos de todo el mundo invadidos y sometidos por el gran imperio, o de esfuerzos historiográficos notables como el de Howard Zinn y su “otra historia” de los Estados Unidos. Pero recién terminaremos el largo compendio de una historia moral de la inmoralidad cuando por fin termine de caer el “gigante de siete leguas”. Así lo llamo nuestro José Martí; quién vivió, combatió, y hasta admiró al monstruo que describió desde su misma entraña, por no fue él sólo, como el profeta Jonás, el engullido.

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