miércoles, 6 de mayo de 2020
La pandemia. Una oporunidad apostólica y espiritual
Por P. Ismael Moreno sj (Padre Melo)
La pandemia ha venido a estremecer todos los cimientos en los que se sostiene la humanidad. Como se ha dicho, el virus no discrimina, pero se inserta en una sociedad y en una humanidad organizada desde la discriminación y la desigualdad. Una vez más, la pandemia afecta más a la gente más desprotegida, y desnuda la lógica de la acumulación de unos y la del sálvese quien pueda, para la inmensa mayoría de nuestras sociedades.
Nuestra población se mueve entre dos caminos que pueden ser igualmente mortales. Si se encierra se salva del COVID-19, pero se puede morir de hambre. Si sale a rebuscarse para traer algo de comer o sale a reclamar o demandar del gobierno alimentos, la contaminación es inminente. Con la prolongación de la cuarentena, estos caminos se vuelven una angustia humana. El encierro prolongado, además del hambre, es generador de estrés, deterioro psicológico, violencia intrafamiliar, y de ahí en adelante todos los otros males: pérdida del año escolar en una sociedad con niveles bajos y precarios de internet y tecnología; pérdida de empleo en industrias como la maquila que es implacable en la defensa de sus negocios y en el desprecio a las obreras y obreros; pérdida de producción agrícola y deterioro en general de la economía familiar, pero también de la mediana economía, generadora por excelencia de mayor empleo. La prolongación de la cuarentena supone igualmente mayores oportunidades para quienes conducen la emergencia para saquear recursos y sacar de la incertidumbre y el miedo oportunidades políticas para fortalecer autoritarismos y continuismos en el control del Estado.
La prolongación de los dos caminos es catastrófica. Conduce al caos, a una tempestad incontrolable. El encierro es la medida óptima para la prevención. Pero para una población mayoritariamente en economía informal, el encierro y responsabilidad personal no pueden remontar nunca el mal consejo de un estómago vacío.
¿Cómo nos situarnos?
Ante todo, la pandemia nos coloca ante la incertidumbre, una condición muy propia de la fe cristiana. Nadie, ni los más avanzados científicos tienen la respuesta ante la agresividad del virus. La pandemia sigue siendo una amenaza incierta, pero real. La incertidumbre nos coloca ante el misterio, lo insondable, y ante la pequeñez y la fragilidad de nuestra vida. La pandemia nos ha bajado de un porrazo a nuestro lugar común de seres mortales, imperfectos y necesitados de la trascendencia.
La pandemia no es asunto del corto plazo. Llegó haciéndonos creer que con 14 días en cuarentena bastaba para proseguir la vida. Pasaron los catorce días, siguieron las semanas y ahora los meses, y nada ofrece señales que adviertan un pronto final. Las noticias advierten incluso de posibles rebrotes. Es decir, vamos para largo, y conviene que tomemos consciencia de una prolongación indefinida de la cuaresma. Y en el caso de que la pandemia disminuya, todos los datos apuntan a que el retorno a las actividades ordinarias, sin estar únicamente mediadas por el internet, será progresivamente lento, y previsiblemente con regresiones a nuevas cuarentenas absolutas. Nos hemos de preparar para una prolongada resistencia, y aquí es en donde cobra una dimensión fundamental, el acompañamiento espiritual en la resistencia para tiempos prolongados de hastío y desesperanza. Aportar para un talante de reciedumbre en tiempos de incertidumbre e inseguridad, es uno de los servicios que nos tocan dar como creyentes y para los creyentes, las comunidades cristianas y a la gente de buena voluntad. Alimentar la utopía desde la crudeza del encierro y anunciar que el alimento no es que falte, sino que falta el milagro del compartir, es propio de nuestro talante espiritual.
La población que carga con el peso de la pandemia, el hambre y la corrupción de quienes conducen los hilos de la emergencia, necesita de nuestra presencia, necesita ser acompañada desde la cercanía y el consuelo, desde la solidaridad militante y desde la palabra que trascienda la miseria y podredumbre hacia la utopía y valores del Reino. Y además, acompañarla a partir de al menos las siguientes cuatro maneras:
Primera manera: acompañar sus demandas y protestas, para que las estructuras oficiales respondan con asistencia sanitaria y con alimentos para estos tiempos de contaminación y de hambre. El gobierno cuenta con recursos tanto para atender las necesidades sanitarias, como para atender las necesidades de comida de las poblaciones encerradas, y nos toca velar porque esos bienes se destinen hacia quienes más sufren. Nos toca acompañar las protestas públicas de la gente hambrienta, purificar sus intenciones, enriquecer las luchas para que no se mueven solo desde la desesperación y el sálvese quien pueda, evitar que caigan en la lógica de la violencia, que es generadora de represión y estigmatización hacia quienes reclaman sus derechos. Nos toca estar cerca y acompañar desde la organización, los valores comunitarios y solidarios, y desde el valor de la no violencia activa.
Segunda manera: ante un hambre que no se ha de esperar que la resuelva el gobierno u otros sectores, se ha de animar desde nuestra cercanía y presencia solidaria, a que la población crea y se decida a promover e impulsar sus propias respuestas comunitarias, colectivas y cooperativas, desde la lógica de la semilla de mostaza, desde lo pequeño, desde la siembra, aunque sea en espacios reducidos. Promover en áreas rurales la siembra de huertos familiares, y se apoyen estos esfuerzos desde sectores donantes eclesiales y solidarios. Similares iniciativas se pueden animar en barrios y zonas urbanas populares, conforme a las condiciones específicas del mundo urbano. Animar desde aquel mandato evangélico: “denles ustedes de comer”, a partir de convertir las carencias y hambres en oportunidades para descubrirnos desde lo poco que tenemos, y desde las capacidades comunitarias y solidarias de compartir, mientras vamos caminando.
Tercera manera: mantener el dedo en la llaga de la corrupción y la impunidad. La denuncia sustentada en datos que identifiquen a quienes desvían recursos, cómo los desvían y quiénes respaldan o guardan silencio ante tales delitos. En realidades en donde el COVID-19 ha venido a desnudar la inequidad y la corrupción, la Iglesia, la comunidad creyente no puede reducir su servicio a acompañamientos locales o reflexiones espirituales y teológicas. Las mismas han de estar insertas en el servicio de la denuncia profética sustentada con periodismo de investigación, investigaciones de casos, informaciones que se cotejen con diversas fuentes, para que la denuncia sea creíble y alcance el objetivo de desnudar la injusticia y orientar hacia propuestas de transparencia, veeduría y rendición de cuentas, y para que el sistema de justicia se vea obligado a actuar de oficio en la investigación de delitos que conlleve a enjuiciar y condenar a responsables de saqueos, malversación y desvíos de recursos destinados a atender las necesidades de los pacientes y del bien común.
Cuarta manera: La pandemia nos ha situado universalmente. Aquello de la aldea global que decíamos en los seminarios y análisis, ha quedado patente con la pandemia. De pronto nos hemos encontrado abrazados –o desabrazados—en un mismo mar, buscando participar en los mismos barcos que nos salven en comunidad, en grupo, en racimo. De pronto, nos descubrimos como parte de un todo, aunque estemos en Honduras, estamos en la misma lógica de responsabilidad personal con todos los países del continente, y con todos los países del mundo.
Necesitamos cada vez más hacer lectura, que inserte nuestras realidades nacionales, en plena mirada regional y mundial. Las coordenadas locales nunca como en este tiempo están insertas en coordenadas mesoamericanas, latinoamericanas y caribeñas, continentales y mundiales, desde la perspectiva de los pobres, las víctimas, desde la necesidad de desnudar los hilos generadores de desigualdad, discriminación, deshumanización y corrupción. Solo este cruce de coordenadas hará posible que nuestro servicio nacional sea efectivo, y se sitúe en los criterios jesuitas de saber estar en las encrucijadas de las ideologías, en las fronteras de la exclusión, donde haya mayor necesidad, sabiendo que el servicio cuanto más universal es más divino.
Ante el caos, nuestra misión de calmar tempestades
El relato de la tempestad calmada por Jesús (Marcos 4, 35-41) nos ayuda a reflexionar sobre nuestra misión en estos tiempos de caos, derrumbes y oscuridades. En las aguas del Lago de Galilea azotadas por una violenta tormenta, los discípulos están sobrecogidos por el miedo, han perdido la confianza. Ven hundirse la barca mecida sin rumbo por los vientos y las olas. Jesús, dueño de su propia calma, duerme apaciblemente. Fuera de control, los discípulos lo despiertan para reclamarle por su indiferencia ante el peligro inminente. Jesús, dueño también de sus propias decisiones, increpa a la tempestad y reclama a los discípulos su falta de confianza y su escasa fe. Calmada la tempestad, los discípulos se preguntan asombrados y admirados quién es ese hombre al que obedecen los vientos y las olas. Este relato revela a Jesús como Señor que domina a las fuerzas de la Naturaleza y de la Historia. En el Señor Jesús debemos buscar las respuestas para formular nuestra misión en medio de las tempestades que amenazan con hundirnos a toda la humanidad.
En primer lugar, Jesús atiende a quien sufre, a quien clama, a quien reclama. Jesús no se corre ante el dolor. Los evangelios nos muestran a Jesús siempre conmovido ante el sufrimiento de las personas, lleno de misericordia y de compasión ante la gente necesitada. Devuelve la vista y la confianza a los ciegos, hace caminar a los paralíticos, alienta al padre del epiléptico, devuelve la vida al hijo de la viuda, valora y devuelve la dignidad a la hemorroísa, se acerca a los leprosos, dignifica a la mujer adúltera, llora por la muerte de Lázaro.
En segundo lugar, Jesús responde a quien sufre tocando la raíz del dolor, y su respuesta no se reduce en paternalismos. Cuando el ciego de Jericó lo llama a gritos a la orilla del camino (Mc 10, 46-51), se acerca para platicar con él, y Jesús rompe de esa relación de lástima que se establece entre quienes sufren y quienes los apoyan. Jesús se compadece de quienes sufren. Jesús siente compasión. Esto significa que «padece con», que «comparte la pasión» de quienes sufren. Siente como suyo el dolor y el clamor que brota de las personas que sufren. Esta compasión compromete. Y mueve a actuar en consecuencia: tocar la raíz de donde brota la necesidad y buscar respuestas que vayan más allá de las «emergencias», respuestas que no sean limosnas para un momento. Como Buen Samaritano, Jesús rompe con la lógica religiosa, con la lógica social, con la lógica legal y se compromete hasta el final con el herido que encuentra en el camino (Lc 10, 25). Y nos dice a todos: «Haz tú lo mismo» (Lc 10, 37b).
En tercer lugar, al responder a las necesidades de quienes sufren, Jesús quiere educar a sus discípulos y a la gente que le sigue. Jesús quiere que sus discípulos sean sal y luz para el mundo (Mt 5, 13-14), a no vivir de las apariencias (Mt, 6, 1ss), a no cumplir porque la ley lo manda sino por amor. Jesús forma a su gente para que crezca constantemente y llegue a ser tan perfecta como el Dios de la Vida (Mt 5, 48). Siempre es un maestro que forma a sus seguidores. El centro de su enseñanza es que los pobres van a dejar de serlo porque Dios así lo quiere, y porque en ese proceso de liberación están llamados a ser centro y motor de la nueva sociedad.
En cuarto lugar, Jesús organiza a su gente y la anima a comprometerse, se acerca a la gente más humilde, a gente que vive y trabaja en «los anocheceres de sus vidas». De entre esa gente convoca a un grupo «para que estén con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14), al tiempo que anuncia la buena noticia a multitudes, organiza a un grupo para que multiplique sus enseñanzas y haga más eficaz su misión. A este grupo Jesús le da autoridad para expulsar demonios y le advierte de los riesgos que corren: «Los envío como corderos en medio de lobos» (Lc 10, 3). Les propone una metodología de trabajo y de actuación: «No lleven bolsa ni saco ni sandalias» (Lc 10, 4). «En la casa donde entren, digan como saludo: Paz a esta casa». «Sanen a sus enfermos y digan a ese pueblo: El Reino de Dios ha llegado a ustedes» (Lc 10, 9). Para Jesús, los discípulos organizados han de tener una mente abierta e incluyente para conformar comunidades de solidaridad en movimiento.
En quinto lugar, Jesús se abre a otros pueblos. Aunque Jesús «ha venido por las ovejas perdidas de la casa de Israel», también extendió su misión a otros pueblos: «Debo anunciar a las otras ciudades la Buena Nueva del Reino de Dios, porque para eso fui enviado» (Lc 4, 43). Al final del evangelio de Mateo quedarán en la memoria de sus discípulos sus últimas palabras: «Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos» (Mt 28, 19). A partir de su plena inserción en un pueblo y en una geografía, en un tiempo y un espacio concretos, la misión de Jesús se hace universal, con raíces en la realidad y con una mirada abierta al mundo.
En sexto lugar, Jesús proclama la verdad, denuncia la injusticia y defiende a los pobres. Esa verdad devela la mentira institucionalizada por el poder y desenmascara la mentira y la doble moral de la gente piadosa. En su verdad, Jesús es radical. Lo demuestra cuando invita al joven rico cuando le pide que venda todo lo que tiene, lo dé a los pobres y entonces lo siga (Mc 10, 21). Su preocupación es que esta verdad radical oriente la vida de sus discípulos.
En séptimo lugar, Jesús ora y celebra y así anticipa el Reino de Dios. Jesús une a sus palabras y acciones una relación constante, personal e íntima con su Padre Dios. «Una vez que los despidió, subió a un cerro a orar. Al caer la noche, estaba allí solo» (Mt 14, 23). «De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro, Jesús se levantó, salió y fue a un lugar solitario, donde se puso a orar» (Mc 1,35). Los evangelios dan cuenta de la necesidad que tenía Jesús de la oración como un encuentro personal con su Padre que le diera fuerzas para seguir con su misión.
En octavo lugar, Jesús respetó y promovió el descanso, y se propuso a sus amigos y amigas como un regazo en donde sentir consuelo y liberarse: «Vengan a mí los que se sienten cargados y agobiados, porque yo los aliviaré. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, que soy paciente de corazón y humilde, y encontrarán alivio. Pues mi yugo es suave y mi carga liviana» (Mt 11, 28-29). Después del trabajo, tras dar cuenta de la misión a la que fueron enviados, Jesús invita a sus discípulos a descansar juntos: «Vamos aparte a un lugar tranquilo para descansar un poco. Porque eran tantos los que iban y venían que no les quedaba tiempo ni para comer. Y se fueron solos en una barca a un lugar despoblado» (Mc 6, 31-32).
Como es Jesús, así ha de ser el talante y misión de la Iglesia en estos tiempos de amenazas y emergencia. Así como estamos hundidos en esta tormenta sanitaria, cuando no encontramos salidas y cuando se cierran nuestros horizontes, la comunidad creyente está llamada a calmar tempestades, siguiendo el modelo de Jesús, así como nos muestran los textos evangélicos. Y así sobrevivir con hidalguía en estos severos tiempos de encierros.
Solidaridad, como tarea espiritual:
La pandemia nos coloca ante una encrucijada. O volvemos a la “normalidad”, que significa volver a Galilea, a las antiguas ocupaciones basadas en el sálvese quien pueda, a los individualismos, a los encierros de una vida cotidiana sin futuro, ya la lógica conducidos por los poderes establecidos. O vamos descubriendo los gestos que emergen de una prolongada cuarentena que nos sitúa ante una sociedad nueva en ciernes. Retomo lo que venimos diciendo a lo largo de este tiempo: nunca como en estos oscuros tiempos habíamos tenido más consciencia de que somos una humanidad con inmensas expresiones de solidaridad. Precisamente porque nos hemos descubierto desde nuestras fragilidades y pequeñeces. Y que podemos convertirnos en humanidad solidaria. Esas reservas salen a borbotones en estos días, semanas y meses, justamente cuando estamos en el encierro. Cuando hemos andado en espacios públicos y en relación con los demás, salió lo negativo, los individualismos, los encierros en torno al consumismo. Esa ausencia de solidaridad nos condujo progresivamente a un mundo amenazado, y se precipitó con la pandemia.
Retomemos la lección: ni el dinero, ni los bancos, ni las multinacionales, ni el poder de las derechas, ni el de las izquierdas, ni la tecnología, ni el extractivismo, ni el militarismo, ni las drogas, ni el milagrerismo de religiones bulliciosas, nos han conducido a la salvación. Al contrario, nos han conducido a que se precipitara el derrumbe. Y la lección queda abierta: solo la solidaridad salva, solo la solidaridad establece puentes, solo la solidaridad nos descubre como humanos y humanas desde la diversidad de culturas, lenguas, mentes y corazones. Solo la solidaridad nos puede reinventar, a partir de detalles, de pequeñas y cotidianas expresiones. Solo la solidaridad ablanda corazones, por muy duros y tóxicos que sean. La solidaridad convertida en propuestas sociales, políticas, económicas, culturales y espirituales, nos espera a la vuelta de la esquina. Cuál es entonces la mayor tarea espiritual que nos va dejando esta pandemia: convertir todas las incertidumbres, los miedos, las angustias y nuestras fragilidades, en un empuje hacia una esperanza que históricamente se va construyendo.
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