martes, 19 de mayo de 2020
¿Autoextinción del neoliberalismo? ¡Ni lo sueñes!
Por Gilbert Achcar
Por segunda vez en lo que llevamos de siglo, los gobiernos de Norteamérica y Europa intervienen masivamente con fondos públicos y en conjunción con los bancos centrales para rescatar sectores enteros de la economía y evitar un colapso económico general. La operación de rescate actual, requerida por la pandemia de la Covid-19, ya ha alcanzado una escala mucho más elevada que la que se lanzó frente a la crisis financiera de 2007-2008. Estas operaciones chocan con los principios básicos del neoliberalismo, pues constituyen una intervención reguladora masiva del Estado para refrenar el mercado, cuando la desregulación y la “supervivencia de los más capaces” en el mercado son elementos centrales de la ideología neoliberal.
También chocan con la austeridad presupuestaria, si bien esta última no es un precepto común a todos los gobiernos neoliberales. Es un principio sacrosanto en Europa, donde el neoliberalismo neoclásico británico se fusionó con el ordoliberalismo alemán. Pero no forma parte de un consenso neoliberal en EE UU, donde paradójicamente los Demócratas, a los que los Republicanos solían acusar de recaudar y gastar al estilo keynesiano, se han erigido en campeones de la disciplina presupuestaria en la era neoliberal, mientras que estos últimos han venido desarrollando, desde Ronald Reagan, una política original de recortar impuestos (para los ricos) e incrementar el gasto (militar), que ha generado unos déficit federales gigantescos.
Queda el hecho, de todos modos, de que los gobiernos neoliberales occidentales han violado su doctrina por dos veces –la segunda, a una escala muy amplia– con motivo de dos crisis sucesivas de una magnitud tal que justifica el calificativo que han merecido cada una de ellas, a saber, la peor desde la Gran Depresión que comenzó en EE UU en 1929. El Gran Confinamiento (Great Lockdown), la etiqueta que el Fondo Monetario Internacional (FMI) ha adoptado para designar le profunda crisis económica derivada de las consecuencias de la pandemia Covid-19, ya ha descendido a unas profundidades mucho mayores que la Gran Recesión (Great Recession), el nombre que el FMI comenzó a utilizar en 2009 para referirse a la crisis anterior. La pregunta crucial ahora es esta: ¿Cuándo tocará fondo la crisis actual y cuánto tardará después el mundo en recuperarse?
La magnitud del desastre económico actual es tal que ha hecho revivir y ha alimentado la esperanza de que dará pie a un cambio global importante de las políticas y prioridades económicas. En este contexto, Naomi Klein cita a uno de los principales enemigos del keynesianismo y un impulsor clave del cambio neoliberal: Milton Friedman. Al comienzo y al final de un vídeo que ha publicado ella recientemente, titulado “Coronavirus Capitalism—and How to Beat It”, muestra la misma cita del libro de Friedman publicado en 1962, Capitalism and Freedom, que reprodujo por dos veces en su libro La doctrina del shock: “Solo una crisis –real o percibida– da lugar a un cambio verdadero. Cuando esta crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente.”
Mientras que Klein utilizó esta cita en su libro como clave para entender lo que llamó la doctrina del shock, y la repite en el vídeo con aprobación, comentando que “Friedman, uno de los economistas del mercado libre más extremistas de la historia, se equivocó en muchas cosas, pero tenía razón en esto. En tiempos de crisis, ideas aparentemente imposibles se tornan de pronto posibles”. En efecto, la noción de que puntos de vista progresistas como los que defienden Klein y Bernie Sanders han sido vindicados por la crisis se ha generalizado, incluso en el Financial Times, donde el editor adjunto Janan Ganesh escribió un artículo el 18 de marzo titulado “The Sanders worldview wins even as Bernie loses”. Un día antes, la revista británica The Spectator, favorable a los conservadores, invitaba a Boris Johnson a “copiar del manual de Corbyn”.
Para cualquiera que recuerde la anterior crisis económica, esto le debe sonar a déjà vu. La expectación de entonces era bastante más intensa, a pesar de que la crisis actual es más profunda, puesto que la Gran Recesión fue el primer shock importante de la era neoliberal y también la primera vez que gobiernos neoliberales recurrían a una intervención masiva del Estado para refrenar la crisis. Newsweek salió en febrero de 2009 con una portada en que proclamaba que “ahora todos somos socialistas”. Releer hoy el artículo es harto divertido: comienza citando al “congresista por Indiana Mike Pence, presidente del grupo parlamentario Republicano y ruidoso enemigo del estímulo de casi un billón de dólares decretado por el presidente Obama” y su anfitriona Fox News, epítome de noticias realmente falsas, que calificó la propuesta de “socialista”.
El artículo de Newsweek comentaba que esta acusación “parece extrañamente fuera de lugar. El gobierno de EE UU, bajo una administración conservadora Republicana, ya nacionalizó efectivamente el sector bancario e hipotecario”. Y continuaba abundando en la paradoja: “La historia tiene sentido del humor, pues el hombre que sentó las bases del mundo que ahora gobierna Obama es George W. Bush, quien procedió a rescatar el sector financiero el pasado otoño con 700.000 millones de dólares. Bush clausuró la Era Reagan; ahora Obama ha ido más lejos, revirtiendo la reducción del Estado que llevó a cabo Bill Clinton.”
Esta ilusión se basaba en una confusión entre un préstamo pragmático y temporal tomado del manual keynesiano, para parafrasear a The Spectator, y un cambio radical de la política económica y social a largo plazo. No duró mucho la cosa, como no dejó de señalar Ganesh en el Financial Times:
Nos hallamos en una fase temprana de una de las discontinuidades periódicas de la historia del pensamiento económico. La más nítida, quizás, desde las crisis del petróleo de la OPEP que propulsaron a los defensores del mercado libre en la década de 1970. El lector tal vez proponga también el crash de 2008, tras el cual una biografía de John Maynard Keynes anunció el “retorno del maestro”. Bueno, fue un fenómeno efímero. Desde tiempo antes había recortes presupuestarios por todo el mundo occidental. En EE UU teníamos el movimiento Tea Party, la neutralización del presidente Barack Obama por un Congreso Republicano y la ofensiva de su sucesor contra el Estado administrativo.
“Esta vez parece diferente”, añadió Ganesh. Pero esto también es una sensación recurrente. El ejemplo más reciente se produjo poco antes de la explosión de la pandemia, cuando Joseph Stiglitz, el famoso antiguo economista jefe del Banco Mundial, anunció (después de incontables otras personas) el “fin del neoliberalismo”. Esta vez parece diferente, podría haber escrito también Stiglitz cuando afirmó que “si la crisis financiera de 2008 no consiguió que nos diéramos cuenta de que unos mercados sin restricciones no funcionan, la crisis climática sin duda debería convencernos: el neoliberalismo pondrá fin literalmente a nuestra civilización”.
Se entiende que la mayor gravedad de la crisis económica actual de la Covid-19, aunque tiene un alcance histórico mucho menor que la crisis climática, ha dado pie a un montón de nuevos obituarios del neoliberalismo, todos ellos, por cierto, más bien prematuros. Un ferviente columnista neoliberal de la revista de negocios Forbeslos confundió con obituarios del capitalismo al lamentar que “los intelectuales de izquierda están felices”, acusándoles de lo que él creía que es alegría por la desgracia ajena. De todos modos, reconocía que la crítica de izquierda al neoliberalismo (capitalismo a secas, según lo entiende él) ha ganado terreno con los años, llamando a los correligionarios neoliberales a “extremar la vigilancia”:
Hace doce años, los anticapitalistas lograron redefinir –equivocadamente– la crisis financiera como una crisis del capitalismo. La falsa narrativa de que la crisis financiera fue el resultado de un fracaso del mercado y de la desregulación se ha consolidado desde entonces en las mentes de la población en general. Y ahora los intelectuales de izquierda están de nuevo esforzándose al máximo por redefinir la crisis del coronavirus para justificar sus llamamientos al todopoderoso Estado. Por desgracia, las posibilidades que tienen de conseguirlo son, en efecto, muy altas.
¿Era este ferviente neoliberal demasiado pesimista sobre el advenimiento del “todopoderoso Estado”? No parece que sea así desde el punto de vista de David Harvey, quien concluyó su largo artículo publicado en Jacobin el 20 de marzo con una perspectiva más bien distópica: en vez de la perspectiva de un Estado de bienestar socialista, un monstruo trumpiano:
la carga de salir de la actual crisis económica se desplaza ahora a los Estados Unidos, y aquí se encuentra la ironía última: las únicas medidas políticas que van a funcionar, tanto económica como políticamente, son bastante más socialistas que cualquier cosa que pudiera proponer Bernie Sanders, y esos programas de rescate tendrán que iniciarse bajo la égida de Donald Trump, presumiblemente bajo la máscara del Hacer Grande De Nuevo a Norteamérica. Todos esos republicanos que se opusieron tan visceralmente al rescate de 2008 tendrán que tragarse sus palabras o desafiar a Donald Trump. Este último, si es sabio, cancelará las elecciones sobre la base de una emergencia y declarará el principio de una presidencia imperial para salvar al capital y al mundo de la “revuelta y la revolución”.
Una semana después, Costas Lapavitsas siguió los pasos de Harvey y descalificó el optimismo de izquierda por considerarlo injustificado, aunque con una visión menos apocalíptica y sin hacerse ilusiones sobre la posibilidad de que el fin del neoliberalismo esté a la vista:
Los dogmas de la ideología neoliberal de las últimas cuatro décadas cayeron rápidamente en el olvido y emergió el Estado como regulador de la economía al mando de un enorme poder. A muchos de la izquierda no les costó gran cosa aplaudir esta acción del Estado, pensando que indicaba el “retorno del keynesianismo” y la sentencia de muerte del neoliberalismo. Pero sería temerario sacar tales conclusiones.
Por un lado, el Estado-nación siempre ha estado en el núcleo del capitalismo neoliberal, garantizando el poder de clase del bloque empresarial y financiero dominante mediante intervenciones selectivas en momentos críticos. Además, estas intervenciones vinieron acompañadas de medidas sumamente autoritarias, encerrando a la gente masivamente dentro de sus casas y aislando enormes metrópolis. […] El poder colosal del Estado y su capacidad para intervenir tanto en la economía como en la sociedad generan, por ejemplo, una forma más autoritaria de capitalismo controlado, en el que primarían los intereses de la elite empresarial y financiera.
Nos hallamos de nuevo ante los dos polos opuestos de optimismo y del pesimismo, utopía y distopía, entre los que ha oscilado tradicionalmente la izquierda radical. Lo cierto es que estas son ante todo proyecciones al futuro de disposiciones individuales y/o colectivas que a su vez oscilan en función de diversas experiencias políticas. Así, el estado de ánimo en la izquierda estadounidense cambió sin duda notablemente desde la víspera del supermartes 3 de marzo y el día siguiente, tras la consolidación de la victoria de Joe Biden en las primarias del Partido Demócrata, como ocurrió también con el estado de ánimo de la izquierda británica entre la víspera del 12 de diciembre de 2019 y la jornada siguiente, tras el triunfo electoral de Boris Johnson.
Sin embargo, tanto la utopía como la distopía son componentes útiles de la cosmovisión de la izquierda, en la medida en que sostienen los polos magnéticos del pesimismo y del optimismo, la cautela y el voluntarismo, el temor a una repetición del pasado fascista y la esperanza de un futuro socialista realmente democrático, que motivan a quienes bregan por cambiar el mundo y convertirlo en un lugar mejor y más justo. El punto en que se detiene finalmente el fiel de la balanza, en el mundo real, dentro de la amplia escala que separa la utopía de la distopía, no viene determinado por condiciones objetivas. Estas últimas no son más que los parámetros entre los cuales han de proceder las luchas de clases e interseccionales. Los grandes cambios en el ámbito de la política gubernamental vienen determinados sobre todo por la lucha social en el contexto de las circunstancias imperantes.
En este punto, Milton Friedman no dio en el clavo. Cuando se produce una crisis, las medidas que se adoptan no“dependen de las ideas que flotan en el ambiente”. Claro que la lucha en torno a las ideas que se concretan en propuestas políticas es importante. Y claro que las medidas de política económica que acaban aplicándose están relacionadas con las ideas que prevalecen, pero no en el conjunto de la sociedad, sino en el seno del grupo social que lleva el timón gubernamental. La analogía entre el abandono del consenso keynesiano de posguerra para abrazar el neoliberalismo y lo que Thomas Kuhn ha llamado un “cambio de paradigma” termina en este punto. Porque a diferencia de las revoluciones científicas, que son fruto de avances del conocimiento, los cambios de paradigma en la economía no son el resultado de alguna decisión intelectual colectiva, teórica o siquiera pragmática.
Como explicó Ernest Mandel en 1980, en el comienzo de la era neoliberal, en su libro Las ondas largas del desarrollo capitalista:
El giro radical de la teoría económica académica a favor de la revolución antikeynesiana no fue tanto un reconocimiento tardío de las amenazas a largo plazo de la inflación permanente. Tales amenazas se conocían bien desde mucho antes de que el keynesianismo perdiera su hegemonía entre los asesores económicos de los gobiernos burgueses y reformistas. Ni siquiera fue esencialmente un resultado de la inevitable aceleración de la inflación… Fue esencialmente el producto de un cambio fundamental de prioridades de la clase capitalista en la lucha de clases. La “contrarrevolución antikeynesiana” de los monetaristas en el ámbito de la teoría económica académica no es más que la expresión ideológica de este cambio de prioridad. Sin un restablecimiento a largo plazo del desempleo estructural, sin la recuperación de un “sentido de responsabilidad individual” (es decir, sin profundos recortes de la seguridad social y los servicios sociales), sin unas políticas de austeridad generalizadas (es decir, estancamiento o disminución de los salarios reales), no puede haber una recuperación rápida de la tasa de beneficio: esta es la nueva sabiduría económica. Esto no tiene nada de muy científico, pero sí corresponde a las necesidades inmediatas y a largo plazo de la clase capitalista, pese a todas las referencias a la ciencia objetiva.
El cambio paradigmático neoliberal fue posible debido a un deterioro paulatino de la relación de fuerzas entre las clases en los países occidentales a lo largo de la década de 1970, con el crecimiento del paro a partir de la recesión de 1973-1975 y los golpes victoriosos asestados al movimiento sindical bajo la dirección de Ronald Reagan y Margaret Thatcher a comienzos de la década de 1980. La intensidad con que se ha venido implementando la “contrarrevolución antikeynesiana” en los distintos países no depende de diferencias intelectuales, sino de la relación de fuerzas sociales en cada uno de ellos. Sirva de oportuna ilustración, con respecto a la sanidad pública, la comparación entre el Reino Unido y Francia, dos países con una población y un PIB más o menos equiparables.
El coste de la sanidad es similar en ambos países, lejos de los niveles desorbitados que alcanza el gasto sanitario en EE UU. Si tomamos como indicador la remuneración anual de un médico o médica, actualmente asciende, en dólares estadounidenses, a 108.000 en Francia y a 138.000 en el Reino Unido (frente a 313.000 en EE UU). El personal de enfermería cobra aproximadamente, en promedio, el mismo salario en Francia y en el Reino Unido. Se ha criticado a sucesivos gobiernos neoliberales en Francia por tratar de descargar una parte del gasto sanitario en los y las pacientes, pero Francia se halla en una posición mucho mejor que el Reino Unido en lo que respecta a la sanidad pública.
Según datos de la OCDE, el gasto sanitario de los gobiernos y los sistemas de seguro obligatorio ha fluctuado, a lo largo de la última década, entre el 8,5 y el 9,5 % del PIB en Francia, frente a una variación del 6,9 al 7,8 % en el Reino Unido. De 2010 a 2017, Francia dedicó todos los años del 0,6 al 0,7 % de su PIB a la inversión (formación bruta de capital) en su sistema sanitario, frente al 0,3 o 0,4 % en el Reino Unido. Por tanto, no es extraño que el número de hospitales en 2017 superara los 3.000 en Francia y no llegara a los 2.000 en el Reino Unido, con un número total de camas de cerca de 400.000 y 168.000, respectivamente. Este número ha seguido descendiendo en el Reino Unido a lo largo de la última década bajo sucesivos gobiernos conservadores. En cuando el número de médicas y médicos, eran más de 211.000 en Francia en 2017 y 185.700 en el Reino Unido. En Francia había 10,8 enfermeras en prácticas por cada millar de habitantes, frente a 7,8 al otro lado del Canal.
Estas cifras demuestran la falta de honestidad y la hipocresía de la campaña de Boris Johnson a favor del Brexit cuando utilizó el sistema sanitario nacional (NHS) como argumento central y culpara a la Unión Europea del estado precario del mismo. Pero la diferencia entre la situación de la sanidad pública entre Francia y el Reino Unido no se debe a discrepancias ideológicas entre los gobernantes de uno y otro lado del Canal; ha sido la resistencia social mucho mayor que existe en Francia, y ninguna otra cosa, la que ha impedido que los sucesivos gobiernos del país siguieran avanzando por la senda neoliberal.
En el Reino Unido, cuando la privatización al por mayor de las empresas de servicios públicos –como la que lograron imponer los conservadores en los sectores de la energía y el transporte– no fue posible, se aplicaron diversas tácticas que no chocaron con una resistencia suficiente. En la sanidad pública se redujo el gasto público y se indujo a las capas más ricas de la población a abandonar el sistema sanitario público y contratar seguros médicos privados, con el fin de establecer progresivamente un sistema sanitario dual, como en EE UU. En la educación superior, este proceso dio lugar a la privatización de la gestión mediante la sustitución de la financiación pública por un incremento masivo de las tasas universitarias, creando así una generación que emprende su vida profesional con la carga de una deuda importante, también como en EE UU.
El resultado de la actual crisis económica relacionada con la pandemia vendrá determinado en cada país por la relación de fuerzas a escala local en el contexto de la relación a escala global. El resultado inmediato más probable no será una de las dos soluciones alternativas opuestas de un abandono poskeynesiano espontáneo del neoliberalismo o de un monstruo trumpiano. Pasará más bien por el intento de los gobiernos neoliberales de descargar en la clase trabajadora la enorme deuda que se está contrayendo actualmente, como ya hicieron tras la Gran Recesión, reduciendo el poder adquisitivo de la gente y su propensión al gasto, llevando de este modo el mundo a una mayor agravación del actual estancamiento secular, como ha advertido Adam Tooze.
El historiador ha concluido con razón: “Tiene más sentido reclamar un gobierno más activo, más visionario, para que dirija la salida de la crisis. Pero la cuestión, por supuesto, es qué forma adoptará y qué fuerzas políticas lo controlarán.” Esta es la cuestión, en efecto. Con nuestras vidas sacudidas por la crisis dual en curso y con la probabilidad de que la crisis económica perdure mucho más allá de la pandemia, lo más inmediato que está sobre la mesa es determinar quién pagará el enorme coste humano y económico de la crisis: ¿quiénes son los principales responsables de la magnitud de ese coste, con décadas de desmantelamiento neoliberal de la sanidad pública y del Estado de bienestar y de priorización de las ganancias financieras, o toda la gente restante, es decir, la gran mayoría de la población?
Podemos predecir con certeza que los neoliberales estarán de acuerdo en incrementar el gasto en la sanidad pública, no sin asegurarse de que salgan beneficiados sus amigos fabricantes de salud. Lo harán no porque se hayan convencido súbitamente de las virtudes del Estado de bienestar o porque les preocupe la gente, sino porque temen las consecuencias económicas de una nueva pandemia o de una segunda ola de la actual. La cuestión es que se inclinarán naturalmente a hacerlo a expensas de otros aspectos del interés público, como la educación, las pensiones o los subsidios de desempleo, haciendo que la gente asalariada pague –con medidas como la congelación o incluso la rebaja de salarios– el coste de volver a encarrilar la economía.
Por consiguiente, la lucha más urgente es impedir que lo hagan siguiendo la vía en que la clase trabajadora francesa se enfrentó a la ofensiva neoliberal de su gobierno contra sus salarios y su sistema de pensiones en 1995 y 2019, es decir, recurriendo a la huelga general o a la amenaza de una huelga general. Esta lucha será crucial de cara a preparar el terreno para una derrota de los neoliberales a manos de fuerzas políticas y sociales como las que estuvieron detrás de la movilización sindical en Francia, del Partido Laborista en el Reino Unido y la campaña de Sanders en EE UU. Solo entonces podrá ponerse fin duraderamente al neoliberalismo.
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