viernes, 22 de mayo de 2020

La tentación del confinamiento



Por Santiago Alba Rico 

El capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más.

Real, escribía hace unas semanas, es la independencia del mundo.

El ejemplo más banal es el hijo. Un hijo es real porque no se puede escapar de él, porque no tiene final; porque no podemos querer –ni siquiera imaginar– su final, aún más real que su existencia misma precisamente porque su existencia es lo más real que existe. No se puede escapar de él; no podemos desprendernos del hijo como de una tablet o de un coche viejo. Nadie, que yo sepa, ha huido de un hijo que llora; es imposible, en efecto, imaginar a una madre de cualquier sexo que, al oír llorar a su bebé, suelta el pañal y huye escaleras abajo. Esa barbaridad pusilánime ni se nos pasa por la cabeza. Si el niño llora en su cuna, acudimos a tranquilizarlo o a alimentarlo o a cubrirlo con una manta. Es completamente real: sabemos que no hay escapatoria.

Tampoco podemos escapar de los brazos del amado o de la amada. Y mientras estamos ahí, “cual vid que entre el jazmín se va enredando”, nos decimos y hasta lo decimos en voz alta: me pareces un sueño. Todas aquellas cosas de las que no podemos escapar y de las que nos decimos que “parecen soñadas” son reales. La realidad, cuando aparece, parece irreal, lo que no deja de ser ilógico y extravagante. Porque al hijo lo hemos esperado durante nueve meses, sabíamos de su inminente llegada, y, sin embargo, su nacimiento, su existencia, su estancia repentina en el mundo nos parece completamente inesperada. No nos lo esperábamos. Eso ocurre también, sí, con el amor, pero asimismo, a escala colectiva, con la revolución, la guerra o la catástrofe. Por eso mismo la realidad, cuando se presenta, lo hace al modo de un déjà vu. Es inesperado el hijo que esperamos nueve meses; y también al revés, lo inesperado, si comparece, revela hasta qué punto lo estábamos esperando. Creo que todos tenemos la sensación de que estábamos esperando, sin saberlo, esta crisis: nos sorprende justamente porque nos había sido anunciada. Y eso explica en parte, más que el miedo o junto al miedo, la mansedumbre y el sentido de la responsabilidad con que hemos aceptado el confinamiento.

La realidad, cuando aparece, parece irreal. ¿Pero qué ha aparecido en este caso? ¿Y por qué nos parece irreal? 

Por primera vez nuestras vidas, todas las vidas, en Roma, Madrid, Túnez, París, están sincronizadas por el virus. No ha ocurrido nunca antes. La pandemia de coronavirus no es –ni mucho menos– lo peor que le ha ocurrido a la humanidad, pero sí lo primero que le ocurre a la humanidad como sujeto-especie consciente. La amenaza nuclear desde 1945 y el cambio climático, anunciado desde los años 70 del siglo pasado, definía ya una temblorosa Humanidad común, pero inalcanzable para la experiencia cotidiana. Todas las catástrofes, hasta ahora, han sido “locales” o livianamente ignoradas desde lejos. Lo mismo puede decirse de las revoluciones y de los placeres. Por muchos millones de espectadores que vieran una final olímpica o un Madrid-Barça, esa sincronización no era universal y además duraba, como máximo, un par de horas. Por muchos millones de personas que murieran –y mueran– en guerras y tsunamis esa experiencia era –y es– invivible fuera del lugar de la tragedia, donde la realidad común se ciñe a un espacio limitado. La sincronización entre las vidas que produce el virus es por primera vez, precisamente, la vida. Nuestra vida. Nuestra nueva vida, volteada por el virus y regulada por las medidas tomadas contra él. ¿Qué vida es ésta?

He dicho que hasta hoy la humanidad no había compartido nada. No es verdad. Hay una cosa que  compartimos todos los humanos al mismo tiempo mientras estamos vivos: la mortalidad. Ahora bien, de la mortalidad, como de la miseria, sí podemos huir por procedimientos antropológicos, estupefacientes o imaginarios; y eso es normal y casi bueno. Las sociedades humanas serían inviables si estuviesen presididas por la conciencia inmediata de la muerte individual; si escuchásemos sin parar el tic-tac de la degradación de los órganos en nuestros cuerpos. Pero una cosa es no vivir ininterrumpidamente la mortalidad, condición de la supervivencia, y otra muy distinta no tomarla en cuenta ni siquiera delante de un cadáver. De hecho, si algo caracterizaba a nuestras sociedades occidentales es que sus habitantes, más que compartir la realidad de la mortalidad, compartían la ilusión de la inmortalidad, y con tanta más seguridad cuanta más gente de otras razas u otras geografías moría a nuestro alrededor. Y de pronto el virus y las medidas tomadas contra él hacen que nuestras vidas sincronizadas se vean sincronizadas por la realidad irreal de la mortalidad, así como por unas rutinas de confinamiento que alteran de manera simultánea el tiempo individual y el tiempo del capitalismo.

La cuestión es que esa realidad –como el sexo en la conocida película japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima– se ha vuelto completamente dominante, y ello hasta el punto de que no sólo ha desterrado las ilusiones de la normalidad fantasiosa en la que vivíamos sino que ha puesto fuera de juego, cautelarmente, todas las otras realidades. El 27 de marzo, pocos días después del establecimiento del estado de alerta, en el pueblo donde paso el confinamiento murió un hombre. Murió a sesenta metros de mi casa, a dos calles de distancia. La sacudida de la noticia quedó enseguida sumergida en una indiferencia fría y casi desdeñosa al enterarnos, pocos segundos después, de que no había muerto a causa del coronavirus. ¡Había muerto asesinado a hachazos! Una noticia que en cualquier otro momento habría conmovido y excitado a todos los habitantes del pueblo, y habría generado habladurías febriles y estremecimientos numinosos, y abundante amarillismo periodístico, nos dejó a todos indiferentes y –por qué no decirlo– aliviados. Frente a la sincronía de la pandemia, esa muerte –tan espantosamente real– era una muerte acrónica, a destiempo, que no sincronizaba nuestras vidas sino que más bien las desajustaba de un modo casi inoportuno y, por eso mismo, inatendible e irrelevante. Si no había muerto por el virus, ¡es que no había ocurrido nada! Me acordé de las primeras páginas de La montaña mágica, cuando Hans Castorp empieza a “aclimatarse” al tiempo enfermizo del sanatorio, presidido por la sombra de la Tuberculosis, que va deslizándose en todos los pulmones y que “distingue” –pero como una distinción nobiliaria– a los residentes en tratamiento en la Montaña de los banales hombres sanos del valle (“allá abajo”), donde se muere siempre de otra cosa. Hasta tal punto el bacilo de Koch ha sincronizado esas vidas descritas por Thomas Mann que, cuando uno de los huéspedes acude a la consulta médica aquejado de una enfermedad fulminante que lo matará sin remedio en pocos días, el dr. Behren le dice, tranquilizador, tras examinarlo: “No tiene de qué preocuparse. No es tuberculosis”. Cuando pase la pandemia, me temo, va a quedar un gran vacío en nuestras vidas. Tendremos mono, por así decirlo, de realidad. Nos encontraremos en un mundo vacío de acontecimientos que habrá que llenar de nuevo en una sociedad inevitablemente transformada. ¿Lo haremos mejor que antes? ¿Dejaremos entrar las otras realidades –desigualdades sociales, guerras, catástrofes climáticas– que la ilusión de inmortalidad llamada “normalidad” excluía o buscaremos y nos chutaremos dosis intensas de irrealidad elitista o –del otro lado– de realidad salvaje, instantánea y feroz? ¿Tantearemos una nueva sincronía plural o nos entregaremos al “sálvese quien pueda” de las acronías paralelas y los destiempos sin nexo (época neovieja de solitarios con mascarilla y comunidades enmascaradas y autoconfinadas en identidades de grupo sin ventanas y con troneras)? 

Lo inquietante, en todo caso, es que esta “sincronizacion vital” sin precedentes es indisociable de nuestra dependencia tecnológica, que el confinamiento ha agravado, revelando todas sus ventajas y todos sus peligros. La “conciencia de especie”, digamos, es digital y, por eso mismo, impura, paradójica, llena de riesgos antropológicos. No sólo porque económicamente estamos reforzando el capitalismo digital (Amazon y compañía) sino porque esta dependencia consuma una tendencia o tentación de confinamiento tecnológico ya presente en nuestras vidas “normales” de “allá abajo”.  El confinamiento nos ha encerrado en el espacio físico, del que huimos a través de los intestinos de la red, de cuya existencia sin interrupciones dependemos para abastecernos no menos que para comunicarnos con el exterior. Telatrabajamos, tele-estudiamos, telecompramos. Así que el confinamiento, que entraña la posibilidad de recuperar el cuerpo y su mortalidad, también induce la tentación de abolirlo definitivamente. Especialmente las nuevas generaciones, nacidas y moldeadas en la “distancia social” del móvil y la tablet, ¿sentirán la necesidad de volver a la calle o, por el contrario, la infinita pereza de tener que afrontar de nuevo el espacio lento y sin vida de las plazas, los autobuses, los cuerpos, las montañas? En este sentido aún nos podría ocurrir algo peor que una pandemia: y es un apagón informático, una catástrofe digital que nos confinara en nuestros cuerpos y nos obligara, como en el neolítico, a usarlos para pedir amor y pan. Imagino que en algún momento, antes de eso, cuando se levante el confinamiento, habrá que hacer campañas de recuperación de la fisicidad; y hasta montar piquetes revolucionarios –cuando ya no esté prohibido pero sí mal visto– que agarren manos, roben arrimos y den palmaditas en la espalda a conocidos y desconocidos. Habrá que ver asimismo cómo cambian las relaciones sexuales. ¿Se producirá un estallido de sexualidad indiscriminada o, al contrario, una inhibición onanista a la japonesa? Puede que, tras esta experiencia, un cuerpo desnudo y cercano nos parezca demasiado “crudo”. Y vestido demasiado desnudo.

¿Y el tiempo? El tiempo del aburrimiento es lento, es tiempo estancado en el cuerpo, pero en la memoria, retrospectivamente, se percibe como tiempo uniforme que ha pasado en un solo bloque y de una sola vez. El tiempo de la aventura, de la variedad, del acontecimiento, es al contrario rápido, pero en la memoria se presenta diferenciado, rico y denso. En cuanto al tiempo del confinamiento, es paradójico: porque, encajonado o aprisionado en un espacio estrecho, él mismo se vuelve espacio, de manera que se recorre la jornada en los mismos cuatro pasos con que recorremos la habitación: de un solo paso, sí, ha llegado la noche. ¿Y el tiempo de las nuevas tecnologías? No es tiempo estancado y no es tiempo variado. Es el discurso mismo del tiempo desplegado en una ráfaga erosiva, pulverizado en una aceleración de fotogramas más rápidos que el universo. Hay memoria de la costumbre y hay memoria de la aventura. No hay memoria del tiempo tecnológico. Internet es un órgano rumiante que no distingue entre la ingestión y la evacuación. Y una escupidera que no devuelve la saliva.

El capitalismo no es un sujeto y, por lo tanto, no piensa. Es una estructura que determina los márgenes de intervención de los sujetos –y sus pensamientos– y que se reproduce a su vez a través de las decisiones individuales que moldea. Por este motivo se hace presente, de manera simultánea, como un modo de producción, una civilización y una medida del tiempo que, por su propia dinámica interna, ha acabado por ceñir los límites mismos del universo, por fuera y por dentro: un estado del mundo y un estado del alma, como diría Kafka. Por eso mismo, y al contrario que otros modos de producción y otros modelos civilizacionales, ya no tiene exterior. No hay ningún “afuera” en el que cultivar un huerto ni ningún desierto al que huir de las tentaciones. Todos dependemos de él, los ricos y los pobres, los veganos y los caníbales, los fachas y los comunistas. No cabe ya en él ni un Thoreau ni un Unabomber. O mejor dicho, caben perfectamente en él, y con sus extravagancias reproducen también esa estructura que no piensa ni desea pero que aquilata nuestros pensamientos y deseos; y que no tiene ningún plan pero que obliga a sus gestores y beneficiarios  –heterogéneos y pugnaces– a hacer solo planes a muy corto plazo.

Que no piensa –y que sólo hace planes a corto plazo– se demuestra en el hecho de que ha generado un sistema de dependencias que, como decía alguien hace poco, no es ni viable ni transformable, y ello precisamente porque convierte todas las bendiciones en maldiciones y todas las utopías en distopías. Un ejemplo particularmente paladino es el del petróleo. Ayer leía en la página The oil crash, de Antonio Turiel, una buena noticia, de la que ofrezco aquí una versión muy simplificada y narrativa: el consumo del petróleo ha disminuido en un 30% gracias a la pandemia y es muy probable que su caída –tanto en consumo como en precio– se precipite en picado todavía más. Esto debería ser saludable para el planeta y esperanzador para las economías individuales. Pero resulta que no. Es una maldición. Porque el capitalismo se ha preparado para producir petróleo, no para dejar de producirlo, y hay que sacarlo de la tierra sin parar, a riesgo de que los pozos se petrifiquen sin vuelta atrás; y el ya sacado no se puede almacenar más de seis meses sin que su putrefacción genere más problemas ecológicos de los que ahorra su combustión en el aire. Así que, con independencia ya de los beneficios, la supervivencia material de todos depende de que minemos sin cesar las condiciones materiales de supervivencia de todos. O de otra manera: el capitalismo, que no piensa, es una estructura que nos obliga a pegarnos voluntariamente un tiro en la nuca para mantener con vida una estructura de la que dependemos para podernos pegar un tiro en la nuca unos días más. 

Otro ejemplo –para terminar– es el de la medicina. Hace unos días leía con inquietud un artículo de David Cayley, discípulo y amigo del teólogo y filósofo Ivan Illich, en el que se resumían las advertencias recogidas en Némesis Médica, un polémico libro de finales de los años 70 del siglo pasado. Allí Illich exponía los peligros de la institución médica, a partir del presupuesto de que todas las instituciones empiezan haciendo el bien y, si no saben mantener el equilibrio, acaban haciendo el mal. La institución médica, que nació para ampliar a todos los desconocidos –según su visión religiosa– el radio de acción de la caridad cristiana, devino en la segunda mitad del siglo XX un “sistema” autónomo y omniabarcante de anulación y confiscación de los cuerpos, expropiados de sí mismos y de su propia muerte. La medicalización de la vida se tradujo, según Illich, en una dictadura iatrogénica; es decir, en una dictadura de los efectos colaterales negativos de esta intervención médica masiva y minuciosa. Illich se refería no sólo a las muertes en hospitales, por errores o infecciones adventicias, sino, sobre todo, a la iatrogénesis social y cultural; al hecho, es decir, de que los ciudadanos occidentales hemos puesto nuestras vidas –y nuestras muertes– en manos de una Medicina a la que pedimos y que promete garantizarnos una Seguridad Total; una Medicina “sistematizada” que busca anticiparse siempre a todo riesgo y que, en nombre de la protección prospectiva, induce y satisface “un deseo patológico de salud”, colaborando tentacularmente en lo que Foucault llamó “biopolítica”. 

A partir de aquí, David Cayley cuestiona el modo en que se ha abordado, desde este Sistema Médico, la pandemia del coronavirus, apostando de algún modo por la necesidad de “correr riesgos” frente al confinamiento severo y universal. No es que Cayley asuma la posición inicial de Trump o de Johnson. Su texto es provocativo pero prudente. Lo que hace es utilizar las medidas de los gobiernos –dictadas por expertos en epidemiología– para revelarnos esta “dictadura médica” que venimos asumiendo desde hace años como natural y beneficiosa, olvidando no sólo los miles de muertos de la iatrogénesis clínica sino, sobre todo, la dejación de derechos existenciales que ella entraña: de la farmacologización de la vida –de trágica vigencia– a la muerte en residencias, en soledad y sin despedida ceremonial. Y Cayley se pregunta si no habrá muchos abuelos que –como él mismo– elegirían, si se los dejara, sacrificarse en favor de los más jóvenes: que elegirían, es decir, la libertad de arriesgarse y morir en lugar del “confinamiento en la supervivencia” impuesto por una Medicina que, en su afán de asegurar la salud, reprime libertades antropológicas y metafísicas elementales. Este derecho a la “libertad del riesgo”, por cierto, se ha hecho presente en España estos días en las protestas de nuestros mayores, que exigen que no se les excluya, por razones de edad, del futuro alivio del confinamiento y se les reconozca, como ciudadanos mayores de edad, su derecho, no lesivo para los demás, a salir a la calle –y exponerse, si así lo deciden– en igualdad de condiciones que sus vecinos más jóvenes.

Illich y Cayley explican mucho mejor que yo algunas de mis reflexiones de los últimos años. Lo único que le reprocharía a Cayley, quien por lo demás, como digo, es bastante prudente en sus propuestas, es que la pandemia en ningún caso ha permitido plantear una alternativa fuera del Sistema. Lo más inquietante es que esta crisis ha revelado precisamente la ausencia de un exterior y, en todo caso, la lucha entre dos Sistemas muy entrelazados o –dicho del modo más rotundo– íntimamente conniventes, provisionalmente separados por la disrupción de la pandemia. Cuando Trump cuestiona el Sistema médico no lo hace desde el cristianismo illichianosino desde el Sistema capitalista neoliberal, que sería el que, en lugar del Médico y en lugar del abuelo mismo, decidiría la cuestión de “qué hacemos con el abuelo”. Por desgracia nos movemos en esta disyuntiva, pues hace tiempo que hemos sobrepasado esa fase –“mesopotamia humana”, la llamaba yo, “equilibrio”, dice Illich– en la que los seres humanos estaban lo bastante dotados de cuerpo como para ver en el cuerpo mismo un equilibrio reñido entre la vida y la muerte y no un “sistema” potencialmente confiado a la eternidad y amenazado desde fuera por una muerte siempre injusta y –como el dios de los judíos– ya casi innombrable. El cuerpo como “sistema”, tecnológicamente explorado y vigilado, es nuda vida; el cuerpo previo al sistema era tan vulnerable y friolero que sería un error echar de menos la Peste Negra, pero integraba, en todo caso, la vida y la muerte en un solo molde, confundidas en el mismo lecho. Antes del capitalismo, por así decirlo, éramos bígamos: nos acostábamos con la vida y con la muerte al mismo tiempo; y algo de eso habría que salvar al hilo de la crisis. Creo que la obra de Illich es en estos momentos más valiosa que nunca, no para llamar a dejar morir a los ancianos, claro, sino para entender ese contexto sistémico en el que ya no está en nuestras manos decidir, en ningún campo, sobre nuestros cuerpos. Y mucho menos sobre su final. Pero no nos equivoquemos. Porque la alternativa real, al contrario de lo que piensa o propone Cayley, no es “que decida el abuelo”. En estos momentos –incluso en términos de modelo de Estado– el conflicto no se da entre dictadura médica y libertad de morir; tampoco entre libertad de morir y dictadura de mercado. Se da entre Dictadura Médica y Dictadura de Mercado. “Riesgos” y “sacrificios” ya sólo los pide esa economía neoliberal que niega la corporalidad misma que ella explota, distribuye y encadena. Frente a eso el hospital público, incluso infradotado de recursos, se nos antoja Jauja y Cucaña y Utopía. Habría que arrancar esos términos –como tantos otros– de las manos de los neoliberales que citan a Adam Smith con el propósito de destruir países enteros y devolvérselos a los “cristianos” como Illich y Cayley. No vamos desgraciadamente por ese camino. No queremos ni riesgos ni sacrificios y dejamos, por tanto, que se nos “arriesgue” y se nos “sacrifique” (como ocurre estos días con los trabajadores no confinados o despedidos). Por eso deberíamos aprovechar el confinamiento, que ha desmedicalizado radicalmente nuestra vida cotidiana (porque nadie va ya al hospital si no tiene el coronavirus y porque, según me cuenta un amigo médico, ha disminuido drásticamente el número de ictus e infartos desde el 14 de marzo) para cuestionar también el Sistema Médico, basado en los protocolos tecnológicos, las urgencias “masculinas” y la farmacologización de la existencia. Ahora bien, para poder hacer eso no basta con oponerse al Sistema Médico, que es sólo relativamente autónomo, y defender en su lugar la medicina como ciencia y como arte; atrapados como moscas en la red de dependencias de la civilización capitalista, sólo podremos desmedicalizarnos –y recuperar nuestro cuerpo y su cónyuge la Muerte– si cuestionamos el Sistema Capitalista, secuestrador de cuerpos y cuidados, que quizás es contemporáneamente inviable e indestructible; que quizás sólo permite elegir entre la protección institucional de vidas pasivizadas, con sus efectos iatrogénicos a veces terribles, y la desprotección selectiva de la mayor parte de la población.

Aferrémonos a este quizás con todas nuestras fuerzas colectivas.

* Santiago Alba Rico es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).

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