miércoles, 27 de mayo de 2020

Una tumba neoliberal



En el cementerio de la historia cavan ya una fosa para sepultar a la doctrina económica moribunda del neoliberalismo. Moribunda, aunque tarde en morir, porque su promesa de prosperidad, sustentada en la idolatría del dinero y del mercado, se estrelló violentamente contra la realidad de un mundo social y ecológicamente insostenible. Una pandemia, originada por un microorganismo insignificante, ha servido para desnudar esa insostenibilidad. Lo profundo de la desigualdad social y los muchos daños provocados al ecosistema han facilitado el trabajo del COVID-19. La moraleja de esta historia es que la supervivencia humana yace al borde del precipicio, reclamando la urgencia de cambios sociales que ayuden a construir armonía social y ecológica a niveles planetarios.

Los rápidos avances de la ciencia y la tecnología, más la exacerbada ambición por la riqueza y el poder, han hecho de la prepotencia una característica humana que nos ha impulsado a romper dos equilibrios que, como especie, debíamos respetar para ganarnos el derecho a ser huéspedes de la nave planetaria. Una es la armonía con la naturaleza, a la que hemos pretendido subyugar, olvidando que su existencia, como madre proveedora, precede a la humanidad y habrá de contemplar su ocaso. La otra es la armonía entre los propios humanos ––separados por fronteras, clases sociales, etnias, género y diversos prejuicios etnoculturales–– de la que nos aleja un creciente individualismo que menosprecia la solidaridad y que hace rito de culto al mercado y al dinero.

La doctrina neo-liberal ha servido de alimento vitaminado para la religión individualista de los últimos tiempos, pues su recetario de políticas entroniza al mercado en el altar principal de las naciones. Desplazó al bienestar humano en cuanto objeto de dedicación estatal y lo sustituyó en el nicho prominente por la santísima Trinidad del mercado, el lucro y el consumo. Un dogma de fe disfrazado como ciencia.

Según los ortodoxos de la doctrina neoliberal, el Estado ––cuya existencia preferirían desconocer–– debería limitarse a crear condiciones favorables al mercado, tales como reducir los impuestos a las empresas y a la vez construir facilidades para la circulación de mercancías e información financiera; contener la ambición de los sindicatos y los luchadores sociales, cuyas demandas ponen en riesgo la ganancia, y luego, con el sobrante, sostener sistemas de salud y educación limitados al fin simple de garantizar la reproducción de la fuerza laboral. Su tesis del “derrame” hace creer que la riqueza por ellos acumulada bañará la tierra con abundantes leche y miel, como en el antiguo mito de Jauja, y saciará el hambre de los menesterosos.

Cuando se les deja a sus anchas, la competencia y la búsqueda del lucro máximo arrastran al mercado hacia la concentración de la riqueza en pocas manos, lo que convierte a la expectativa del derrame más en una falacia que en contundente evidencia, Las imperfecciones del Estado de Bienestar y la crisis que causó el incremento del precio del petróleo, al ocaso de la década 70, dieron paso a una reforma de la biblia económica y los pensadores de la Escuela de Chicago escribieron nuevos preceptos de lo que la crítica bautizó posteriormente como doctrina neoliberal. En esa biblia revisada el Estado es un mal contemporáneo pues sus políticas impositivas y redistributivas ahogan al mercado. Pero en Honduras el Estado de Bienestar nunca pasó de ser caricatura: la de la república bananera. El neoliberalismo se encargaría, en cambio, de trazar otra figura para el escarnio: el paraje de maquilas y ciudades modelo, abierto a todo negocio (open for business) incluyendo sin escrúpulos el alquiler de la patria y la venta de la soberanía.

Como extremo de esa práctica doctrinaria llevamos dos décadas sin construir un hospital importante, clínicas o laboratorios, y lo que nos heredan los gobernantes neoliberales son instalaciones sanitarias desabastecidas, desprovistas de insumos básicos, faltos del personal adiestrado, sin disponibilidad de plazas nuevas mientras seis mil médicos sin empleo y miles de técnicos y enfermeros se desgastan buscando quien los apadrine para conseguir un puesto o un contrato. Honduras ha dejado de ser país para degradarse en una guarida de Ali Babá y los cuatrocientos ladrones del cachurequismo, que es la expresión más grotesca del pensamiento depredador, si merece llamarse pensamiento.

La casa robada
La pandemia ha puesto a la vista las enormes carencias del Estado hondureño en los campos médicos y sanitarios, así como dejado al desnudo la forma en que el modelo neoliberal asaltó a la casa común —la patria misma—, revelando la estructura desigual de nuestra sociedad violenta, una donde sólo 30% dispone de empleo digno, con 4.6 millones de personas sin acceso al agua potable y con la tierra agrícola volcada a la producción de artículos exportables en vez de dedicados a la alimentación local.

Reacción y acción
Si sabemos que tenemos capacidad para construir otra Honduras justa y equitativa, ¿qué esperamos entonces para actuar y edificar una nación que potencie su patrimonio humano y productivo? Ya nadie duda que ocupamos un cambio profundo, que tampoco es gratis ya que demanda transformaciones políticas, éticas, culturales y jurídicas, o sea un nuevo contrato social que reinstale todo: los eventos, las estructuras, los sistemas, los modos político-económicos y culturales, así como lo que concierne —en derechos y deberes— a cada quien dentro del entorno de esa futura nación, cuya meta fundamental es ser feliz siendo justa.

El verdadero cambio sólo ocurre tras que lo acepta y organiza en su mente un pueblo consciente de sus aspiraciones y potencialidades, por lo que ante un Estado saqueado la sociedad diseña otra agenda innovadora y transformadora. Si el virus ayudó a exhibir la decadencia de la doctrina neoliberal, remendar la vieja agenda sería un contrasentido, y lo que debe hacerse es sustituirla por un modelo político y económico humanista, no importa cómo lo titulen, pero sí funcionalmente articulado entre las fuerzas que activan a la nación: campesinos, obreros y artesanos, empresa privada, organizaciones emprendedoras y defensoras de derechos, académicos e intelectuales. Esta ya no es una urgencia meramente política, es ética. Deviene imperativo construir un Estado garante de la armonía jurídica y del bienestar común pues, o le recomponemos la moral íntima a este país o seremos todos cómplices de su colapso.

Apresuremos, entonces, a la historia. Aprovechemos el desorden activado por el virus para revolucionar la vida hondureña desde dentro y hacer que emerja tras este cataclismo natural una nación fuerte, humana y solidaria, honesta y sobre todo plenamente dotada con justicia e igualdad.

Ciento cuarenta millones de personas sobreviven en América Latina y El Caribe en trabajos informales, según la OIT. La pandemia ha desnudado la precariedad y la vulnerabilidad en la que viven y también los hace asomarse al abismo de la hambruna. En Centroamérica han empezado a usar banderas blancas para mostrar su tragedia y en México los comerciantes lamentan la falta de protección del Estado.

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