jueves, 28 de mayo de 2020

Nostalgia de la calle



Por Melissa Cardaza *

Después de la enésima reunión en una de las plataformas virtuales en las que lanzamos miradas oblicuas, bajo diversos tonos de luz sobre los rostros de amigas y compañeras, o las ya acostumbradas imágenes congeladas en un gesto angustiado o divertido, no puedo evitar una ebullición interna, una cosa que me sube a la garganta, algo que se atora y no reconozco bien.

Sigo el día. Mucho trabajo, escritura, cocina, ropas acechando por todas las esquinas, oficios multiplicados de un modo tan perverso que solo hay fatiga y un insomnio largo como las noches de toque de queda; a los que sumo una cierta urgencia para mirar en serio la tierra y sus posibilidades, esa que siempre ha estado ahí desnuda al sol, habitada de animalitos pequeños e insolentes que siguen el curso de su especie; ella que de pronto me aparece salvadora de más desgracias que se asoman en el horizonte de humo en que nos tiene este mayo incendiado y falto de lluvia.

El cuerpo me pide café. Y, la cafeína, que todo lo puede, va soltando el nudo. Tengo rabia del encierro y una tremenda nostalgia de la calle. No solo la de la que, me lleva a andar de un café a una visita, o de un mandado a otro. No solo la calle de las encontradas, las movilizadas, las vagas a secas; o la que trae el rumor de la gente que se gana la vida y a veces la pierde ahí mismo. Aunque también de esa calle tengo una nostalgia que me atosiga.

Rabia de esta obediencia forzada que mandatan quienes hacen mal con toda la intención y la malicia de sus apellidos, que se roban el dinero nuestro y han organizado, desde hace muchos soles, esta desgracia en el sistema de salud que hoy tiene nombre de virus y data de nacimiento en un oriente lejano, pero que harto conocemos porque el neoliberalismo catracho es ejemplar y orgullo de los ladrones internacionales del FMI.

Rabia de hacerles caso a esos gendarmes del extractivismo, que no han detenido las mercancías, los árboles arrancados a las montañas, los minerales del centro de la tierra, las producciones de las maquilas, las leyes oprobiosas, los asesinatos de las mujeres, las violaciones de niñas y que custodian el bienestar a domicilio de unas clases sociales que no serán objeto del virus, porque no le pega a todo el mundo igual, como nos quieren hacer creer.

Nostalgia de la calle que tanto nos ha costado tomar y que tan bien nos andaba saliendo este recién pasado 8 de marzo. Esa que tanto costó a nuestras predecesoras, porque aún se exhiben múltiples fotografías de los años cuarenta con la ausencia de mujeres en actividades fuera de la casa, o con presencia de muy pocas, esas que por alguna razón inusual aparecen en medio de conglomerados de hombres.

Imágenes que hacen pensar en las ancestras luchadoras de los años del sufragismo que hacían acopio de toda su fuerza para salir y expresar la emancipadora propuesta feminista que ya ronda en muchos años, lejos de la casa y sus enredos que parecieran naturales. Y, temo el riesgo de perder este legado, si es que nos gana el miedo y nos atribula el discurso oficial de sálvese quien pueda, que de por sí ya ha hecho agujeros en la cultura política hondureña.

De niñas, cuando escuchábamos decir que a una mujer le gustaba callejear, o más aún que alguna en el vecindario era una mujer de la calle, nos sonaba tanto a desprecio como a prohibición anhelada. Las calles de entonces que eran de tierra, de río, de asfalto, de sueños a pie, o en bicicletas, las calles para recorrer solas llenas de pensamientos en la nube del pelo, con una pana de pan caliente para vender, pateando piedras, jugando con otras, rodeadas de árboles desaparecidos, calles enormes que separan los mundos y que designan la aventura y el conocimiento a los privilegiados del género.

Confinadas, encerradas, a ratos definitivamente desesperadas en ese hogar que puede gustarnos mucho o no, más sano y salvo a veces, otras; un riesgo mortal. Un sitio que nos confronta con esa obligatoria búsqueda del placer en tiempo de encierro, y la realidad angustiosa de tantas otras mujeres que claman por alimentos afuera de las puertas de casas y en las esquinas de las calles, cargando niñas y acompañadas de perros asustados. Mujeres de las asambleas y colectividades que hemos construido en este feminismo con tantos límites y más sueños.

Con la calle fortalecimos la voz colectiva.
Hoy solo podemos hablar por turnos y gracias a una tecnología que se paga a las mismas empresas confabuladas con las transnacionales que han deteriorado el mundo y sus modos de vivir, enfermar y morir. En este tiempo parecemos agradecer la energía eléctrica carísima, y la tecnología como si no fueran los rostros de este mismo mal que agobia a las enfermeras, ese progreso pagado tan caro por los pueblos.

Ahora nos toca tragarnos las palabras de los opresores, llamando a un consenso que solo habla de ellos y que se escucha lejos por nuestro silencio forzoso. Discursos atiborrados de propuestas denigrantes, usura de la vida cotidiana, amenaza contra la desobediencia y culpas en los cuerpos que además de cargar otros males hoy tienen que pagar con sus vidas este tiempo de virus. Discursos que no tienen nada que proponer y mucho que ganar con su recomposición de palabras que huelen siempre a la pestilencia glorificada de la mercancía, la ganancia, el consumo, los privilegios.

Es cierto que en los últimos años hemos devenido cada vez más encerradas. Los femicidios han hecho que huyamos de la noche y la soledad en la vía pública y que nuestros tránsitos sean apurados y vigilantes de otros transeúntes, masculinos, que suelen mirarnos con intenciones aviesas, y que protagonizan tanta barbarie patriarcal.

Así y todo, callejeras nos propusimos ser, con el paso de la humanidad en clave de mujeres emancipadas, retando el miedo, recuperando todo lo que nos fue prohibido, las plazas, los espacios de la palabra amplificada, los medios de comunicación, la presencia en la palestra artística, el deporte, las ideas magníficas, el sexo placentero, las palabras todas, y todos los gestos, corporalidades y vestuarios derrochados ante los ojos del mundo, sí, del mundo de la calle. Todo logrado a esfuerzo intencional de miles de mujeres.

Necesitamos pensar cómo evitar que el patriarcado, eje del mal, no se aproveche de esta situación para volvernos a prohibir la calle conquistada, ese lugar lleno de posibilidades, aprendizajes y comunidades.

Y he aquí el café solitario y humeante ante una ventana de luz. Las amigas congeladas en la pantalla, este nudo como de derrota sin batalla y el deseo de volver, a la calle, sola, juntas, todas libertinas hasta donde nos dé la creatividad común, con mucha más reflexión y fuerza que antes, con nuestros pensamientos y pasos en bandada, chirotas, locas, vivas, con ton y son.

* Melissa Cardoza, día 51 de encierro. Cuarentena, segunda temporada.

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