jueves, 26 de marzo de 2020

¿Era Galdós español?



Por Santiago Alba Rico

La recuperación de Galdós se inscribe en esa nueva batalla cultural, activada a partir del 15M, que permite hoy disputar el significante «España» desde la izquierda, como un «invento» originalmente liberal y laico

Diré con la contundencia del converso que, respecto de Galdós y su obra, sólo caben dos posiciones: la de los que lo admiramos sin reservas y la de los que no lo han leído. Entre estos últimos se pueden distinguir, a su vez, dos tipos: el de los que no lo han leído porque no leen nada o porque son jóvenes y no mantienen una relación «letrada» con la literatura; y el de los que creen haberlo leído. Estos -me atrevería a decir- tienen más de 50 años y su convicción de haber leído ya a Galdós se parece mucho a la convicción de haber visto ya la Torre Eiffel o la Estatua de la Libertad sin haber estado nunca en París o Nueva York. Se puede discutir si en París no hay cosas más interesantes y, por así decir, más «profundas» para ver, pero no se puede decir que se ha «visto» la Torre Eiffel si sólo hemos visto las miles de imágenes fidelísimas -postales, fotografías, documentales- que la sepultan. Lo que sí ocurre es que esa catarata de imágenes previas sustituye de tal manera nuestro acercamiento al objeto que acabamos saturados de él y evitándolo o menospreciándolo. La saturación misma es ya una torre que hace prescindible la torre original.

Nuestra generación dio por supuesto a Galdós. Lo leímos en colegios tristes por obligación a una edad en que queríamos sexo o lecturas rebeldes; en un país polvoriento del que huíamos hacia los poetas y novelistas más rebuscados de Francia. Nuestra formación literaria, salvo excepciones (pienso en la fortuna adolescente de Almudena Grandes), se fraguó lejos de don Benito, con Kafka, Proust y Joyce, con los novelistas ingleses, franceses y rusos del XIX, y con la certeza muy «franquista» o, mejor dicho, muy paradójicamente castiza, de que nadie que escribiera en España podía hacerlo bien (a regañadientes aceptábamos quizás a Martín Santos, Miguel Espinosa y Sánchez Ferlosio). Cuando empezamos a leer ya habíamos dejado atrás a Galdós; ya estábamos de vuelta del autor de Fortunata y Jacinta. Lo habíamos leído de cabo a rabo; nos lo archisabíamos de memoria como nos archisabíamos el conjunto irrecuperable de la historia de España.

Curiosamente Galdós, al que la Academia española (no la sueca) negó el premio Nobel, que fue vituperado por la derecha católica, que acabó militando en una alianza entre socialistas y republicanos y cuyos archivos y memoria fueron destruidos por Franco, era considerado en 1975 un escritor «nacional» y españolista y, en términos literarios, se le atribuía esa pluma «garbancera» -según la caracterización de un personaje de Valle Inclán- que escribía con desaliño y reivindicaba, en la estela de Mesonero Romanos, un Madrid viejuno y una España cutre y sin vida. Nada más cierto y nada más falso. Es cierto que Galdós es un escritor «nacional», pero no españolista; y una pluma torrencial, pero en absoluto descuidada; y un defensor de España, pero de la que aún estamos haciendo.

La pregunta es; ¿puede uno disfrutar de Galdós, apreciar sus méritos literarios, admirarlo sin reservas si no se es español? ¿Hay que volverse «español» para descubrir su grandeza? Se podría pensar, en efecto, que la recuperación de Galdós, más allá de la celebración mainstream del aniversario de su muerte, se inscribe en esa nueva batalla cultural, activada a partir del 15M, que permite hoy disputar el significante «España» desde la izquierda, como un «invento» originalmente liberal y laico, según nos recuerda el historiador Alvarez Junco, del que acabó apoderándose la derecha católica a finales del siglo XIX y que con Franco se volvió ya completamente inhóspito. Galdós es sin duda fundamental para esa batalla, pero sus méritos literarios no se disuelven en ella. Al contrario: Galdós no sería útil en esta brega si su obra fuese menor o no tuviese nada que decirnos, narrativa y estéticamente, a los españoles (y catalanes y vascos y gallegos) del año 2020. Si las cinco series de los Episodios Nacionales superan como fuente de conocimiento a la mayor parte de la historiografía decimonónica es porque abrigan la inmediatez fabuladora de una abuela y la ambigüedad viva y concreta de una obra maestra.

Estoy de acuerdo con Américo Castro en que no ha habido y no hay todavía -lo estamos deseando- un novelista español tan grande y tan rico como él, con excepción de Cervantes. Tiene la minuciosidad cabrona de Balzac, pero sin su pomposidad solemne. Tiene el humorismo plebeyo de Dickens, pero sin su patetismo nublado. Es un Balzac bienhumorado; o un Dickens mediterráneo. Para Cernuda, lo sabemos, Galdós era superior a los dos. Es verdad que, entre sus más de ochenta obras, las hay mejores y peores, pero no hay que olvidar que Dickens, además de escribir Pickwick, Casa Desolada o Grandes Esperanzas, escribió también Oliver Twist o La Pequeña Dorrit; y Balzac, autor de Los chuanes, El primo Pons o Las ilusiones perdidas, produjo algunos notables bodrios, como Louis Lambert o La busca del absoluto. De Galdós no me gustan mucho Doña Perfecta o Tormento, muy atrevidas en su momento y hoy ya demasiado «de tesis» o «de época», pero si uno, además de querer entender los cambios sociológicos de la primera Restauración (y de paso de la segunda), desea mudarse a vivir en otros pellejos y orgasmear de satisfacción narrativa no puede dejar de leer las Novelas contemporáneas: desde luego Fortunata y Jacinta, pero no menos Miau, La de Bringas, El doctor Centeno o -quizás mi preferida- Las novelas de Torquemada, con esa escena final en la que el protagonista regresa a Lavapiés, enriquecido y vencido por el régimen, para morir agasajado en el mesón de un viejo amigo plebeyo.

Quizás vuelve hoy Galdós porque España es un poco más decente y al mismo tiempo está de nuevo en peligro. Pero vuelve sobre todo porque su obra misma se había asegurado ese camino: su lengua y su mundo son mucho más actuales, a mi juicio, que los de Unamuno, Baroja o Valle-Inclán, que aceptaron a regañadientes su magisterio y quisieron quitárselo de encima con un poco de desdén. A los jóvenes que no lo han leído, les garantizo que es mucho más divertido y apasionante que Elvira Sastre. A mis coetáneos que creen haberlo leído, les pediría que lo intentaran por primera vez, sin postales legañosas de la Torre Eiffel. Es importante. Si Galdós era español, eso nos permite serlo a todos, por muy cabreados que estemos, o por muy catalanes o vascos o gallegos que realmente seamos; si además era un gran escritor no hace falta ser español, ni dejar de serlo, para descubrir su infinita calidad narrativa. Era español y era y sigue siendo un gran escritor. Su actualidad ilumina la nuestra: porque lo cierto es que sin su obra inmensa no podríamos conocer, imaginar, amar, revisar ni transformar nuestro país.

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