sábado, 6 de abril de 2019
Es hora de sentir pánico
Por David Wallace-Wells *
Traducido por Eva Calleja
El planeta se está calentando de manera catastrófica. Y el miedo puede ser lo único que nos salve.
La era del pánico climático está aquí. El verano pasado, una ola de calor asfixió a todo el Hemisferio Norte, matando a docenas de personas desde Quebec a Japón. Algunos de los incendios más destructivos en la historia de California convirtieron millones de hectáreas en cenizas, derritiendo los neumáticos y las suelas de las zapatillas de aquellos que intentaban escapar de las llamas. Los huracanes del Pacífico obligaron a huir a tres millones de personas en China y arrasaron casi por completo la Isla del este de Hawái.
En la actualidad vivimos en un mundo que se ha calentado solamente un grado centígrado desde finales del siglo XIX, cuando se comenzaron a tener registros a escala mundial. Estamos añadiendo dióxido de carbono que calienta la atmosfera a un ritmo más rápido que en cualquier otro momento de la historia humana desde el comienzo de la industrialización.
En octubre, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático publicó lo que se ha venido a conocer como el informe “del Juicio Final” -“un detector de humo agudo y ensordecedor que ha saltado en la cocina”, como lo definió un funcionario de las Naciones Unidas- que detalla los efectos climáticos de un calentamiento de 1,5º y 2º centígrados. En la apertura de una importante conferencia de las Naciones Unidas dos meses después, David Attenborough, la meliflua voz del programa “Planeta Tierra” (Planet Earth) de la BBC y ahora la conciencia medioambiental del mundo de habla inglesa, lo expuso con más desaliento: “Si no actuamos”, dijo, “el colapso de nuestras civilizaciones y la extinción de gran parte del mundo natural está en el horizonte”.
Los científicos llevan tiempo sintiéndose así. Aunque con frecuencia no lo hayan expresado. Durante décadas, pocas cosas había con peor reputación entre los que estudiaban el cambio climático que el “alarmismo”.
Algo que es un poco extraño. Normalmente no se oye a los expertos en salud pública decir que hace falta prudencia al describir los riesgos de los cancerígenos, por ejemplo. El climatólogo James Hansen, que testificó ante el Congreso sobre el calentamiento global en 1988, ha denominado a este fenómeno “reticencia científica” y ha recriminado a sus colegas por ello, por editar sus propias observaciones tan concienzudamente que no han sido capaces de comunicar lo urgente que realmente era la amenaza.
Esa tendencia se extendió incluso a las noticias que se daban sobre las investigaciones, que eran cada vez más deprimentes. Así que durante años, la publicación de cada artículo, escrito o libro importante era recibida por una nube de comentarios que debatían el ajuste preciso de su perspectiva y de su tono, y los científicos consideraban que a muchos de esos artículos les faltaba el equilibrio apropiado entre las malas noticias y el optimismo, y como resultado los etiquetaban de “fatalistas”.
En 2018, su prudencia comenzó a cambiar, quizá porque todos esos fenómenos meteorológicos extremos no permitían otra cosa. Algunos científicos incluso comenzaron a adoptar el alarmismo, particularmente después de ese informe de las Naciones Unidas. Las investigaciones que resumía no eran nuevas y ni siquiera se discutían las temperaturas más allá de los dos grados centígrados, aunque nos dirigimos a un calentamiento de esa escala. Aunque el informe –un trabajo de casi 100 científicos de todo el mundo– no abordaba ninguna de las posibilidades más terribles del calentamiento, ofrecía una especie de permiso para los científicos del mundo. El nuevo mensaje era: Por fin está bien asustarse. Es incluso razonable.
Para mí, esto es un adelanto . El pánico puede resultar contraproducente, pero hemos llegado al punto donde el alarmismo y el pensamiento catastrófico son valiosos por varias razones.
La primera es que el cambio climático es una crisis precisamente porque es una catástrofe inminente que requiere una respuesta global tajante ya. En otras palabras, está bien alarmarse. La senda de emisiones en la que nos encontramos hoy fácilmente puede llevarnos a un calentamiento de 1,5º C para 2040, 2º C en las décadas siguientes y quizá 4º C para 2100.
La subida de temperaturas podría suponer que muchas de las grandes ciudades de Oriente Medio y del sur de Asia sean mortalmente calurosas en verano, quizá para 2050. Podría haber veranos sin hielo en el Ártico y la imparable desintegración de la capa de hielo de la Antártida occidental, algo que algunos científicos creen que ya ha empezado, podría amenazar con inundar las ciudades costeras del mundo. Los arrecifes de coral podrían desaparecer casi por completo. Y podría haber decenas de millones de refugiados climáticos, quizá incluso más, escapando de sequias, inundaciones, calor extremo y de la posibilidad de que desastres naturales múltiples provocados por el clima sobrevengan simultáneamente.
Hay muchas razones para pensar que es posible que no lleguemos a los 4º C, pero mundialmente, las emisiones todavía siguen creciendo y el tiempo que tenemos para evitar lo que ahora se cree será un calentamiento catastrófico –2º C– se va acortando cada día. Según el informe de las Naciones Unidas, para mantenernos sin riesgo por debajo de ese umbral, debemos reducir las emisiones de gases de efecto invernadero en un 45% para 2030 con respecto a los niveles de 2010. En vez de eso todavía siguen creciendo. Así que estar alarmado cuando se trata del cambio climático no es una señal de estar histérico, estar alarmado es lo que requieren los hechos. Quizá sea la única respuesta lógica.
Esto ayuda a explicar la segunda razón por la que el alarmismo es útil: Al definir los límites de lo que puede pasar con más precisión, el pensamiento catastrófico permite ver la amenaza del cambio climático con más claridad. Durante años hemos leído en los periódicos cómo se presentaban los 2º C de calentamiento como el nivel más alto tolerable, más allá del cual el desastre estaría asegurado. Un calentamiento mayor casi nunca se discutía fuera de los círculos científicos. Así que era fácil desarrollar un retrato intuitivo del panorama de posibilidades que empezaba con el clima tal y como existe hoy y terminaba con el malestar de los 2º C, el techo del sufrimiento.
De hecho casi seguramente es el suelo. Sin duda los escenarios más probables para finales de este siglo estén entre los 2º C y los 4º C de calentamiento. Por eso, valorar honestamente en lo que se puede convertir el mundo dentro de ese rango –dos grados, tres, cuatro- es una mejor preparación frente a los retos a los que nos enfrentaremos, que retirarse a la tranquilizadora normalidad relativa del presente.
La tercera razón es que mientras la preocupación por el cambio climático está creciendo –afortunadamente- la complacencia sigue siendo un problema político mayor que el fatalismo. En diciembre, una encuesta nacional que buscaba la actitud de los estadounidenses con respecto al cambio climático encontró que el 73 % admitió que el calentamiento global estaba ocurriendo, el porcentaje más elevado desde que se comenzó a hacer esa pregunta en 2008. Pero la mayoría de los estadounidenses no estaban dispuestos a gastar ni siquiera 10 dólares al mes para abordar el cambio climático; la mayoría puso el límite en 1 dólar al mes, según una encuesta realizada el mes anterior.
El otoño pasado los votantes de Washington, un estado verde en unas elecciones azules, incluso rechazaron un modesto plan de impuestos a las emisiones. ¿Esas personas no están dispuestas a pagar ese dinero porque creen que ya no hay remedio o porque creen que no es necesario todavía?
Esta es una pregunta retórica. Si hubiésemos empezado la descarbonización a nivel mundial en 2000, siguiendo el Proyecto Mundial del Carbono (Global Carbon Project), solamente tendríamos que haber recortado las emisiones en un 2 % anual para mantenernos sin riesgo bajo un calentamiento de 2º C. ¿No lo hicimos porque pensamos que ya no había solución o porque todavía no considerábamos que el calentamiento era un problema lo suficientemente urgente como para actuar contra él? Solamente el 44 % ciento de los encuestados el mes pasado citaron el cambio climático como una prioridad política de máxima importancia.
Pero debería serlo. El hecho es que retrasarlo más solo hará que el problema empeore. Si hoy comenzásemos un extenso programa de descarbonización –una tarea titánica de reajustar nuestros sistemas de energía, construcciones, infraestructuras de transporte y de producción de nuestros alimentos– el ritmo de reducción de emisiones debería ser alrededor de un 5 % al año. Si lo retrasamos otra década, requerirá un recorte de emisiones de un 9 % anual. Esta es la razón por la que el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, cree que solamente tenemos hasta 2020 para cambiar el curso y ponernos manos a la obra.
El cuarto argumento para aceptar el pensamiento catastrófico viene de la historia. El miedo puede movilizar, incluso puede cambiar el mundo. Cuando Rachel Carson publicó su trascendental y polémico libro contra los pesticidas “Primavera Silenciosa” (Silent Spring), la revista Life dijo que había “exagerado su argumentación” y The Saturday Evenig Post calificó el libro de “alarmista”. Pero, casi por sí solo, provocó la prohibición nacional del DDT.
A lo largo de la Guerra Fría, los detractores de las armas nucleares no evitaban alertar sobre los horrores asegurados de una destrucción mutua, y en los años 80 y 90, los que hacían campaña contra la conducción bajo los efectos del alcohol no se sintieron obligados a reivindicar su caso hablando solamente de las bendiciones de la sobriedad. En su informe “del Juicio Final”, el panel del clima de las Naciones Unidas ofreció una analogía muy clara para la clase de movilización que necesitamos para evitar un calentamiento catastrófico: La Segunda Guerra Mundial, a la que el presidente Franklin Roosevelt llamó un “desafío para la vida, la libertad y la civilización.” Esa guerra no se libró solo con la esperanza.
Pero quizá el argumento más poderoso a favor de la sensatez del pensamiento catastrófico, es que todos nuestros reflejos mentales van en la dirección contraria, hacia la incredulidad de que exista la posibilidad de que las consecuencias sean nefastas. Lo sé por propia experiencia. He pasado los últimos tres años sumergido en ciencia climática y siguiendo las investigaciones mientras se introducían en territorios cada vez más sombríos.
Probablemente podría contar con los dedos de las dos manos el número de artículos científicos con “buenas noticias” que me he encontrado en este tiempo. Los artículos con “malas noticias” serán probablemente miles, cada día parecía traer una nueva y alarmante revisión de nuestro entendimiento sobre el trauma medioambiental que ya está en progreso.
Sé que la ciencia es verdad, sé que la amenaza es universal y conozco sus efectos, si las emisiones continúan sin cesar será terrorífico. Y sin embargo, cuando imagino mi vida dentro de tres décadas o la vida de mi hija dentro de cinco décadas, tengo que admitir que no imagino un mundo en llamas sino uno parecido al actual. Así de difícil es sacudirse la autocomplacencia. Estamos viviendo un engaño, incapaces de procesar realmente las noticias que llegan de la ciencia y que nos dicen que el cambio climático es una amenaza universal. De hecho es una amenaza del tamaño de la vida misma.
¿Cómo podemos estar tan engañados? La economía conductual nos da una respuesta. La lista de prejuicios cognitivos identificados por psicólogos y simpatizantes durante el pasado medio siglo puede parecer, como las publicaciones en las redes sociales, no tener fin, y distorsionan y distienden nuestra percepción de un clima cambiante. Estos prejuicios optimistas, tendencias profilácticas y reflejos emocionales conforman una biblioteca completa de engaños climáticos.
Construimos nuestra visión del universo desde nuestra propia experiencia, una tendencia reflexiva que seguramente modela nuestra habilidad para comprender realmente las amenazas existenciales a nuestra especie. Tendemos a esperar a que otros actúen en lugar de actuar nosotros, preferimos la situación presente; tenemos poca disposición a cambiar las cosas y un exceso de confianza en que podríamos cambiarlas fácilmente, si fuera necesario, sin importar su magnitud. No somos capaces de ver nada si no es a través de un autoengaño ciego.
La suma total de todas estos prejuicios es lo que hace del cambio climático lo que el teórico ecologista Timothy Morton llama un “hiperobjeto” –un hecho conceptual tan grande y complejo que no puede comprenderse con exactitud- En su libro “El Peor de los Casos” (Worst-Case Scenarios), el jurista Cass Sunstein escribió que, por lo general, tenemos dificultades para tomar en consideración riesgos potenciales poco probables, a los que evitamos desde la autocomplacencia o desde la paranoia. Su solución es un poco retorcida: Todos deberíamos ser más rigurosos en nuestros análisis de costo-beneficio.
Que el cambio climático demande experiencia, y fe en ella, en el preciso momento en el que la confianza pública en la experiencia está desplomándose, es una de sus muchas paradojas. Que el cambio climático toque tantos de nuestros prejuicios cognitivos es una señal de su magnitud y de cómo afecta a tantos aspectos de la vida humana, a casi todos.
Y desafortunadamente, mientras el cambio climático ha estado acaparando más atención en las últimas décadas, todos los prejuicios cognitivos que nos empujan hacia la autocomplacencia se han incentivado con nuestro relato sobre el calentamiento por un periodismo definido por la cautela al describir la escala y la velocidad de la amenaza.
Así que, ¿qué podemos hacer nosotros? Y, a propósito, ¿quiénes somos “nosotros”? La magnitud de la amenaza del cambio climático implica que es necesario organizarse a todos los niveles, comunidades, estados, naciones y acuerdos internacionales que coordinen la acción conjunta. Pero la mayoría de nosotros no vivimos en las salas de las Naciones Unidas o en las salas del Consejo donde se negoció el Acuerdo del Clima de París.
En vez de eso vivimos en una cultura consumista que nos dice que podemos dejar nuestra seña política en el mundo con base en dónde compramos, lo que vistamos, cómo comemos. Así es que vemos cosas como las últimas recomendaciones dietéticas de The Lancet para aquellos que quieren comer para mitigar el cambio climático –menos carne para algunos, más verduras– o sugerencias como las publicadas en el The Washington Post, a tiempo para las resoluciones de Año Nuevo. Por ejemplo: “Sé inteligente con tu aire acondicionado”.
Pero el consumo consciente es escurrir el bulto, una distracción neoliberal para desviarnos de la acción colectiva, que es lo que necesitamos. La gente debería intentar vivir de acuerdo con sus propios valores, sobre el clima y sobre todo lo demás, pero el efecto de las elecciones de estilo de vida individuales son, en última instancia, triviales comparadas con lo que los políticos pueden conseguir.
Comprar un coche eléctrico es una menudencia comparada con elevar duramente los estándares de eficiencia del combustible. Elegir conscientemente volar menos es mucho más fácil si hay más trenes eficientes y accesibles. Y si como menos hamburguesas al año, ¿qué importa? Pero que a los granjeros se les requiera que alimenten a su ganado con algas, lo que podría reducir las emisiones de metano en casi un 60 % según un estudio, sí sería enormemente positivo.
Esto es lo que se quiere decir cuando se llama a la política “multiplicador moral”. Es también un descanso de la carga personal y emocional del cambio climático y de lo que puede sentirse como una hipocresía al vivir en el mundo tal y como esta y al mismo tiempo preocuparse por su futuro. No pedimos a la gente que paga impuestos para sostener la red de seguridad social que demuestren ese compromiso a través de actos filantrópicos y de la misma manera no deberíamos pedir a nadie –y ciertamente no a todo el mundo– que gestione su propia huella de carbono antes de que incluso intentemos promulgar leyes y políticas que reducirían todas nuestras emisiones.
Esa es la función de la política: que podemos ser y hacerlo mejor juntos de lo que podríamos hacerlo como individuos.
Y la política, de repente, está que arde con el cambio climático. El pasado otoño se formó en Gran Bretaña un grupo activista con el inquietante nombre de Extintion Rebellion e inmediatamente creció tanto que fue capaz de paralizar distintas zonas de Londres durante su primera protesta. Su demanda principal es: “Decid la verdad”. Ese imperativo se repite en los Estados Unidos en la organización de Genevieve Guenther, End Climate Silence y en el proyecto de bases de Margaret Klein, Salamon´s Climate Mobilization, que, de manera inspiradora, ha adoptado las llamadas del panel del cambio climático a canalizar los recursos del planeta hacia la acción contra el calentamiento.
Por supuesto el activismo medioambiental no es nuevo, y estos son solamente los grupos que han surgido durante los últimos años, empujados a la acción por el pánico climático. Pero la alarma también está llegando a los niveles más altos. En el Congreso, la Representante Alexandria Ocasio-Cortez de Nueva York ha reunido el apoyo de los Demócratas para el New Deal Verde –una llamada a reorganizar la economía estadounidense en torno a una energía limpia y a una prosperidad renovable. El gobernador del Estado de Washington, Jay Inslee, se ha declarado, en cierto sentido, como un candidato presidencial de una sola causa.
Y aunque ni a Hillary Clinton ni a Donald Trump se les hizo ni una sola pregunta directa sobre el cambio climático durante los debates presidenciales de 2016, el tema seguramente dominará las primarias demócratas de 2020, junto al “Medicare para todos” y la gratuidad de los estudios superiores. Michael Bloomberg, dispuesto a gastar al menos 500 millones de dólares en la campaña, ha dicho que él insistirá en que cualquier candidato que presente el partido tenga un plan concreto para el clima.
A esto es a lo que se parece el principio de una solución, aunque solo sea un principio incipiente y solo una solución parcial. Probablemente ya hayamos desaprovechado la oportunidad de evitar un calentamiento de 2º C, pero podemos evitar los 3º C y ciertamente todo el terrible sufrimiento que hay más allá de ese umbral.
Pero cuanto más esperemos peor será. Lo que es un último argumento a favor de un pensamiento catastrófico: ¿Qué hay mejor que el miedo para crear una sensación de urgencia?
* David Wallace-Wells es el autor del libro que saldrá próximamente “La Tierra Inhabitable: La Vida Después del Calentamiento" (The Uninhabitable Earth: Life After Warming)
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario