jueves, 7 de junio de 2012
La intervención criminal de Estados Unidos en Honduras, México y América Central
La reciente masacre de integrantes de la comunidad miskita en el Río Patuca, en Honduras, el pasado 11 de mayo cuando dos helicópteros de la agencia antidrogas de Estados Unidos (DEA en sus siglas en ingles), dispararon sobre una canoa en la que viajaban los campesinos matando a dos mujeres embarazadas, dos hombres e hiriendo gravemente a otros cuatro, evidencia no sólo la continuidad del terrorismo de Estado impuesto por el golpe militar de junio de 2009 contra el presidente Manuel Zelaya, sino también la trágica ocupación militar norteamericana en ese país.
Detrás de este ataque que “se investiga” en Washington -según se informa- no sólo se advierte la militarización estadounidense de Honduras, con cinco bases y centros de operaciones además de Palmerola (estratégica para la IV Flota) sino que se trata de un ataque directo contra los miskitos, para facilitar la ocupación de la zona y la imposición del corredor mesoamericano de agrocombustibles.
Los asesinatos cotidianos de campesinos, dirigentes sindicales y políticos, maestros, estudiantes y periodistas – en este caso suman 25 asesinados desde principios de 2010- permiten comprobar que el actual gobierno de Porfirio Lobo, surgido de elecciones convocadas y digitadas por los militares golpistas de junio de 2009, es sólo una continuidad de esa dictadura. Los asesinatos cometidos por la fuerzas de ocupación en este país son cotidianos y evidencian que ése es el proyecto-guión de Estados Unidos para América Latina, si los dejamos avanzar. La tasa de crímenes alcanza al 86,5 por ciento por cada cien mil habitantes. Se estiman alrededor de 700 homicidios mensuales y unas 20 víctimas diarias. El 55 por ciento de los homicidios ocurrieron en la zona norte del país (Atlántida, Cortés y Francisco Morazán). El 84,6 por ciento con armas de fuego, Y en casi el 28 por ciento de los asesinatos participaron sicarios.
Se conoce que hay asesores israelíes, paramilitares y sicarios colombianos, después de un acuerdo de los golpistas con el ex presidente de Colombia Alvaro Uribe, así como ex militares argentinos y de la Fundación Uno América, que participó activamente en el golpe. Centenares de personas han sido detenidas y torturadas. Pero al no poder doblegar la resistencia y al entender que no tienen posibilidad de ganar en nuevas elecciones, la represión aumenta cada día. No podemos dejar solo al pueblo hondureño. Es nuestro deber pronunciarnos solidariamente ante las enérgicas denuncias que realizan las organizaciones populares de Honduras, denuncias que la gran prensa silencia de manera sistemática.
Lo más grave, en el caso de los miskitos fue el intento de justificación de esos asesinatos por parte del Director de la Policía Nacional, Ricardo Ramírez Cid, quien dijo que ”hubo un intercambio de disparos en la escena”. Aún cuando se observó que las víctimas estaban desarmadas y los sobrevivientes hospitalizados en La Ceiba relataron que les dispararon a mansalva con ametralladoras y granadas. Lo mismo sucede con los crímenes y amenazas contra los campesinos del Aguán. El pueblo miskito es uno de los más golpeados por la tragedia de la ocupación de ese país centroamericano, así como por la corrupción policial y militar en el tema del narcotráfico, además del feudalismo imperante en esa zona del país, sumida en una enorme pobreza. Hay más de 1700 lisiados y decenas de muertos en la comunidad miskita.
El diario New York Times en su edición del pasado 5 de mayo encabeza un artículo señalando que la “Armada de los Estados Unidos, usando lecciones del conflicto de la década pasada (Irak) en la guerra que está siendo peleada en la selva miskita, ha construido un campamento (centro operativo) con poca notoriedad pública pero con apoyo del gobierno hondureño”. El citado artículo reconoce la instalación de tres “bases de operaciones de avanzada” ubicadas en Mocorón, Puerto Castilla y El Aguacate”.
El Comando Sur del Pentágono está auspiciando en toda Centroamérica lo que llaman “estados fallidos” para justificar las intervenciones en nombre de la seguridad nacional, el viejo esquema con que sembraron dictaduras en todo el continente en el siglo XX. En esa dirección apuntan los “acuerdos de seguridad” que Estados Unidos viene estableciendo con los países de la región.
A la situación de Honduras que se agrava cada día sumando ya miles de muertos, se suma la tragedia mexicana, sobre la que se extiende un silencio cómplice. Desde que México firmó con Estados Unidos el Plan Mérida en el año 2006 (una réplica del Plan Colombia) y Washington envió armas y asesores para una supuesta guerra contra el narcotráfico, más de 55 mil personas han sido secuestradas y asesinadas en forma atroz, sembrando el terror en el norte de ese país. Existen unos diez mil desaparecidos. Las Fuerzas Armadas intervienen directamente en el conflicto y nadie ignora a esta altura de los acontecimientos que la mayoría de esos muertos nada tienen que ver con el narcotráfico y que Estados Unidos entregó armas a los grupos paramilitares como los Zetas, como se ha descubierto investigando la Operación Castaway (Operación Náufrago ) o Rápido y Furioso.
Supuestamente, se trataba de una operación encubierta de la DEA para entregar armas y “conocer” las vías del contrabando. Pero esas armas fueron a parar a manos de los paramilitares mexicanos, que se entrenan en tortura con la población civil, y con inmigrantes que van hacia Estados Unidos y son asesinados y despedazados, como se ha visto en la aparición de cadáveres en distintos lugares.
México ha sido convertido en un estado fallido, y caótico que según políticos republicanos amenaza ahora “la seguridad de Estados Unidos”, y por lo tanto podría ser pasible de una intervención, especialmente si en las elecciones próximas no ganan sus “elegidos” como gobernantes. Las armas de EE.UU también fueron para las “maras” creadas en ese país y luego enviadas a sus países de origen, tanto El Salvador como Honduras y Guatemala, con la finalidad de mantener el crimen y el caos.
Honduras bajo terrorismo de Estado encubierto y Guatemala, donde el feminicidio y la violencia del viejo militarismo y paramilitarismo contrainsurgente se potencia con la llegada a la presidencia de un oficial de los “Kaibiles” la fuerza especial más brutal de todos los tiempos, preparada en Estados Unidos y autora de crímenes de lesa humanidad y de desaparición de aldeas enteras, cuyos pobladores fueron eliminados.
Estos integran la cifra de más de 90 mil desaparecidos durante las dictaduras militares guatemaltecas, la más alta de América Latina considerando además la población de poco más de diez millones de habitantes.
Esta es parte de la realidad centroamericana, a lo que se añade el gobierno derechista de Panamá, que ya ha producido matanzas indígenas, persecución de trabajadores y firmado con Estados Unidos la instalación de doce bases militares y centros operativos rodeando todo el país, que había logrado liberarse del Comando Sur a fines de 1999.
La tragedia ilimitada en Centroamérica se continúa con la virtual ocupación de Colombia con por lo menos ocho bases militares extranjeras y un terrorismo de Estado encubierto desde hace años y ahora en una supuesta “Democracia de Seguridad”, donde continúan las matanzas militares y paramilitares día por día y se impide cualquier proceso de paz que signifique producir un verdadero cambio en ese país. Colombia es el país de América Latina que junto con Guatemala, tiene la mayor cifra de muertos y desaparecidos del continente a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI.
Ante esta realidad, a lo que se unen los tratados de libre comercio firmados con varios gobiernos de la región, la invasión de las agencias de Estados Unidos en el continente y la militarización de la región en ascenso, con las consecuencias sociales y políticas que estamos viendo, el Movimiento por la Paz, la Soberanía y la Solidaridad entre los Pueblos (Mopassol), llama a organizaciones populares a extender su solidaridad y realizar actos y demandas para detener la masacre de pueblos hermanos y denunciar los graves peligros de una profundización de la intervención extranjera, que inevitablemente se extendería hacia todo el continente.
Es hora de decir basta al crimen y detener la guerra de baja intensidad, la invasión silenciosa de las fundaciones del poder imperial y la militarización que intenta una recolonización regional en el siglo XXI.
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