Por Henrique Mariño
La psicóloga estadounidense denunció en ‘La mística de la feminidad’ que el estereotipo machista impuesto en los cincuenta las llevó a la autodestrucción. Al no poder realizarse profesionalmente, padecían el «problema que no tiene nombre», cuyos síntomas eran la ansiedad, el insomnio, el alcoholismo, el desmedido deseo sexual, la neurosis y el suicidio.
Su madre vivió amargada desde que había dejado de escribir en las páginas de sociedad de un periódico tras contraer matrimonio, pero ella era pequeña y no se dio cuenta de la frustración que atenazaba a Miriam Horwitz, una judía de ascendencia húngara casada con Harry Goldstein, propietario de una joyería en Peoria (Illinois). La aparente imagen idílica de una ama de casa rodeada de críos, preparando la cena y con una sonrisa permanente a la espera de que su esposo entrase por la puerta no solo era falsa, sino que encerraba un mal al que aquella niña pondría nombre con los años.
Betty Goldstein (Peoria, 1921 – Washington, 2006) tendría que sufrir en carne propia ese encierro en una jaula de oro para percibir la insatisfacción que sufrían tantas mujeres en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, cuando —después de haber logrado estudiar e insertarse en el mercado laboral— se implantó el rol de la mujer hogareña y complaciente. Así, tras graduarse en Psicología, renunció a una beca en Berkeley para satisfacer a su novio. Y, poco después, dejó su trabajo como periodista en Nueva York cuando se mudó a un barrio residencial tras casarse con un director teatral.
Aquella estudiante portentosa se había convertido en una ama de casa, pero esas tres experiencias la llevaron a desarrollar una teoría sobre la causa de que las mujeres de clase media, como podía ser ella misma, eran carcomidas por la soledad y la depresión. Si bien seguía colaborando en prensa, un artículo sobre ese estado anímico fue rechazado por la revista Good Housekeeping [Buen cuidado de la casa], aunque luego supondría el empujón definitivo para que escribiese La mística de la feminidad (1963), que obtendría el Premio Pulitzer y cuarenta años después alcanzaría unas ventas de tres millones de ejemplares.
Betty —quien ya había adoptado el apellido de su marido, Carl Friedan, reciclado en ejecutivo publicitario— no trató la depresión que sufrían muchas mujeres desde un punto de vista psiquiátrico, sino que la abordó como un problema estructural. Es decir, analizó las causas que provocaban el hastío en sus coetáneas. El concepto ya lo había plasmado en aquel artículo descartado porque los editores lo consideraron «demasiado fuerte» para un especial que ensalzaba la supuesta felicidad de las mujeres de los barrios residenciales. Sin embargo, meses después fue tema de portada y su repercusión la sorprendió.
«Las cartas que recibieron, de mujeres de todo el país y no siempre de universitarias, confirmó todas mis corazonadas», escribió en sus memorias, Life So Far (2000), donde relata que analizó cómo habían cambiado las heroínas estadounidenses en las últimas décadas. A partir de la revisión de los artículos publicados en cinco revistas femeninas, Betty Friedan vio que en 1939 dominaba la imagen de una «mujer aventurera, atractiva y autosuficiente que avanza hacia una visión o meta personal: ser una piloto, una geóloga, una redactora publicitaria».
Las heroínas, prosigue en su autobiografía, casi nunca eran amas de casa, aunque «en 1949 la imagen se fue difuminando» y solo una de cada tres heroínas era «una mujer de carrera e inevitablemente la mostraban dispuesta a renunciar a todo por una carrera más satisfactoria como ama de casa «. En 1959, el perfil inicial había desaparecido por completo: «No encontré una sola heroína que tuviese una carrera, un compromiso con cualquier trabajo, arte, profesión o misión en el mundo, más allá de Ocupación: ama de casa «.
Su trabajo de campo —entrevistando a vecinas en barrios residenciales—, la confirmación de que las heroínas contemporáneas ya no eran mujeres empoderadas, su propia experiencia y la de su madre —entonces comprendió que la frialdad de Miriam era una coraza para disimular su frustración por haber renunciado al trabajo que la apasionaba—, sus dotes como periodista, sus estudios de psicología y su formación como científica social la llevaron a escribir La mística de la feminidad. No tardó en recibir las críticas más absurdas: el libro formaba parte de una «trama comunista» y ella no era una «verdadera ama de casa».
Había acuñado el problema que no tiene nombre, «así llamado porque el gran número de las mujeres de la época que lo padecían, aun sabiéndolo ahí, eran incapaces de nominarlo», escribe Ángeles Perona en El feminismo liberal estadounidense de posguerra: Betty Friedan y la refundación del feminismo liberal. «Según datos aportados por Friedan, el problema se manifestaba en múltiples patologías psicológicas, todas autodestructivas: ansiedad, insomnio, alcoholismo, desmedido deseo sexual, neurosis o, incluso, suicidio», añade la profesora de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense.
Mientras que los psicólogos los consideraban «trastornos inherentes a la condición femenina», la autora desecha esa lectura y sostiene que «ha sido imbuido en las mujeres a través del estereotipo de identidad», o sea, de esposas y madres sin interés alguno por lo que sucedía fuera de su hogar. «Eran víctimas de lo que hoy llamaríamos una hetero designación, esto es, una designación de su identidad que las mujeres no se habían dado a sí mismas, sino que les venía ya elaborada e impuesta por otros», explica Perona, quien recuerda que ese rol secundario y pasivo era aceptado por muchas para ajustarse al estereotipoimpuesto, pese a que al final terminase provocándoles un conflicto.
«Los papeles que se les habían asignado no colmaban sus energías, no desarrollaban sus potencialidades ni saciaban sus aspiraciones en tanto que individuos. Además, todo esto era reprimido por las propias mujeres.», añade Perona en su capítulo del libro Teoría Feminista: de la Ilustración a la globalización, coordinado por Celia Amorós y Ana de Miguel. La psicóloga estadounidense cree, además, que no está relacionado con la clase social ni con el nivel educativo, sino que afecta a todas sus compatriotas.
También descarta que el problema —o el malestar— que no tiene nombre sea de índole sexual, «si bien puede generar epifanías patológicas de este tipo», aunque pueda compartir la estructura represiva. «Pero aquí lo que se reprime no es la sexualidad (como fue el caso de la época victoriana), sino el desarrollo de la identidad personal, del propio yo», escribe la profesora de Filosofía, quien analiza cómo Friedan desmonta la mística de la feminidad secando las fuentes de las que brota la expresión. Para ello, reivindica que están dotadas de razón, la igualdad como arma para liberar también a los hombres, el rechazo a ser definidas por sus funciones biológicas y la supresión de los prejuicios y dogmas heredados.
¿Pero qué es la mística de la feminidad que da título al libro que ganó el Pulitzer e influyó tanto en el pensamiento feminista? «Alude a una concepción esencialista de la feminidad según la cual las mujeres tendrían una naturaleza especial y consustancial que solo se puede desarrollar plenamente en la pasividad sexual, en el sometimiento el varón y en consagrarse amorosamente a la crianza de los hijos «, explica Perona, quien matiza que —pese a tratarse de un texto clásico— su autora confunde el patriarcado y «el capitalismo como sistema de dominación», de modo que atribuye los efectos que produce el primero al segundo.
La filósofa Amelia Valcárcel, quien considera que La mística de la feminidad es el libro de cabecera de la Tercera Ola del Feminismo, recuerda en La memoria colectiva y los retos del feminismo del feminismo (CEPAL) que el estereotipo del ama de casa fue fomentado por una «maniobra» llevada a cabo por los Gobiernos y los medios —sobre todo las revistas femeninas y la televisión, valga como ejemplo la serie Embrujada, a los que habría que sumar la publicidad y el cine— con un doble objetivo: «Alejar a las mujeres de los empleos obtenidos durante el periodo bélico, devolviéndolas al hogar, y diversificar la producción fabril».
La catedrática emérita de Filosofía Moral y Política en la UNED describe La mística de la feminidad, editado en España por Cátedra, como «una descripción magistral del modelo femenino avalado por la política de los tiempos posbélicos [que] contribuyó decisivamente a que a la nueva generación de mujeres le cayeran las escamas de los ojos». La anterior —tras haber alcanzado logros como el derecho al voto, la educación y el trabajo— volvía a ser recluida en casa y con la pata quebrada, víctima del problema que no tiene nombre: «Así llamaron las feministas de los setenta al estado mental y emocional de estrechez y desagrado, de falta de aire y horizontes en que parecía consistir el mundo que heredaban».
Betty Friedan tuvo tres hijos y se separó de su marido en 1969, cuando se creó la Asociación Nacional para la Derogación de las Leyes de Aborto, de la que formó parte. Tres años antes, presidió la Organización Nacional de Mujeres, aunque luego se vio desplazada por las nuevas generaciones de feministas y fundó la Asamblea Política Nacional de Mujeres. Pese a que no tendría tanto éxito, en 1981 publicó La segunda fase, al que le seguirían tres libros más, incluidas las citadas memorias de la ensayista estadounidense, cuyo centenario se cumple este 4 de febrero, el mismo día que falleció hace quince años.
Pionera en la defensa de los derechos de la mujer, como refleja su insistencia para que se aprobasen leyes relacionadas con el trabajo o con la interrupción voluntaria del embarazo, algunos aspectos de su obra se han resentido con el paso del tiempo y han sido objeto de críticas. «En el feminismo de Friedan late un problema de asimetría entre la potencia de sus propuestas prácticas, la brillantez de ciertos diagnósticos y el corto alcance de sus análisis teóricos», señala Ángeles Perona. «Al ser subrepticia la teoría y estar poco desarrollada, la práctica queda oscurecida».
La infantilización de la madre, por Betty Friedan
«Puesto que el organismo humano tiene una imperiosa necesidad intrínseca de crecer, una mujer que evade su propio crecimiento aferrándose a la protección infantil del rol de ama de casa sufrirá —en la medida en que ese rol no le permite su propio crecimiento— una patología cada vez más severa, tanto fisiológica como emocional. Su maternidad será cada vez más patológica, tanto para ella como para sus criaturas. A mayor infantilización de la madre, menor probabilidad de que la criatura sea capaz de alcanzar su identidad humana en el mundo real. Las madres con una identidad infantil tendrán criaturas todavía más infantiles que se refugiarán a todavía más pronto en la fantasía ante las pruebas de la realidad».
«Irónicamente, el único tipo de trabajo que le permite a una mujer competente desarrollar de manera plena sus capacidades y alcanzar su identidad en la sociedad en un plan de vida que pueda compaginar su trabajo con el matrimonio y la maternidad es el tipo de trabajo que precisamente prohibía la mística de la feminidad; el compromiso de toda una vida con un arte o con la ciencia, con la política o con una profesión».
(Extractos de La mística de la feminidad)
La mujer como objeto sexual, por Betty Friedan
«En este país, las mujeres son invisibles para los hombres, pese a lo visible que resulta su papel como objeto sexual […]. La esencia de la denigración de las mujeres es el hecho de que nos definan como objeto sexual. Por lo tanto, para combatir la desigualdad debemos combatir no sólo la forma en que nos denigra la sociedad en esos términos, sino nuestra denigración como personas».
«La hostilidad entre sexos nunca ha sido mayor. La imagen de las mujeres en las obras teatrales, novelas y películas de vanguardia y la que subyace en las series de televisión da a entender que las madres vampirizan a los hombres, son monstruos caníbales o, en su defecto, lolitas, objetos sexuales, que ni siquiera son objetos de impulsos heterosexuales, sino sadomasoquistas. Ese impulso —el de castigar a las mujeres— tiene mucha más relación con la cuestión del aborto de lo que nunca se admite».
(Discurso de apertura de la Conferencia Nacional de Mujeres de 1969)
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