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Por Andy Robinson
Los oligarcas tomaron la ‘Shining Hill’ mucho antes que las hordas trumpistas
Para mí, lo más preocupante del asalto al Capitolio hace dos semanas ha sido la reacción de mucha buena gente de la izquierda, incluyendo a Alexandria Ocasio-Cortez, aunque al menos ella tiene la excusa de estar en trauma postshock. Me refiero a quienes se han sumado a la CNN y a Joe Biden en sus elogios a la democracia estadounidense y su convicción de que el Capitolio constituye la “tierra sagrada” de la democracia. Aquello de la “ciudad resplandeciente sobre la colina y un faro de libertad para el mundo”.
Es normal que Joe Biden y Kamala Harris se deshagan en elogios por la Shining Hill y el excepcionalismo estadounidense. Nadie debería extrañarse de que un veterano de Washington como Biden anuncie en su discurso de inauguración que “la democracia ha prevalecido” ni que The New York Times destaque la frase en portada con un cuerpo de letra 56 y a cinco columnas.
Lo que no es normal es que nosotros nos lo creamos. Y menos que empecemos a creer que, ante el peligro trumpista, es necesario cerrar filas con Mark Zuckerberg, Jamie Dimon (JP Morgan) y Madeleine Albright, bajo el pretexto de que –por muchos errores que hayan cometido– son todos comprometidos luchadores antifascistas.
Paul Mason ha sido el pionero de esa escuela. Insiste en formar un frente unido contra la ultraderecha en el que puede incluirse hasta la banca internacional. “La izquierda debe decidir cuál es el principal enemigo, las corporaciones neoliberales o los movimientos fascistas”, escribió en el New Statesman. “Yo haré causa común con el consejo de Goldman Sachs contra ellos (los fascistas)”. Mason ha sido un excelente periodista, pero, a mi modo de ver, esto es un delirio digno de QAnon.
Para mí, la idea de que todos deberíamos formar una cadena humana antifascista en torno al Capitolio cogidos de la mano de los billonarios de Silicon Valley y Wall Street, en defensa de “una de las democracias más reverenciadas del mundo” (Alexandria Ocasio-Cortez dixit), es bastante más peligrosa que Donald Trump
Porque la democracia estadounidense no merece ni una pizca de reverencia y el Capitolio no resplandece como un faro en la niebla sino como un casino de Las Vegas. Esto lo sabe todo el mundo en K Street, la calle de los lobistas, a tiro de piedra del Congreso. El término Dolarocracia–acuñado por Bob McChesney– es mucho más gráfico para describir los principios y los valores plasmados en el Capitolio y supuestamente violados por los trumpistas. “Las elecciones democráticas han sido aprehendidas por corporaciones gigantescas, donantes multimillonarios, consultores políticos con ánimo de lucro, medios de comunicación corporativos, think tanks y opinadores a sueldo del poder”, me dijo McChesney, hace un par de años.
La dolarocracia existía mucho antes de Donald Trump, e incluso antes de ‘Citizens United’, la infame decisión del Tribunal Supremo en 2010 de permitir donativos sin límites por parte de grandes corporaciones en las campañas políticas. Eso constituyó un momento fatídico, el punto de no retorno, quizás, pero fue solo la consumación del incesto. Washington siempre ha sido Babilonia. Gore Vidal explica los cimientos podridos del Capitolio en una serie de novelas sobre los fundadores de la democracia estadounidense, notablemente Burr. Poco antes de su muerte, en 2012, Vidal reiteró: “La clase dominante corporativa ha secuestrado la nación (…) nuestro gobierno no es de, ni por, los muchos”, sino “la reserva exclusiva de los pocos”.
Alexander Cockburn y Ken Silverstein escribieron ya en la era de Clinton en su libro Washington Babylon: “Los estadounidenses no se fían del gobierno, de los políticos ni de los medios porque los perciben acertadamente como corruptos (…) ambos partidos políticos han sido comprados con el Big Money de corporaciones y de los estadounidenses más ricos”. Eso fue en 1996. Ahora, tras un cuarto de siglo de concentración de la riqueza en las manos del 5% más rico, se puede decir con seguridad que los oligarcas tomaron la Shining Hill mucho antes que las hordas trumpistas.
Creo que Mike Davis acierta cuando escribe sobre lo ocurrido el pasado 6 de enero: “El ‘sacrilegio’ en nuestro templo de la democracia –¡Oh pobre violada ciudad sobre la colina! – fue una insurrección solo en el sentido de una comedia negra; fue una pandilla de moteros disfrazados de artistas de circo y bárbaros que tomaron el country club más grande de todos”. Y conviene tener en cuenta que muchos de los que ya se presentan como aliados en la lucha contra la ultraderecha son socios fundadores del mismo country club.
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