Radio Progreso
Por Texto y fotos: Ángeles Mariscal | Chiapas Paralelo
Como el fiel de una balanza, en grandes regiones de México la figura del hombre y la mujer campesina e indígena, sus saberes, sus prácticas y el alimento que producen, se colocaron en el centro que guarda la vida; reforzando el muro de contención que han sostenido durante décadas, ante el embate de la agroindustria, proyectos extractivos y ahora los cambios climáticos y nuevas enfermedades. Esta es la experiencia del pueblo zoque de Chiapas.
Subiendo por la carretera que parte del centro de Chiapas hacia el norte del estado, en el sureste mexicano, se abren caminos y comunidades zoques que dan cuenta de sus raíces, sus batallas y sus alianzas con los ecosistemas.
Aquí la vegetación se puede medir por los tonos de verdes, a veces por los grises de las piedras que quedaron desnudas ante el embate de siembras forzadas con agentes químicos; o por descampados montañosos donde ahora pasta el ganado bovino. Es el noroccidente del estado, una región poco visibilizada, opacada quizá por la atractiva selva Lacandona, ubicada en el extremo opuesto.
La región noroccidente zoque, tiene sus propios atractivos, mansos y complejos. Para llegar aquí, hay que pasar los municipios de Ixtapa y Soyaló, en el centro del estado, donde el uso excesivo de agroquímicos usados para multiplicar la siembra de maíz dejó al paso de los años, manchones de tierras casi estériles, planicies de rocas grises donde en época de lluvias, apenas se cuelan algunos atisbos de vegetación.
Sin embargo, unos cuantos kilómetros camino al norte no tardan en aparecer pinares, y en seguida bosques de encino y liquidámbar, que crecen en esa transición entre la montaña y el trópico, ecosistema característico de la zona zoque.
Este clima benigno para la siembra y cultivo, podría haber sido la razón de que un grupo de olmecas que migraron en el Siglo XV se asentaran -entre otros lugares de Chiapas, Veracruz y Tabasco-, en esta región, dando paso a la cultura zoque.
Aquí, el aire húmedo que llega desde el Golfo de México se topa con una cordillera de montañas que lo detienen y provocan, durante más de 8 meses del año, una humedad del 87 por ciento en el municipio de Rayón, la puerta de entrada a la región.
Hasta hace pocas décadas, este lugar era conocido como la “selva negra”, porque la tupida vegetación y la espesa niebla producto de la humedad que cubre caminos y montañas, dejaba pasar pocos rayos de sol.
Cuenta el Miguel Álvarez del Toro -uno de los ecologistas más destacados de Chiapas-, en el libro Así era Chiapas, escrito en la década de 1980, que aquí “una feraz vegetación crecía en los mismos bordes (del camino), tan tupida que parecía sólida muralla (…) por algo le llamaban la selva negra, y durante el día era frecuente que los quetzales cruzaran el cielo”.
Hoy caminamos el lugar, expectantes del momento en el que la selva negra se abriera como un túnel. No llegó ese momento, la claridad se mantuvo, al menos en el camino. Cada tanto la neblina, que sí permanece, deja ver zonas donde pasta el ganado bovino.
En las estadísticas oficiales, se presenta como un logro que, en Chiapas, entre 2010 y 2018 la producción de ganado bovino se incrementó en un 39.26 por ciento, lo que ahora coloca al estado en el décimo lugar a nivel nacional “por el valor de la producción”.
La selva negra, los bosques de niebla zoques dieron su cuota para estas cifras. “El Distrito de Pichucalco (que abarca la región zoque) cuenta con la mayor producción (de ganado) con un 22.79% del total de la producción del estado de Chiapas”, reportó el estudio sobre biodiversidad y paisajes ganaderos elaborado por instituciones de gobierno y organizaciones como el Instituto Interamericano de Cooperación para la Agricultura (IICA) de la Organización de Estados Americanos (OEA). Para ganar terreno, la ganadería le arrebató tierras a estos bosques templados y las zonas agrícolas. El estudio reconoce que los ecosistemas han sufrido “transformaciones aceleradas ante la necesidad creciente de recursos alimenticios para la producción de carne bovina”, con fuertes implicaciones que se manifiesta en la disminución de la superficie forestal y agrícola. Campesinos dejaron de sembrar la milpa en regiones considerables de sus tierras, para meter ganado.
Fermín Ledesma Domínguez, antropólogo social originario de esta región, y Ana Luz Valadez Ortega, investigadora del Centro de Estudios para el Cambio en el Campo Mexicano (CECCAM), ven un riesgo en esto.
Coinciden en que el núcleo que sostiene en primera instancia la soberanía alimentaria en esta región es la milpa mesoamericana en la que se producen maíz y dos docenas de productos, donde se ponen en juego elementos de la agrobiodiversidad de esta tierra fértil.
“Es en la milpa mesoamericana donde se reproducen los diferentes tipos de maíz, los diferentes tipos de frijol; es ahí donde por siglos, los hombres y las mujeres campesinas han sostenido un diálogo indisoluble con la tierra, seleccionando las mejores semillas, reproduciéndolas”, explica Valadez.
En contraparte, algunas de las principales amenazas para los pueblos, vienen del modelo agroindustrial de producción y procesamiento de alimentos, y en esta zona en particular -destalla Ledesma-, “del empuje de la ganadería”.
La velocidad del crecimiento de la ganadería, tanto de quienes tienen el ganado en propiedad, como de quienes cultivan pastos para renta, transforman el ecosistema y la producción de autosufiencia alimentaria que viene de la milpa mesoamericana, que en esta región cubre al menos ocho meses según los propios agricultores entrevistados para este reportaje.
“La milpa es la que se pone en riesgo cuando se cambia el uso de suelo; y cuando se transforma, puede resultar en una situación muy peligrosa en todo sentido, porque se pierde la capacidad de los pueblos de alimentarse a si mismos”, detalla Valadez.
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“Vivir con lo que siembra”
Un letrero grande, rojo intenso, logra verse entre la neblina que cubre los caminos y las montañas, a la altura de la comunidad El Avellano, del municipio Pantepec. Tiene escrito: “ZONA DE RIESGO ALTO”, y el logotipo del Sistema Estatal de Protección Civil de Chiapas. Advierte que metros adelante, la carretera quedó cortada cuando la tierra de una ladera completa se deslizó al menos 500 metros hacia abajo, hacia un precipicio; jalando casas, siembras, ganado, y la vida de Roberto Carlos López y Fermín Vázquez Hernández.
Estas tierras son vecinas del municipio de Rayón, donde pobladores convocaron a un encuentro emergente a celebrarse en el interior de la Iglesia de San Bartolomé el 6 de diciembre, porque en 13 municipios de la zona zoque, entre los meses de octubre y noviembre, llovió de forma casi ininterrumpida.
La tierra lo resintió dejando asentamientos en poblados enteros, deslizamientos de laderas, derrumbes de caminos saca cosechas y en grandes tramos de carreteras. Muchos cultivos quedaron en la milpa, semisepultados por anegaciones de agua, o por la imposibilidad de sacarlos. El saldo final de los daños, aún no termina de cuantificarse.
El día de la reunión también llueve, los campesinos se sacuden el lodo de las botas y las gotas de agua de sus suéteres y chamarras, antes de entrar a la Iglesia de paredes de piedra altas. Desde temprano, feligreses, sacerdotes y jóvenes de la región, acomodaron las bancas para formar un círculo; este día el lugar se convirtió en un salón de reunión.
Representantes de las comunidades que lograron llegar, extendieron al lado de imágenes y figuras de santos y vírgenes, mapas de la zona, mapas que se colocan junto a lonas de encuentros anteriores; una de ellas dice “No a la minería en los pueblos zoques”, otra detalla los efectos del cambio climático y los proyectos extractivos que intentan obtener de la región gas y petróleo.
Entre todos van marcando en los mapas las afectaciones y los lugares de las afectaciones, luego los llevan la reflexión que busca las causas, las soluciones, y pasa por reconocer sus fortalezas como comunidad zoque. Una noche antes de la reunión, los campesinos empezaron a llegar.
Esa noche, en una zona de la parroquia, en el lugar que ocupan para recibir a pobladores de la región que buscan atenderse algún problema de salud con tratamientos que recuperan los saberes de los mismos pueblos, las conversaciones giraron en torno al cuidado de la tierra, de la salud y la alimentación, los grandes temas que atraviesan el debate mundial sobre la pandemia provocada por el SARS-COV-2.
“El hombre tiene que volver a sus raíces, lo que está pasando en la actualidad no le está ayudando, le está perjudicando, le está haciendo mucho daño al planeta y al organismo. Nuestra medicina y nuestra enfermedad está en lo que comemos”, plantea Trinidad Antonio Sánchez, sentado en la habitación donde también cuelga una gran lona que dice: “El pueblo de Rayón defiende la vida, el agua, la tierra y el territorio”.
Junto a Trinidad están Antonio López y Joyarit Juárez, dos ancianos que retoman la plática y la llevan al tema de la alimentación. “La mayoría de la gente de acá trabaja en el campo y come lo que le da el campo. Lo que comemos lo sacamos de nuestra tierra, nosotros nos alimentamos natural, nos curamos con la medicina natural, eso es lo que necesita nuestro cuerpo: comer lo natural y curarnos con lo natural”.
Reivindican la riqueza que significa poder comer y curarse de lo que ellos mismos producen, aunque en términos oficiales, esta zona es considerada de “alta marginación social”, según la Secretaría de Desarrollo Social del gobierno de México, que mide con indicadores que lo mismo contabilizan el acceso a lavadoras y refrigeradores, que a agua entubada y viviendas con piso de cemento.
Fermín Ledesma Domínguez contradice esta métrica del Estado. “Un señor nos decía: ´es que somos bien pobres´. Fuimos a su parcela y encontramos 27 diferentes alimentos que demostraban que no es pobre. ´Usted puede vivir con lo que siembra. Tiene maíz, berros, verdolagas, tomate, cuatro diferentes tipos de frijol, chayote, calabaza, yuca, malanga, papas, plátano de diferentes tipos, yerba mora, pacaya, chilacayote, tomatito…´, le dijimos”.
Toda esa diversidad de alimentos -explica Ledesma- es lo que permite vivir aquí, y lo que permitió reasimilar estos meses, a jóvenes migrantes que regresaron por la pandemia.
“De esos vivimos nosotros, de lo que sembramos en la milpa. A la hora que depositamos la semilla sembramos tres tipos de frijoles, sembramos calabaza y algunos tubérculos; así se crían todos juntos, es la milpa mesoamericana”, explica Joyarit.
Ana Luz Valadez Ortega explica que en Chiapas, el 47 por ciento de todo el territorio es propiedad agraria, y es este el estado que tiene una mayor superficie de siembra de maíz en todo México, según datos del Sistema de información Agropecuaria de Secretaria de Agricultura y Desarrollo Rural (Sagarpa). Solo en 2019 se cosecharon 1 millón 147 mil 899 toneladas de maíz, más del 90 por ciento a través de milperos de autoconsumo, detalla Valadez.
La producción de maíz, en el caso de los pobladores de la zona zoque, les sirve para comer ocho meses al año, aunque hay personas cuya producción le alcanza para todo el año, explican en la reunión del 6 de diciembre. Sin embargo, ahora mismo esa producción se encuentra en riesgo.
“Se está ablandando la tierra por el ganado”
En el interior de la Iglesia de San Bartolomé, en Rayón, la reunión toma forma, se organizan por regiones y municipios. De un lado los de Chapultenango, Rayón, Pantepec; de otro los de Tapilula y las zonas más bajas. Cada grupo fue desglosando en los mapas las afectaciones en su ecosistema.
Algunos dibujaron en hojas grandes de papel, el lugar que ocupa su comunidad, sus ríos, sus casas, sus milpas y lo que resultó dañado en las semanas recientes de lluvias. Otros hicieron listas completas detallando familias y perdidas; luego las colgaron de las paredes. Hay ancianos y jóvenes, hay mujeres y hombres.
“Acá se está ablandando la tierra por el ganado, el cerro se sigue deslavando”, suelta Jesús Manuel Gómez Gómez, un joven de 26 años, originario de la comunidad San Antonio Acambac, Chapultenango, cuando toma la palabra en la reunión donde poco a poco van dándole sentido a lo que cuelga de las paredes.
“Nosotros mismos nos lo ganamos, porque tiramos árboles para el ganado, para sembrar los pastos, y los cerros quedaron frágiles, ahora ya no pueden absorber el agua que este año fue muchísima”, reflexiona Rolando Vázquez, del poblado Guayabal.
Ninguno de los dos es geólogo o especialista en medio ambiente, pero conocen como nadie, lo que sucede en su región.
La familia de Jesús Manuel utiliza para la ganadería, entre 13 y 15, de las 20 hectáreas que poseen; las otras cinco, son destinadas a la siembra de maíz y hortalizas. Él recuerda que hasta 2005, la tierra que se utilizaba era casi exclusivamente para las milpas.
Pero ese año y los subsecuentes, el gobierno les ofreció créditos para la compra de ganado, “y la comunidad lo vio como una forma de hacerse de cierta economía”.
En San Antonio Acambac, quienes no accedieron a créditos para la compra de ganado, aun así decidieron cambiar el uso de una parte de su tierra. Tiraron milpas para sembrar pasto para los bovinos.
“Sembraron el pasto estrella y rentan la tierra a quienes tienen ganado. Ahí en la comunidad se cobran 300 pesos al mes por cada res; eso se paga por meter a pastar. En cada hectárea meten a pastar entre cinco y seis reses, lo que les deja una renta de 1,500 o 1,800 pesos mensuales”, detalla Manuel.
“Sembrando Vida” dice el cartel del programa gubernamental que pretende cambiar cultivos por árboles maderables y frutales.
– ¿Qué impacto tiene eso en la soberanía alimentaria?
-Lo que estamos viendo ahora es que en zonas como la zoque, que es una región montañosa con un nivel de humedad que llega a alcanzar el 80 por ciento, los terrenos se vuelven frágiles y cuando llegan estas lluvias extraordinarias, arrastran todo a su paso, arrastran también las tierras de los cultivos, o los caminos donde sacan los cultivos- enfatiza Ledesma.
Y para muestra, en la comunidad Nuevo Esquipulas Guayabal, desde octubre pasado, 216 familias no han podido sacar sus cosechas porque los caminos se inundaron. Ahí algunos tramos de caminos sacacosechas quedaron sepultados por los deslizamientos de laderas, explica Alfonso Díaz Ávila, comisariado del ejido.
“No hay paso, ni los caballos pueden pasar por ahí. Los derrumbes y deslaves sepultaron los caminos, se perdieron muchas cosechas porque quedaron sepultados gran parte de los terrenos. Lo que se salvó de las milpas, no se ha podido sacar; se trata de maíz, frijol, calabaza y chayote, que es para comer y para vender”.
La búsqueda de la salida de esta nueva situación, según acordaron los zoques en la reunión del 6 de diciembre, fue pedir a las autoridades acciones para salir de la emergencia: habilitar caminos, reparar viviendas, buscar terrenos para reubicar a quienes viven en zonas de alto riesgo.
Pero, ante todo, acordaron crear una coordinadora de afectados ambientales, y realizar una marcha-peregrinación “para reconciliar y armonizar con la Madre Tierra”.
Esta sería la tercera gran convocatoria regional de este siglo. Antes, en 2009, poblados de la región ya habían logrado mediante la acción comunitaria, cerrar una mina que explotaba sus tierras en San Isidro, municipio de Pantepec; y poner en jaque otros proyectos mineros en la región.
Luego, en 2016, se organizaron contra la llamada “ronda petrolera 2.2”, un proyecto del gobierno mexicano para que inversionistas participaran en la licitación para la perforación y extracción de 12 pozos petroleros, que impactarían en 84,500 hectáreas de tierras zoques. La licitación se suspendió por las protestas.
A raíz de esa lucha crearon el Movimiento Indígena del Pueblo Creyente Zoque en Defensa de la Vida y la Tierra (Zodevite), durante una asamblea que se celebró en la parroquia de la Santísima Trinidad en Ixtacomitán. Esa fue la suma de las asambleas parroquiales de Francisco León, Ixtacomitán, Tecpatán y Chapultenango.
Fermín Ledesma explica que, en el siglo XIX, otra amenaza que vivió la población zoque fue cuando la compañía deslindadora Mexican Land Colonization se apropió de 214 hecaréas de tierra de Ixtacomitán, Chapultenango y Magdalena Coalpitán, para extrater la madera.
“Estar bien con la Madre Tierra”
“¿Qué buscamos?, buscamos estar bien con Dios, estar bien con la Madre Tierra, estar bien con la comunidad, estar bien con nosotros. Buscamos no tener enfermedad, que nuestra Madre Tierra esté sana, que nos dé buena cosecha”, explica Diego Juárez, en susurros, entrevistado en la capilla de Iglesia.
Diego tiene 67 años, es sobreviviente de la erupción del volcán Chichonal, ubicado entre los municipios de Pichucalco, Francisco León y Chapultenango, que en marzo de 1982, lanzó fuego volcánico, masas de piedra hirviendo. Los zoques de la zona se refugiaron en las iglesias, hasta que la lava cubrió sus cultivos, plantaciones de maíz, cacao, café, plátano, y los bosques. Diego reflexiona, recuerda que, tras la erupción, poblados enteros fueron reubicados y la con los años tierra volvió a dar sus frutos. “Esta tierra es noble, es fértil, por ella comemos, pero siembre hemos tenido que defenderla y cuidarla”.
Los caminos quedaron bloqueados, para transitar por las carreteras que atraviesan la selva negra, hay que caminar sorteando piedras y lodo.
El pueblo zoque tiene al menos tres fortalezas que le hacen ser guardián de la vida: su capacidad organizativa y su sentido de comunidad; la conciencia de su vínculo con la tierra y su necesaria preservación; y la reproducción de sus saberes ancestrales en sus prácticas agrícolas, coinciden los especialistas Ledesma y Valadez.
“Si hay un desastre las comunidades responden. Hay y ha habido una capacidad de respuesta frente a las amenazas, formas ancestrales de hacer comunidad y colectividad en torno a la tierra, eso es una gran fortaleza”, explica Ledesma.
Añade que se suman los movimientos sociales en defensa del territorio que han surgido, donde no solo se defiende la tierra, sino se defiende el conocimiento, las semillas nativas, la comida, las formas medicinales ancestrales, el conocimiento colectivo, etcétera
“Toda la gama de flora, fauna y fuentes de agua que se ubican en el planeta, están en las zonas donde las culturas originarias están presentes. Eso nos trae la lección de que esos modos de vida son los que hacen prevalecer los ecosistemas; porque ahí la vida campesina tiene un diálogo y un vínculo indisoluble con la tierra desde hace miles de años: la interpretan, la conocen, la consideran un dios, la ven como una madre que los alimenta. Pero también reconocen su fuerza brutal que puede matar en un solo acto de inundación, de terremoto, o en virus desatado, aunque este virus – el SARS-COV-2- no es propiamente natural, sino está amarrado de la agroindustria”, explica Ana Valadez.
De cara a la pandemia, Valadez sostiene que mientras la mayoría de la población urbana cedió el control y su certeza de vida a una vacuna y una política sanitaria, los campesinos y los indígenas siguieron con su vida, “la agricultura siguió, se sembró la milpa, y las muertes por COVID también se asimilaron como parte del proceso vida-muerte del que han tenido conciencia de su indisoluble dicotomía”.
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