Por Javier Brandoli
El cineasta y escritor boloñés destripó y profetizó hace 60 años una ciudad inmensa, pobre y pasional, hoy vigente, en la que viven millones de personas. Rodea Roma y se llama Roma.
“No son viviendas humanas estas que se alinean sobre el barro, sino rediles para animales, perreras. Hechos con tablones podridos, muretes desconchados, planchas, telas enceradas. Como puerta tienen a menudo tan solo una vieja cortina sucia. Por los ventanucos, no más grandes de un palmo, se ven los interiores: dos catres en los que duermen cinco o seis personas, una silla, algunos tarros. El fango entra también en la casa. (…) Se abre la puertecilla, una prostituta arroja a la calle, entre los pies de los chiquillos, que juegan allí delante, el agua de una palangana, y justo detrás sale el cliente. Unas viejas gritan como perras. Después, de repente, se echan a reír al ver a un tullido que se arrastra por el suelo saliendo de una madriguera, que es un tugurio excavado dentro del grueso muro del acueducto”.
Termino de nuevo el párrafo, subrayado, y levanto la vista. Debe ser por aquí esa escena de 1958. El acueducto se pierde hacia el infinito. En una arcada hay un altar tras una reja candada. Se ven las fotos de dos difuntos, flores, plantas, una oración que parece un abracadabra para abrir el cielo y un espejo. Es una caja de muertos donde no hace tanto habitaban los vivos. Detrás de los ladrillos huecos, algunos edificios nuevos y lustrosos levantados sobre los escombros. Asfalto podrido, la hierba crece a rizos. Roma.
Pier Paolo Pasolini fue un profeta y un charcutero. Entendió y destripó una urbe que sólo los foráneos como él, boloñés, pueden descifrar. Roma es un enigma para los romanos. Convirtieron sus casas y sus barrios en trincheras, rediles, en los que acomodarse para sobrevivir al apellido de vivir en la ciudad eterna. Esa urbe, la reconocible en halagos y postales, está ahí, lejana, la señalan con el dedo los miles de habitantes de una periferia anular que contemplan un decorado distante. Su pobreza es un vicio y los vicios se esconden. Ya no hay barracas, alicataron la miseria, pero siguen, como Alicia, el camino empedrado de las viejas vías romanas que les lleva de vuelta a sus vidas de las afueras. En círculo, cavando un pozo.
“Eso no es Roma. Los romanos no vamos allí, eso es para turistas. La Roma de los barrios es otra cosa. Los romanos van y vienen del trabajo, tras dos horas de coche, para volver a sus vidas, bajar a la taberna”, explica Dino, un amigo de una romanidad militante, cuando escucha que alguien se queja del precio de una copa de vino y plato de pasta en un restaurante del centro histórico.
Pasolini fue profético en los 60. Entendió Roma como dos ciudades que no se hablan
“Pasolini fue profético en los años 60. Entendió la distancia sideral entre dos ciudades que no se hablan. Nosotros somos una ciudad de mil islas. Los romanos, yo lo soy de cuarta generación, somos vagos y andar a otro barrio nos parece un viaje”, explica a El Confidencial Irene Ranaldi, socióloga urbana y presidenta de la Asociación Ottavo Colle (octava colina). El nombre se refiere a esta octava colina que es la desconocida periferia y que Irene y su asociación enseñan a locales y foráneos. “Con la pandemia hemos realizado multitud de vistas de romanos que al no poder ir a otra parte se han acercado a conocer su ciudad. Se sorprenden al conocerla. Uso a menudo los escritos de Pasolini como referencia”, añade.
“¿Qué es Roma? ¿Cuál de todas es Roma? ¿Dónde termina y dónde empieza Roma? Roma es sin duda la ciudad más hermosa de Italia, si no del mundo. Pero también es la más fea, la más acogedora, la más dramática, la más rica, la más miserable (…) La riqueza y la miseria, la felicidad y el horror de Roma son partes de un magma, un caos. Para el extranjero y el visitante, Roma es la ciudad contenida entre sus viejas murallas renacentistas: el resto es vaga y anónima periferia que no merece la pena ver. (…) La Roma desconocida para el turista, ignorada por los biempensantes, inexistente en los mapas, es una ciudad inmensa”, recoge un reportaje de 1958 realizado por Pier Paolo Pasolini titulado ‘Viaje por Roma y sus alrededores’ incluido en su libro recopilatorio ‘La Ciudad de Dios’. Es de 1958 y podría firmarse hoy.
La colección de cuentos y artículos recogido en ese manuscrito, todos de entre 1950 y 1973, son un sortilegio en el tiempo. La Roma de Pasolini, pese al cambio de piel de la urbe, pese al hastío y desencanto final del cineasta con una burguesía que amenazaba la alma canalla y libre de la ciudad que él amaba hasta desgarrarle la vida, sigue ahí, vigente, sobreviviendo a la condena de no poder levantar la voz por el privilegio de estar enterrada entre mármoles.
Un poema en la cárcel
Pasolini, desde que se mudara con su madre desde Friuli a Roma una madrugada del 28 de enero de 1950, huyendo de un padre alcohólico al que dejaron durmiendo en la cama, vivió en una ciudad que siempre fue explorando. “Más pobre que un gato del Coliseo”, escribió Pasolini sobre su llegada a una capital que le fascinó desde el primer instante. Esa mirada a la pobreza no la abandonaría nunca. Se sumergió en ella, en esa Roma profunda, en su dialecto chulesco, en los borgate (barriadas) nacidas de esa idea del fascismo de recuperar el esplendor de la capital del Imperio Romano. “Esos barrios se construyen en el fascismo. Mussolini quería un centro histórico boutique del que presumir. Se tiran las viejas casas, se vacía la ciudad histórica, la del imperio, para lucirla. Sus habitantes son enviados a las afueras”, explica Ranaldi. Se extirpa entonces de la gran Roma la infección de los míseros romanos. Se parte la ciudad.
Uno de esos nuevos barrios es Rebibbia, periférico, a la ladera de una cárcel, un pueblo pobre incrustado al borde de la ciudad. Pasolini escribe en 1966 un poema, ‘Poeta delle Ceneri’, del que sale este fragmento que recuerda esos años:
“Vivimos en una casa sin techo y sin revoque,
una casa de pobres, en el último arrabal, cerca de una prisión.
En verano había un manto de polvo, y un pantano en invierno.
Pero era Italia, una Italia desnuda y alborotada,
con sus chicos, sus mujeres,
sus olores a jazmín y a sopas pobres,
los atardeceres sobre los campos del Aniene, las parvas de basura:
y, en cuanto a mí, mis sueños íntegros de poesía”.
Hoy queda de aquel paso, en la Piazzeta, una placa que recuerda aquella casa en la que habitó, junto a su padre, que vino a encontrarlos de nuevo, y su madre, Susana, una figura doliente, siempre en guarda, que enterró a su marido y dos hijos por nacer con la suerte maldita. En la terraza de la que parece fue su vivienda hay ropa tendida y suena la música de unos foráneos. Cerca hay un bar humilde y a dos manzanas un mercadillo. Y la cárcel, hoy sin los gritos y voces desesperadas de las madres que cuando empezó la pandemia iban allí a llorar el destino de sus hijos encerrados con un desconocido virus del que no podían huir. ¿Qué hubiera narrado Pasolini de esas voces y esas caras desgarradas de estos tiempos?
Las cárceles en Roma siempre fueron hacia fuera. En el Trastévere, entonces barrio popular que amaba el cineasta, hay una cárcel, Regina Coeli, en la que las madres y esposas se subían a la cercana y bellísima colina del Gianicolo y a gritos se comunicaban con sus hijos y maridos. Banda sonora romana la de rasgar la voz. La leyenda dice que si no has bajado la escalinata que hay a la entrada de esa prisión no eres un verdadero romano. “Con un pie en el infierno y el otro en un prostíbulo, dejando como herencia a su hijo el hedor a pobre”, escribe Pasolini sobre esa condena genética. “¿Dónde acaba Trastévere y dónde empieza el muchacho”, se pregunta en su cuento ‘Muchacho y Trastévere’.
A Pier Paolo siempre le interesó eso, el reverso, lo oculto, la vida en el canto. Un Caravaggio del siglo XX. Ambos, el pintor milanés y el cineasta boloñés descubrieron una ciudad que no era suya y la retrataron para horror de sus vecinos. Por eso los rechazaron en sus tiempos, porque los romanos sufren Roma en silencio, y ambos decidieron retratar sus miserias, sus caras feas, el instinto cruel de esta urbe llena de tanta belleza. “Cuando Pasolini retrataba esa Roma eran los años del esplendor económico, de la llegada a las casas de las televisiones y lavadoras. La gente no quería mirar esa realidad. Sí hay una similitud con Caravaggio”, explica Ranaldi.
El río de la muerte
En el número 178 de la Via Ostiense hay un río y una mesa con un mantel, dos vasos y una especie de relicario. “Esa noche él no cenó, cenó Pelosi. Pidió unos espaguetis con ajo y guindilla y un pollo con patatas. Pasolini bebió una cerveza”, nos explica Roberto Panzironi, de 64 años, el dueño del restaurante Al Biondo Tevere en el que cenó por última vez Pasolini el 1 de noviembre de 1975 antes de ser asesinado. Lo hizo con Giuseppe Pelosi, su ¿asesino?, al menos el culpable en la sentencia, que primero dijo que sí lo hizo él y luego que no, dejando la duda de si el genio boloñés fue asesinado por razones sexuales, por un robo, por homofobia, por defensa o por ser muy incómodo que un intelectual italiano, cercano al comunismo, denunciara las miserias de aquella Italia democristiana y corrupta.
“Era un hombre afable, educado. Venía con muchos chicos y con el personal de sus películas. Él hablaba y la gente le escuchaba”, recuerda un Roberto que le sirvió alguna vez y que interpretó el papel de su padre, sirviéndole en la última cena, en la Película ‘Pasolini’, en la que Willem Dafoe interpreta al cineasta y escritor. ¿Cuándo venía con chicos mostraba abiertamente su homosexualidad? “No, en aquellos tiempos eso era imposible”, responde él mirando pasar el asfalto gris del agua del Tévere. Al final de ese caudal murió Pasolini, masacrado a golpes, en la playa de Ostia.
Tráiler de ‘Pasolini’
Pasolini siempre amó el río, el Tévere, en los tiempos en los que aquella agua era una playa, un granero y una carretera. “Hasta principios de los 80 aquí había vida, veías barcas y la gente se bañaba y pescaba bajo nuestra terraza”, explica Roberto. El río formó parte de sus películas, de sus cuentos y sus poemas: “Apesta a sábanas tendidas en los balcones del callejón, a excremento humano en las escalerillas que llevan a la orilla del Tíber, a asfalto entibiado por la primavera, pero ese corazón aparece y desaparece pegado a los parachoques de los tranvías, tan lejano que la pobreza y la belleza son una sola cosa”, escribe el boloñés.
El río es hoy un desagüe que parte la ciudad. No hay barcas, ni jóvenes que se bañan en sus recovecos. Hay algún campamento de vagabundos, una vegetación que crece desbocada, fango, barcazas de fiesta en desuso, una pista ciclista desconchada y, hacia fuera, lejos del museo a cielo abierto que es Roma en su centro, donde hace sombra el Mausoleo de Adriano, la Isla Tiberina o el Gueto, basura arrojada en estercoleros.
Hay un montón de belleza, cúbica y bizarra, en barrios como Centocelle, Testaccio, Garbatella, Pigneto, Rebibbia…, pero sobre todo hay un montón de Roma, de una Roma que ve en el Coliseo o la Plaza Navona sólo un recuerdo. Pasolini se desencantó porque pensó que eso se desvanecía, y quizá ese fue su único error, creer que se podía acabar con el alma de esta ciudad: “Antes los hombres y mujeres de los arrabales no sentían ningún complejo de inferioridad (…) Sentían la injusticia de la pobreza, pero no tenían envidia de los ricos. Al contrario, los consideraban casi inferiores, incapaces de adherirse a su filosofía”. Roma.
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