Por Pilar Ruiz
El novelista parecía moverse como pez en el agua en el canallesco mundo del cine, quizá porque, tras la mano del escritor, estaba el ojo del espía acostumbrado usar cualquier método para sobrevivir
Deseo, desprecio y maldición: así podríamos definir la relación de la industria audiovisual con la literatura. Y eso que para cualquier autor o autora, la adaptación de una obra salida de su caletre es casi tocar el cielo con los dedos. Pero nadie escarmienta en cabeza ajena a pesar de haber sido incontables los escritores que se han declarado traicionados por la industria del cine y sus especímenes, seres muy poco dados a la mitomanía, descreídos, convencidos de que son ellos quienes crean los mitos; algo así como ser cardenal en el Vaticano. Cogerán esas novelas y harán lo que quieran con ellas: traicionarlas, amputarlas, violarlas o venderlas por cuatro cuartos sin importar quien las firma. Truman Capote, Stephen King, Ann Rice, Roald Dahl, Alan Moore, Anthony Burgess… La lista interminable de agraviados se remonta a los inicios del cinematógrafo. En todas partes, también en España, con rifirrafes bien aireados por sus protagonistas. Y, sin embargo, los incautos siguen ignorando el precio que tendrán que pagar a cambio de una breve fama y de unos sabrosos royalties: vender su alma al diablo. Porque el infierno espera a todos los artistas de la letra que pretendan acercarse a la industria del entretenimiento y salir indemnes: hagan lo que hagan, la maldición de Barton Fink caerá sobre ellos.
En Barton Fink, su mejor película, los hermanos Coen arrastran a la locura a un dramaturgo exitoso recién llegado a la meca del cine, en una de las bajadas a los infiernos más inquietantes de los muchos que pueblan el género cine dentro del cine. Puede que a algunos les parezca una exageración kafkiana, muy propia del estilo Coen, pero lo cierto es que la pesadilla hollywoodiense del creador de historias es todo un subgénero dentro del anterior, como muestra la reciente Mank (Fincher, 2020), biopic sobre Hermann Mankiewicz, de oscuridad resacosa no solo visual –a Fincher le haría falta tener un guionista tan bueno como el homenajeado para elevar la anécdota a categoría–, en el que aparece en plan cameo William Faulkner, referente directo en la maldición de Barton Fink. El premiado con un Nobel de Literatura en 1949, siempre arruinado y alcoholizado, formaba parte de esa caterva de escritores hacinados en los establos-oficinas de los estudios cuyo santo patrón es Joe Gillis, el protagonista de Sunset Boulevard, santificado por el vitriólico Billy Wilder –otro guionista– en una piscina de Pedro Botero. Así que en 1954 el Nobel se ganaba las lentejas con un peplum de encargo para su amigo Howards Hawks: Tierra de Faraones.
“¿Cómo coño habla un faraón?”, preguntó Faulkner a Hawks. “No sé, nunca he hablado con ninguno”, contestó el director. “¿Vale si lo hago hablar como un coronel de Kentucky?”, dijo Faulkner. “Yo no sé cómo habla un coronel de Kentucky, pero he estudiado a Shakespeare. Podría hacerlo como si fuera el Rey Lear”, dijo Kurtniz, el coguionista. Hawks zanjó: “Bueno, chicos, adelante. Y yo reescribiré lo que hagáis”.
También es habitual en este negocio que muy renombrados novelistas se hayan empeñado en firmar el guion de una adaptación a la pantalla, hasta que un sufrido guionista “negro” –ese ghost writer anglosajón– por poco dinero y sin ningún crédito deshaga el entuerto reescribiendo de principio a fin lo que la pluma famosa no supo llevar a cabo. Porque dominar el lenguaje literario no supone conocer el cinematográfico y aunque seas un superventas, un prestigioso intelectual, incluso un premio Cervantes –o un Nobel–, seguirás sin tener ni puta idea de cine.
Siempre hay excepciones, claro. Solo si vienes del infierno y te has codeado con el mismísimo Lucifer, es posible que logres sobrevivir a la trituradora de egos literarios. Como Le Carré.
“Los espías solo son un puñado de sórdidos y miserables cabrones. Como yo”.
Caído a edad provecta en este año maldito, Le Carré nos deja un legado cinematográfico apabullante: es uno de esos autores adaptado hasta la hipérbole, parece moverse como pez en el agua en el canallesco mundo del cine, quizá porque, tras la mano del escritor, está el ojo del espía acostumbrado a estudiar como un entomólogo las debilidades sus enemigos y usar cualquier método con tal de sobrevivir: “El que ha sido espía una vez lo sigue siendo toda su vida”.
Contaba que sus antiguos jefes del servicio secreto se arrepentían de haber aprobado la publicación de sus libros, estaba obligado a pasar por ese filtro: extraña forma de censura, mucho más férrea que la de productores, estudios, o mercado. O no, quién sabe qué es verdad y mentira con un hombre que tuvo que enviar a unos detectives a investigar su propia vida desdoblada en un pseudónimo: el maltrato del padre estafador, el abandono de la madre huida, sus años de espía. Le Carré no se fiaba ni de su memoria, ni de sí mismo.
El éxito literario le convirtió en objeto de deseo adaptativo bien pronto, con El espía que surgió del frío (1965): dos años antes todavía ejercía al servicio de su majestad. Martin Ritt, actor, dramaturgo, director, vio en la novela una trama luciferina interpretada por un anti-James Bond que coincidía con su propia visión del mundo y de la política de bloques. Unos años antes había tenido que abandonar su carrera en el cine: el FBI le acusó de ayudar al aparato de afiliación del Partido Comunista en Nueva York y de donar dinero a China, así que conocía bien el infierno en versión caza de brujas. Rodó esta película con su propia productora llamada Salem. A buen entendedor…
“Primero te inventas a ti mismo y después te crees tú invención”. El mentiroso perfecto, el rey de la ambigüedad, la tristeza cínica y el mecanismo de envilecimiento: puede que así vayas bien armado para bregarte en el mundo del cine y el escritor lo prueba con decenas de adaptaciones a la pantalla. Pero al final sus historias, como todas, son el reflejo deformado del alma de su autor –Kim Philby como su reverso tenebroso, hermano gemelo al otro lado del espejo y del muro– y resultan poco fotogénicas. Además, está su estilo de escalpelo, desabrido, descarnado, a dentelladas de imágenes; los personajes dibujados a tiralíneas; los largos y tensos diálogos. Parece proclive a ser llevado a la pantalla con facilidad, como si estuviera previamente guionizado, pero eso también es engañoso y anda lejos de la realidad cinematográfica, es decir, la mentira filmada.
Alec Guiness, Sean Connery, James Mason, Philip Seymour Hoffman, Gary Oldman… al medirse con los personajes lecarrianos pocos salen airosos. Burton sí, de la mano de un especialista en interpretación como Ritt. Pero es que la precisión de la letra supone un infierno para cualquier actor que estudie la novela original y apabullan todos esos innumerables detalles de actitud, gestos y comportamiento. Aunque a veces veamos milagros como el de Ralph Fiennes incorporando el tic de El jardinero fiel: pasarse la mano por la cabeza en una especie de caricia, sin afectación. También un sinfín de directores cargan con el consabido muerto de la adaptación sin lograr convertir ninguna de ellas en una gran película: ni Sidney Lumet con Llamada para el muerto (1966) ni John Boorman con El sastre de Panamá (2001), ni George Roy Hill, ni John Irvin, ni el resto, mucho menos conocidos. El topo (2011) de Thomas Alfredson, con una pléyade de estrellas británicas y atmósfera insana típicamente escandinava no termina de romper con el maleficio. Fernando Meirelles en El jardinero fiel (2005) es de los pocos que traiciona al autor al alejarse del thriller y la denuncia de la industria farmacéutica para contar una gran historia de amor romántico, trágico. Eso siempre funciona.
Además, con el paso del tiempo la pantalla grande se quedaba demasiado infantilizada para Le Carré –¿buenos y malos?, ¿de verdad? –, pero la industria siempre tiene un as en la manga, llámese edad de oro de las plataformas de pago y sus series: El infiltrado (Susanne Bier, 2016) intenta revitalizar hechos históricos pasados con un cálculo actualizado y la pulcritud marca BBC en una adaptación flojísima, cojera que también padece Un traidor como los nuestros (Susanna White, 2016). Chan-Wook Park –Palma de oro en el Festival de Cannes por Old boy (2003)–, con sus elegantísimos planos generales de encuadre y cartabón y una mirada propia sobre el artificio del cine, es quien más se aleja de caer en el averno adaptativo; La chica del tambor (2019) es una reflexión sobre la puesta en escena, con una protagonista actriz –inmensa, Florence Pugh–, donde el escritor nos recuerda a la hamletiana manera que el mundo no es sino una simulación, dividido entre quienes no están en el ajo y los que sí, víctimas de una pesadilla o una disociación esquizoide.
Le Carré es el siglo pasado y el tiempo presente, la voz que avisa de que el infierno no acabó con la caída del muro, que no era la Rusia comunista ni la KGB y se volvió aún más mordaz, pesimista, incluso antisistema, crítico feroz del neoliberalismo salvaje, del Brexit, de la CIA, de Trump, de la guerra de Irak.
“Esta guerra de Irak fue ilícita, señor Mundy. Fue una conspiración criminal e inmoral. Sin provocación, sin vínculos con Al Qaeda, sin armas apocalípticas. Fue una guerra colonial por el petróleo como las de siempre, disfrazada de cruzada a favor de la libertad y la forma de vida occidental, y la inició una camarilla de iluminados geopolíticos judeocristianos sedientos de guerra que se apropiaron de los medios de comunicación y aprovecharon la psicopatía norteamericana posterior al 11 de septiembre”.
Amigos absolutos (2003)
Le Carré, el mentiroso, el espía, el traidor, puro ser de ficción, seguirá condenado a penar eternamente en el infierno de las novelas de espías que él mismo creó, pero David John Moore Cornwell (Poole, 19 de octubre de 1931-Cornualles, 12 de diciembre de 2020) hace tiempo que salió de él. Ya es libre.
* Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió dos novelas: El Corazón del caimán y La danza de la serpiente (Ediciones B).
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