Pikara Magazine
Por Teresa Villaverde
Celia Viada Caso recupera en su primer largometraje, La calle del agua, la historia perdida de Benjamina Miyar. La cinta se presenta en el Festival Internacional de Cine de Xixón y es una propuesta de memoria histórica sobre la obra y lucha de esta fotógrafa asturiana y antifascista.
La mayoría de los negativos acabaron en el río cuando ella murió, en 1961. Muchas fotos han desaparecido o no se sabe que fueron tomadas por ella. Era hija de un relojero, marxista y bohemio. De su madre no se dice gran cosa, como suele pasar, pero se llamaba María Manuela Díaz Montero. Benjamina Miyar nació en 1888 y vivió toda su vida a los pies de los Picos de Europa, en Corao, Asturias. En la Calle del Agua. Una calle de solteras, raras y rojas, donde también vivieron sus primas; donde creció con sus dos hermanas antes de que se fueran a probar suerte a California. El 9 de noviembre de 1938 fue arrestada junto a otras quince mujeres. Tenía 46 años y estuvo mes y medio en la cárcel. Algunas de sus instantáneas fueron la prueba de que la guerrilla asturiana seguía organizada tras la victoria del bando franquista. Para el bando rojo, esas fotos fueron esperanza; para la dictadura, pruebas. Miyar fue acusada de terrorista.
Celia Viada Caso estrena su primer largometraje, La calle del agua, en el Festival Internacional de Cine de Xixón, recuperando la historia de Benjamina Miyar, pionera de la fotografía y antifascista. Miyar fue enlace, agente y testigo de la resistencia que se parapetaba en los bosques asturianos. De su historia se sabe poco, a pesar de haber sido una de las pocas mujeres dedicadas a la fotografía profesional de la época.
Viada trata de esbozar lo que se sabe de su vida. Recaba documentos, fotografías y algunas historias contadas por memorias ya casi borradas, testimonios en los que las fechas bailan. Si al aproximarnos a esta cinta esperamos ver una película o un documental al uso, mejor descartar la idea. La directora deja su poso de artista visual en esta obra de una hora. A pesar de la cadencia lánguida de la voz en off, la fuerza de las imágenes de Miyar aportan algo de ritmo. Una mezcla entre el documental, el videoarte y el álbum de fotos donde lo más interesante es el acceso a los documentos originales. La propuesta estética de los paisajes boscosos y oscuros, de los árboles envueltos en bruma, pretende que se adivine la pérdida de la memoria. El sonido del agua arrulla el relato –del agua del río donde acabaron los negativos, de la calle del agua donde Miyar vivió toda su vida–; y el repicar de los relojes como eco de su padre y de su tío, relojeros famosos en todo el Estado.
Esa primera sucesión de imágenes oscuras, grabadas de forma intuitiva según cuenta la directora, se intercalan con las fotos. Fotografías poco nítidas que se superponen en espacios donde la fotógrafa habitó. Sombras ajadas, desconchadas como las paredes. Retratos que continúan perennes en alguna casa. Fotos de la propia familia Miyar. Un par de cerdos; la relojería al fondo enmarcando el paisaje.
Otra imagen, con sus primas. Una más, con su padre, la única foto que compartieron. “Benjamina mira a cámara”, nos explica la voz en off lo que ya vemos en pantalla. Así, las fotografías de la artista o las fotografías sobre la artista que sacó el comerciante y fotógrafo Modesto Montoto, van construyendo una vida y mostrando también los vacíos. “El largo silencio del franquismo sigue pesando”, explica Viada al hablar de su cinta. En una de las instantáneas, Benjamina se asoma a la ventana de la cooperativa Sociedad Agrícola El Despertar. En otras ventanas contiguas se asoman a su vez otras mujeres y hombres. Abajo, frente a la fachada y fuera de la casa, posan todos los hombres, agricultores de la cooperativa, suponemos. Alrededor de un centenar. Una foto de familia amplia, extendida, obrera, anterior a la guerra.
Hay otras imágenes que también hablan de la alegría previa al golpe de Estado. “Benjamina posaba para sí misma”, advierte la voz en off. Y, con la mirada franca, la sonrisa ligera y el mentón levemente alzado, Miyar nos mira. Con vestidos sin corsé y caída en la cadera; la largura de la falda por la rodilla enseñando gemelos y tobillos. La melena cortada a ras de las orejas. La pose de una flapper aparece en la pantalla.
Con 30 años ya era fotógrafa y relojera. Le gustaba componer, dirigir, construir un relato. El pueblo era su decorado. Mujeres y niñas en fotos de estudio –había instalado uno en su casa– que preparaba con su propio atrezzo; imágenes costumbristas aparentemente improvisadas que retratan la vida del pueblo, componen el relato de La calle del agua. «A Benjamina también le gustaba escribir, pero no sobrevivió nada», dice la voz en off. Una voz que es nuestra fuente, la que da sentido a las imágenes que se suceden en pantalla. Imágenes bucólicas, recias o tiernas. Casi todas son retratos. Algunas, coloreadas después del revelado, imprimiendo un tinte de fantasía.
La cinta propone retazos que han quedado estancados en algún lugar del tiempo. Por eso, esa voz en off también se pregunta todo aquello que no sabemos de Benjamina: si se enamoró, qué música escuchaba o cuál fue el sonido de su voz. Construye a partir de los charcos aislados una pieza de memoria histórica, la de Miyar, pero también la de todas las mujeres de la Calle del Agua, y la de las mujeres que crearon lucharon y quisieron vivir libres. Y arranca desde la certeza más firme: “Una vez, una mujer”.
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