jueves, 18 de junio de 2020

Réquiem por una pandemia


Rebelión

Por Pablo Pérez Navarro 

La medicina de la epidemia no podría existir sin una policía.

Michel Foucault

Por definición, toda pandemia se desarrolla en el resbaladizo terreno que Michel Foucault bautizó con el término de biopolítica. En ese interregno se relacionan entre sí disciplinas tan variadas como la estadística, la medicina, la economía, la criminología o la demografía, entre otras, de cuyas encuentros e intersecciones resultan otras tantas formas de producir orden a partir del caos. Esa actividad recibe el nombre de biopoder, y no hace falta ser matemática para darse cuenta de que se trata de un terreno fértil en paradojas y aparentes contradicciones de enorme trascendencia política.

Puede resultar útil ilustrar este punto con un experimento mental o, si queremos, viral. Supongamos que creásemos un virus que, en un contagio al azar, tuviese una cuarta parte de la capacidad de matar de la gripe común [1]. Supongamos, además, que cada persona contagiada lo transmitiese de media a otras quince, como sucede con el sarampión, en lugar de las dos o tres que se estiman para el Covid-19. La pandemia resultante sería casi imposible de contener. Si la enfermedad fuera, además, de curso rápido, los servicios sanitarios y funerarios colapsarían en un brevísimo espacio de tiempo. En esas condiciones, la gripezinha de Jair Bolsonaro podría terminar con la vida de unos dos millones de personas en una sola oleada. Junto con la experiencia del duelo y de la muerte, esa paradójica pandemia distribuiría rápidamente sus efectos sobre el conjunto del cuerpo político. Estos divergirían enormemente entre sí en función de factores tales como la respuesta más o menos temprana, la capacidad y calidad de los sistemas de salud, el grado de transparencia informativa de los diferentes gobiernos, o el balance entre los aspectos sanitarios, securitarios y punitivos de las medidas adoptadas, entre otros factores. Cabe identificar, no obstante, algunos aspectos en los que sería difícil evitar un profundo impacto social.

En primer lugar, se produciría una inflación de la percepción del riesgo involucrado en cualquier contagio. La idea de que una enfermedad cuatro veces más débil que una gripe común pudiese generar tal acumulación de muertes resultaría en exceso contra intuitiva. En ausencia de pedagogía epidemiológica, todo contagio sería percibido como una grave amenaza vital. Si a la espectacularización de la muerte se sumase, además, la adopción de medidas de alto coste para la salud mental, como los confinamientos obligatorios, se podría generar una auténtica tormenta perfecta a nivel psicológico. Sus efectos trascenderían con mucho el plano individual, socializando el trauma en diferentes formas de psicosis social. Por la historia y la psicología social sabemos que cuando los niveles de estrés sobrepasan una determinada masa crítica tienden a institucionalizarse en formas que afectan, en ocasiones, a generaciones enteras, como sucede en los contextos de guerra. De manera similar, en la guerra contra la pandemia, el horizonte social del miedo sería profundamente biopolítico.

El carácter paradójico del virus conllevaría, además, una segunda inflación: la de la percepción del cuerpo del otro como amenaza. Cuando cada contagio se percibe como una amenaza de muerte todo encuentro lo es con un potencial asesino. Como resultado, el espacio público sufriría una completa transfiguración. Se convertiría en un campo de batalla y, por ese mismo motivo, en propiedad de las fuerzas de seguridad del estado. Por supuesto, en las condiciones propuestas, cada contagio sería potencialmente letal en su dimensión global. Por sí solo, ese hecho conllevaría una gran responsabilidad colectiva. Esta se haría acompañar, no obstante, por un miedo al encuentro que trascendería con creces cualquier preocupación por el bienestar del grupo. En el día a día, el miedo al virus y el miedo al otro serían indistinguibles entre sí.

Combinados, estos dos factores podrían alimentar escaladas autoritarias cuyo apoyo social rayaría con facilidad en lo totalitario. El miedo justificaría los medios. La restricción de libertades en nombre de la salud pública aparecería como un horizonte normativo deseable más allá de cualquier marco temporal concreto. Al mismo tiempo y paradójicamente, la negativa estatal a articular respuestas a la altura de la gravedad de la amenaza pandémica encontraría una coartada en el bajo riesgo representado por cada contagio individual ¿Para qué entorpecer la economía, si la amenaza es aún menor que la de una simple gripe? Es la respuesta neoliberal, fiel al imperativo de la protección de la esfera privada o, más bien, del beneficio privado frente al del conjunto de la población.

A primera vista, el paradigma autoritario y la dejación de funciones neoliberal podrían parecer extremos incompatibles. En la práctica, el carácter contradictorio de la pandemia los haría entrar en estado de ebullición, dando lugar a todo tipo de alternancias, mutaciones e híbridos. Las respuestas tardías y las limitaciones de recursos provocadas por los avances de la agenda neoliberal, en particular, darían lugar a todo tipo de estrategias de compensación autoritaria. En la perspectiva global, el paradigma biosecuritario asociado a la propagación de un virus de baja letalidad y alta transmisibilidad funcionaría bien como metáfora del ascenso de la extrema derecha global, tan ducha en el laissez faire neoliberal como en la defensa autoritaria de las fronteras internas y externas, políticas y morales, del cuerpo político.

Biopolíticas del riesgo

Este paradójico virus sería, en principio, muy diferente del que provoca el Covid-19. Nuestro sentido común epidemiológico deja poco margen para dudas: solo un virus mucho más agresivo que cualquier gripe podría alcanzar tasas de mortalidad como las del ocho o el doce por ciento documentadas en lugares como España o Italia. Las imágenes de entierros y hospitales de campaña terminarían el gesto, demostrando que cualquier contagio representa un grave riesgo vital. No es algo que necesitemos calcular, lo vemos. Sin embargo, esta percepción del riesgo que nos acompaña en los hábitos cotidianos, y en cada encuentro en el espacio público, ¿se corresponde con la amenaza real, o podría pertenecer de alguna manera al orden de las paradojas y aparentes contradicciones del interregno biopolítico? ¿Hasta qué punto podría existir una distorsión en nuestra percepción cotidiana del riesgo asociado al contagio? Y en el caso de que esta existiese, ¿podría llegar el SARS-CoV-19 a pertenecer a la categoría de virus paradójico en el sentido descrito?

Conviene recordar, en primer lugar, que las tasas de mortalidad que se repiten en los medios corresponden a la mortalidad por casos testados y confirmados, lo que con frecuencia restringe su sentido a la evolución de pacientes graves y hospitalizados. Especialmente, en los lugares más afectados. La tasa así calculada se dispara muy significativamente sobre la mortalidad por infección. Este hecho es, por supuesto, de sobra conocido. Poca atención se ha prestado, no obstante, al impacto que este foco hospitalario puede tener sobre la percepción social del riesgo asociado al contagio. Como aproximación, pensemos en lo que sucedería si cada invierno los medios insistieran en la mortalidad de hasta el diez por ciento que vinculadas a las hospitalizaciones ocasionadas por la gripe estacional2, o las del más del cinco que se contabilizan en Irlanda. El incremento de la percepción social del riesgo asociado al contagio de gripe al nivel de cada contagio individual sería notable. Entre otras cosas, porque esos datos multiplican pormás de cien la tasa de mortalidad por infección de la gripe común.

El caso no parece muy lejano a esta desproporción. Como recordaba en una entrevista el virólogo español Adolfo García Sartre, responsable de la investigación de la vacuna para el Covid-19 en el Hospital Mount-Sinaí de Nueva York, la tasa de mortalidad del virus es la misma en cualquier país (para cada grupo de edad) y podría llegar a ser tan baja como el 0,1 por ciento. Es decir, muy similar a la de la gripe común. En esa dirección apuntan, al menos, los modelos epidemiológicos publicados hasta la fecha, desde el 0,6 del influyente modelo del Imperial College de Londres hasta el 0,14 de uno bastante más reciente de la Universidad de Oxford, pasando por la horquilla de entre el 0,1 y el 0,4 que sugiere el Centre of Evidence Based Medicine teniendo en cuenta el conjunto y la evolución de los estudios disponibles. Dicho de otra forma, la mortalidad por casos de lugares como España o Italia podría ser de un orden hasta cien veces superior a la mortalidad por infección del Covid-19. Algo similar sucede con el 3,4 difundido por la OMS como media global. No porque esos datos sean falsos, sino porque su foco hospitalario hace que carezcan de sentido fuera de este. El impacto sobre la inflación de la percepción del riesgo que resulta de la vida mediática de estos datos es, claro está, notable, y nos sitúa de lleno en las coordenadas biopolíticas de nuestra paradoja viral. Entre otras cosas, porque la representación mediática de ese riesgo se ha emancipado de la amenaza pandémica en cuanto tal.

Algo similar sucede si pensamos en sus efectos globales. Estos son, sin duda, del orden de lo catastrófico, especialmente en lugares como Estados Unidos o Brasil, desde donde escribo estas líneas. En su intratable abstracción, sin embargo, las cifras de casos y muertes resultan tan ominosas como ininteligibles. Semióticamente aisladas, estas se relacionan tan solo consigo mismas, en su evolución temporal o en su comparación con las de otras regiones. El resultado es un sistema cerrado en el que cada elemento cobra sentido únicamente por su relación interna con el resto. En ese sentido, la pandemia habla su propio lenguaje. Cualquier otra pandemia o causa de muerte retrocede ante un avance semiótico inexorable que acapara la propia representación de la muerte. Se personifica así a la pandemia como enemigo, como si de un grupo terrorista se tratase, y como acontecimiento absoluto. Frente a esa amenaza, ninguna respuesta podría resultar excesiva. Aplicaciones de rastreo y seguimiento personal en China o Corea del Sur, cientos de miles de cámaras de reconocimiento facial en las calles de Moscú para detectar infractores de cuarentenas, cerca de un millón de multas por la ley mordaza en España, robots supervisando el distanciamiento social en los parques de Singapur, segregación por sexos del espacio público en Perú, Panamá y Colombia, licencia estatal para disparar a matar en Indonesia y El Salvador, persecución de la libertad de prensa en Polonia y Hungría, militarización de los territorios de los pueblos originarios en América Latina. En la nueva excepcionalidad, solo se podría pecar por defecto.

Necropolítica de las pandemias

Difícilmente podríamos escapar de la lógica autista de la excepción radical, y de los riesgos que esta anuncia, sin contextualizar la pandemia en una economía neoliberal de la muerte. La pregunta por los motivos por los que los siete millones de muertes anuales que causa la contaminación atmosférica, el más de un millón de los accidentes de tráfico, los diez millones de contagios y el millón y medio de muertes de la tuberculosis, el medio millón de la malaria, los ochode la industria tabacalera o los cerca de dos millones de contagios y 700.000 muertes que causa el sida cada año pertenecen al orden de lo cotidiano mientras que las asociadas al Covid-19 abren la puerta a una “nueva normalidad” no es, tan solo, una pregunta legítima. Es una pregunta que solo puede ser respondida situando cada una de esas pandemias y casas de muerte en relación con los intereses financieros no solo las hacen posibles, sino que crean las condiciones para que cada una de ellas encuentre su lugar en una constelación necropolítica atravesada por todo tipo de variables raciales, de clase, sexuales y de género. Y es una pregunta, además, sin cuya respuesta el presente sacrificio colectivo correría el riesgo de convertirse en una declaración de buenas intenciones que, en algunos preocupantes sentidos, podrían estar pasando a formar parte de la misma constelación de problemas que se pretendía combatir. Entre otras cosas porque los efectos de los nuevos paradigmas de bioseguridad global los sienten con mayor intensidad quienes sobreviven atravesando fronteras, las desplazadas y las refugiadas, las que habitan en las periferias de las ciudades del norte global, las comunidades negras e indígenas, la población de las favelas y la de las prisiones. Es decir, paradójicamente, algunas de las comunidades que más intensamente sufren los efectos del absoluto monopolio de la pandemia de Covid-19 en el espacio público y mediático.

No menos necesaria resulta, en mi opinión, la puesta en relación con la enorme capacidad letal de la gripe estacional. Las más de 150.000 muertes oficiales por Covid-19 en el conjunto de Europa a mediados de mayo deben poder ponerse en relación con la misma cantidad que provocó la gripe en 2017, y las globales con las cerca del doble que puede provocar una estación de gripe común, y entre las que se incluyen entre 10.000 y 100.000 menores de cinco años según estudios liderados desde el CDC de los Estados Unidos y coordinados por la OMS. De manera similar, sería necesario tomar en urgente consideración los cientos de miles de muertes infantiles y maternas que, según varios alarmantes estudios publicados en The Lancet, podría causar la presente disrupción de las cadenas de suministros, la disponibilidad de recursos humanos y financieros, y la reducción de la búsqueda de servicios sanitarios «será más catastrófica para madres y niños que el Covid-19 en sí mismo» [X], especialmente en los países del sur global. Sin olvidar, además, las más de un millón de muertes por tuberculosis que, según el estudio de la Stop Tb Partnership, se derivarán de la presente interrupción en diagnósticos y tratamientos a lo largo de los próximos cinco años. Ni estos y otros múltiples efectos en la salud colectiva derivados de la construcción de la pandemia como si del único enemigo de la salud pública se tratara pueden servir, por sí mismos, para valorar las repuestas de los diferentes estados a la pandemia. Cada una deberá celebrada, resistida o críticamente repensada en relación con un conjunto muy amplio de variables. Lo que sí me parece es que ninguna de esas valoraciones sería posible sin poner los efectos del Covid-19 en relación con el impacto de todas las medidas tomadas para combatirlo, incluidas las vidas perdidas por todos los obstáculos a la salud derivados de las medidas de cuarentena, confinamientos obligatorios, interrupción de cadenas de suministros y desvíos de todo tipo de recursos en el combate al covid-19 en un marco que debe ser, como la propia pandemia, necesariamente transnacional. De otro modo, sería demasiado fácil que nuestra respuesta colectica a ese conjunto de respuestas estatales permanezca presa, de uno u otro modo, de las escurridizas paradojas y aparentes contradicciones del interregno biopolítico.

Lo que estos y otros datos similares parecen sugerir es que, a la postre, el Covid-19, podrá terminar provocando menos muertes, las mismas, o muchas más que la gripe estacional sin que esa sea pueda ser la única medida de su excepcional gravedad. A pesar de lo que su construcción mediática pueda sugerir, esta no dependería tanto del recuento de muertes como, ante todo, de su simultaneidad. En otras palabras, de su capacidad para desbordar unos severamente precarizados, cuando no inexistentes, sistemas de salud pública. Ante ese aspecto de la amenaza pandémica, el foco en el marco hospitalario seguiría ocupando su lugar, sin duda, pero podría adquirir un signo muy diferente al de la mera repetición caleidoscópica de la enfermedad y de la muerte. Debería convertirse, más bien, en evidencia de la verdadera guerra que se está librando contra el conjunto de la población y en exigencia del derecho a la salud y a la vida.

Inmersas como estamos en un mundo globalizado en el que unas pandemias importan más que otras, la interdependencia y la solidaridad ceden con facilidad su espacio ante el aislamiento y el pánico. La situación es similar a la relación de occidente con los atentados que ocurren en su territorio mientras permanece ciego a los efectos de su guerra permanente contra el resto del mundo. Como nos enseñó Jean Baudrillard [2], la retransmisión en directo de la caída en directo de las Torres Gemelas la convirtió en un acontecimiento mucho más que real en cuyo nombre se justificaron todo tipo de intervenciones bélicas, recortes de derechos y restricciones a la movilidad. Su construcción mediática formó parte de la inflación de la percepción social del riesgo de que en cualquier lugar se produjera la conversión, por contagio, de un nuevo terrorista. A diferencia del derrumbe como acontecimiento externo, no obstante, la dimensión hiperreal de la arquitectura de la curva pandémica no permite más perspectiva que la interior, como si de un atentado ubicuo y en slow-motion se tratase. Esta diseminación geográfica y temporal es la que permite que se nos adjudiquen todos los papeles de forma simultánea. El de las oficinistas que aguardan el impacto de una curva que se aproxima con la parsimonia de un tsunami; el de las pasajeras que, negada la posibilidad de la despedida física, lo hacen mediante mensajería móvil; las que rompen las cuarentenas saltando desde las ventanas. Sin olvidar, claro está, el de bioterroristas bajo amenaza permanente de detención indefinida.

Las políticas de seguridad sanitaria global se yerguen entre nosotras como digno sucesor del poder simbólico de la guerra contra el eje del mal. Su creciente sofisticación tecnológica podría llevarnos a celebrar, como alternativa, un retorno a la pureza material del cuerpo a cuerpo que nos salve de los peligros de la interfaz tecnológica. Sería, creo, un grave error. Como ha mostrado la organización colectiva para suplir las carencias de las respuestas gubernamentales a la presente crisis sanitaria, desde Hong Kong hasta Chile, pasando por las favelas de Brasil, no habrá retorno analógico ni nostalgia posible. En la nueva normalidad, la resistencia será viral o no será.

Referencias

[1] Tomando el valor máximo de 0’1 por ciento de mortalidad para la gripe común usado como referencia en los comunicados de la OMS durante la pandemia de Covid-19. Se trata, por tanto, de un dato más mediático que epidemiológico y que uso aquí por motivos que espero, resulten claros a lo largo del texto.

[2] Roberton T, et al. Early estimates of the indirect effects of the COVID-19 pandemic on maternal and child mortality in low-income and middle-income countries: a modelling study, The Lancet Global Health, 2020; Henrieta, F., A wake-up call: COVID-19 and its impact on children’s health and wellbeing, The Lancet Global Health, 2020.

[3] Baudrillard, J, Réquiem por las Torres Gemelas, Summa+, 2002. 54: 36-39.

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