martes, 30 de junio de 2020

América Latina y el control del imperio

Rebelión

Por Roberto Bueno


“De pronto se expandió esa verdad de que el odio es epidémico; de que crece y se difunde lo mismo que una enfermedad; de que ninguna sociedad está lo bastante sana como para ser automáticamente inmune”.

Martin Luther King.

Desde hace muchos decenios los Estados Unidos aplican una política exterior absolutamente perjudicial no sólo para los pueblos de América del Sur, América Central y el Caribe, sino también para otras latitudes. Esta región es particularmente observadora del imperio como desprovista de soberanía, exponiéndose a la expropiación de riquezas, y a su gente según la tortuosa lente antropológico-política de los supremacistas neofascistas que legitima las intervenciones violentas, predominantes en la estable y críptica administración de EEUU. y su profundo estado.

Allí encontramos una cosmovisión y una interpretación socio-biológica íntimamente relacionada con los preceptos básicos del Nacional Socialismo Alemán cuyos horizontes históricos hoy en día iluminan el futuro americano.

Estados Unidos no tienen otra orientación en su política exterior hacia América Latina, Centroamérica y el Caribe que el esfuerzo continuo de socavar la soberanía de los pueblos y de combatir todas las formas, presentes y futuras, de políticas nacional-desarrollistas, y de llevar adelante este proceso que contaron históricamente, como lo reconoce Florestan Fernandes (2015, p. 116), con la intervención de la élite local, que compartía la idea de que la independencia del país no era una salida histórica.

Para lograr este proyecto de control y dominación, no se duda en intervenir directa o indirectamente en las más diversas latitudes del planeta (cf. Guimaraes, 2011, p.14) y, por supuesto, América Latina no fue la excepción, imponiendo gobiernos títeres, comisionando y estos gobiernos para expropiar las riquezas de los territorios bajo su autoridad y que alimentan el esplendor de las modernas civilizaciones occidentales (cf. Fernandes, 2015, p.112).

La historia de América Latina está llena de ejemplos ilustrativos de la ausencia de escrúpulosdel imperio para intervenir a través de la movilización de las elites locales que no se comportan sólo como dueños del poder sino como «dueños» de su propio territorio y sus riquezas. El imperio no duda en regimentar a los traidores de sus respectivas patrias, reclutando a hombres corruptos de todo tipo sin descuidar la contratación y el empleo de asesinos para las acciones que consideren indispensables, utilizando absolutamente todos los medios para que EEUU. proteja (y proyecte) sus intereses económicos y geopolíticos.

La realización de estas acciones incluye la tortura y la muerte como posible destino de los inconformes y resistentes a las formas abiertas de explotación y completa subyugación de las poblaciones nativas. Las fuerzas armadas neocoloniales estacionadas en los territorios nacionales -con los que ya no conservan la identidad cultural- cumplen sus funciones como meras delegaciones del imperio, transformadas en meros policías bien armados y entrenados para una represión política eficaz, evitando el estallido de formas de explotación económica típicas del capitalismo neocolonial en un orden capitalista dependiente (cf. Fernandes, 2015, p. 102).

Este proyecto continuado del imperio tiene la insustituible prontitud de las Fuerzas Armadas locales, herederas de la formación espiritual de los neocolonizadores, su oficialidad, así como la élite, se forma en paralelo con la cultura social, pero aún inmersa en ella, percibiendo la masa de sus individuos como el fruto de una gran factoria que no ha sido disuelta, siendo su diálogo con la cultura indígena y nacional desarrollado desde una perspectiva de superioridad, porque la entienden, como sugiere Darcy Ribeiro (1972, p. 101), como una «[…] creación espuria porque nace condicionada por la dominación colonial».

Las élites locales, armadas o no, mantienen un desprecio por la cultura autóctona, y su aculturación extranjera va acompañada de una firme tensión por la des-culturaciónn aplicada en primer plano a los negros y a los indígenas, cuya cultura sirvió de matriz para la conformación de la identidad nacional, que al distanciarse de ellos impone la lógica del debilitamiento del pueblo, que al ir en sentido contrario construye el bastión del apoyo a la soberanía que ofende los intereses del imperio.

No se trata de un ataque casual a la cultura negra y a los pueblos indígenas, sino que forma parte del proyecto de ejercer el dominio en su versión neofascista, en la que se extirpan las categorías de identificación del pueblo con sus raíces, y una vez que se «higieniza» el territorio, entonces todo el espacio queda liberado para la ocupación de las referencias culturales y estructurales del imperio ocupante.

La dominación imperial se ve facilitada por la ruptura cultural con sus referentes fundacionales y su despliegue en lo que Darcy Ribeiro (1972, p. 101) conceptualizó como desculturalización, lo que sugeriría tener como elemento básico un «[…] carácter obligatorio, expresado en el esfuerzo por hacer inviable la manifestación de la propia cultura y hacer imposible su transmisión […], porque en esta encrucijada se encuentra la interdicción visceral del encuentro del pueblo consigo mismo y con la posibilidad de su unidad que fortalece el ejercicio de la soberanía.


Este proceso de desculturalización presupone la deshumanización, desarraigando a los individuos, alejándolos de su posibilidad de dar rienda suelta a su identidad, siendo éste el primer e indispensable paso hacia la posterior aculturación en una nueva clave alienígena gestionada por lo que los indígenas podrían llamar abaité (gente mala, repulsiva).

La esencia de la política exterior estadounjidense puede clasificarse como un vasto anajé(gavilán, ave de rapiña), permaneciendo apegada a los paradigmas que mantienen la aculturalización de la esclavitud que en el caso brasileño duró formalmente hasta el 13 de mayo de 1888 bajo la Ley de Oro, pero materialmente tiene secuencia a través del concepto de la esclavitud moderna.

Los desafíos brasileños ya fueron superados por la gramática y la geografía política de Martin Luther King (2013, p. 125) cuando advirtió, a mediados del siglo XX, que «hace siglos, la civilización adquirió la certeza de que el hombre tan solo vivía librado de la barbarie en la medida en que reconocía los lazos que unían al prójimo», y este desconocimiento del siguiente fue lo que, en su momento, Estados Unidos dudó en materializar, pero que, después de lograrlo internamente, siguen manteniendo en su política exterior.

Hay innumerables manifestaciones objetivas de la aplicación empírica del perfil invasivo de la política exterior de los Estados Unidos que desacredita el discurso de los derechos y el mito de la democracia, en favor de un realismo político cuyo destacado pragmatismo lo estrangula apoyando a regímenes que violan los derechos humanos (véase Nixon, 1991, p. 381) – en contradicción con sus prácticas activistas de incorporación de territorios (Louisiana y Florida), imponiendo bellamente a México la pérdida de 2/3 de su territorio (1846-1848).

Pero también ocupando Haití durante 10 años, además de ocupar Cuba, Filipinas y Puerto Rico, defendiendo a España de la región en 1898 y tomando el control de la región por sí misma, siendo 1945 el año cero de la transición del poder regional de Estados Unidos al mundo, como lo reconoce Samuel Pinheiro Guimarães (2011, p. 13), de mantener la hegemonía contra el surgimiento de potencias competidoras.

Los ejemplos de esta política intervencionista son múltiples y de diversos grados de invasión. Así, la República Dominicana se encontró con el peso de Rafael Leonidas Trujillo (1891-1961) por la gracia del trabajo militar de los Marines de EEUU, así como con Augusto Pinochet (1915-2006), cuyo golpe de Chile contra Allende en 1973 fue abiertamente patrocinado por Washington. También Anastasio Somoza García (1896-1956) reinó a través de la barbarie y la explotación de Nicaragua a favor de EEUU durante veinte largos años, desde 1936 hasta su asesinato en 1956, sólo cuatro años antes de que al dominicano Trujillo se le impusiera el mismo fin violento, típicas eliminaciones de los «descartes» que la CIA ejecuta en consonancia con la oscilación de los intereses económicos y geopolíticos de EEUU.

Esto se ha comprobado con Trujillo siguiendo el ejemplo de Manuel Noriega (1934-2017), de Panamá, otro de los varios miles de egresos militares de la notoria Escuela de las Américas mantenida por EEUU. Noriega avanzó en su carrera militar muy cerca de Omar Torrijos, presidente panameño entre 1968 y 1981, que también había ascendido al poder mediante un golpe de Estado.

En estrecha relación con la CIA, Noriega negoció armas originarias de Estados Unidos como dictador y títere del imperio en territorio panameño entre 1983 y 1989, su caída se debió al progresivo distanciamiento de  Estados Unidos, que finalmente resultó en la invasión militar estadounidense para encarcelar al antiguo aliado.

Somoza fue un dictador en Nicaragua entre 1936 y 1956, interrumpido sólo por un asesinato pero pronto fue sucedido por su hijo, un régimen que duraría otros 23 años, a pesar de la corrupción generalizada que en ningún caso causó malestar a la ética protestante americana que sacó un beneficio superlativo de ello. Gobernando con el apoyo de los Estados Unidos, Somoza adoptó la represión como una forma de asegurar la efectividad del régimen y el mantenimiento del poder, sin descuidar la oportunidad de amasar una vasta fortuna personal que pronto se extendió a los miembros de la familia más allá de lo imaginario y legendario.

Somoza ascendió a la carrera militar en la Guardia Nacional de Nicaragua, una fuerza organizada por los Marines de Estados Unidos, habiendo alcanzado la posición de mando por designación expresa del imperio. Al asumir la presidencia, Somoza pronto intentó reformar la constitución para concentrar todos los poderes, asignando puestos clave, incluyendo el militar, a personas cercanas a él y también a familiares. Control total.

Trujillo, jefe de clan y empresario, también acumuló una enorme fortuna y ejerció el poder como el gángster más legítimo (Rouquié, 1984, p. 198), algo que no fue una excepción sino una regla en los diversos regímenes establecidos y patrocinados por EEUU a través de golpes de Estado en América Latina, América Central y el Caribe. Al igual que Fulgencio Batista, muchos otros ascendieron al poder liberando a la isla del «gangsterismo» de sus predecesores, pero pronto, instalados en el poder con la bendición del imperio, muchos se convirtieron, como Batista, en otro de los tantos tiranos sanguinarios y crueles que poblaron América Latina, América Central y el Caribe.

El sangriento camino de Batista no encontraría a Katechon sino en el único que los cobardes devoradores de carne popular reconocen como la última parada: las armas revolucionarias que, en este caso, fueron las de los hermanos Castro, Fidel y Raúl, sumadas a las de Ernesto «Che» Guevara y Camilo Cienfuegos, entre otros, que se atrevieron en el Moncada y, con extremo coraje y superior audacia, el triunfo en el Malecón el 1 de enero de 1959.

Los dictadores que ejercen el poder para expropiar las riquezas de su país, como Trujillo, que organizan esfuerzos para entregarlas al imperio, reciben pleno apoyo y elogios de las grandes empresas trasnacionales que controlan el universo de los medios de comunicación y gran parte de la corriente académica e intelectual que reside en los mejores y más privilegiados espacios.

Desde el punto de vista interno, los regímenes de este tipo necesitan movilizar y cohesionar con ellos mismos la relación última de poder de facto, es decir, las Fuerzas Armadas, y por lo tanto Trujillo, como todos los demás dictadores, mientras aplastan a la población con políticas de empobrecimiento hasta el límite de comprometer incluso la existencia colectiva, conceden privilegios económicos extremos a los militares como fórmula segura para obtener su lealtad duradera.

A la infiltración en las Fuerzas Armadas,EEUU prefiere llevar a cabo la cooptación de los dirigentes en ascenso, como lo demuestran ampliamente los planteamientos realizados a través de cursos, pasantías, diversos contratos privados y capacitación (no sólo de inteligencia) y también para contener cualquier movimiento político (violento o no) que tenga por objeto sustituir el sistema capitalista que interesa a las empresas estadounidenses. En resumen, EEUU entrenó a las Fuerzas Armadas de los países de América Latina y Centroamérica para operar como meros policías ideológicos con un vasto poder represivo y una muy alta letalidad con competencia para la acción nacional con el fin de proteger los intereses del imperio.

Trujillo no mantuvo ningún escrúpulo activo al unirse a las Fuerzas Armadas invasoras de EEUU, y su ascenso político fue meteórico. No se distanció de otros modelos políticos implementados por EEUU. muy cerca de los protectorados, La administración dictatorial de Trujillo ha gestionado la República Dominicana como una zona rural, orientando sus opciones políticas de acuerdo con sus intereses personales.

Tener oponentes muertos no era una rareza, y si la única opción para ello era el testimonio del cielo añil, esto tampoco importaría, como es costumbre en las dictaduras más sangrientas. La opinión y el apoyo político de Trujillo a las muertes fue directamente proporcional a su movilización para satisfacer los intereses del imperio en cualquier cuadrante, y en lo que quedaba de la necesidad de anclaje teórico-discursivo, se planteó la supuesta amenaza, el anticomunismo.

Bajo el estandarte de esta amenaza, se derramaron océanos de sangre, sin límites ni restricciones de métodos. Trujillo permaneció en el poder durante 31 años, interrumpidos por su asesinato, cuando su hijo tomó el poder y, como el submundo tampoco tiene regulaciones, una vez atrapados, los asesinos fueron entregados vivos para saciar el apetito de los tiburones, un final muy esclarecedor para las relaciones internas que se mantienen en el corazón de las asociaciones criminales donde el dolor obviamente no se permite como verbo, sino incluso como sustantivo.


El caso de Trujillo está lejos de quedar aislado en la larga y triste hoja de méritos que EEUU ha estado proporcionando a América Latina, América Central y el Caribe. Lo mismo ocurrió en el Paraguay bajo el mando del General Alfredo Stroessner (1912-2006), que llegó al poder en 1954 mediante un golpe de Estado alimentado por la inestabilidad política derivada de la Guerra del Chaco (1932-1935) entre el Paraguay y Bolivia, en la que Stroessner había servido y ganado una relativa prominencia.

Esto le ganó la simpatía de Estados Unidos, que creció cuando propuso una violenta toma del poder al derrotar a Federico Chaves, un presidente legítimamente elegido. El golpe de Stroessner con el apoyo de EEUU. se llevó a cabo en mayo de 1954, y a partir de entonces concentró el mando de las Fuerzas Armadas y la presidencia de honor del Partido Colorado, además de ejercer todos los poderes al margen de la legalidad democrática, despreciando al Parlamento, siempre bajo la bendición de la mayor potencia mundial y «referencia del modelo democrático».

La lista de intervenciones de los Estados Unidos en América Latina, América Central y el Caribe es extremadamente larga, un poderoso e incansable dínamo económico de desestabilizaciones políticas y económicas que generan crisis sucesivas, que no tendrían éxito sin que sus recursos económicos cooptaran a los genuinos traidores de sus respectivas patrias, almas putrefactas disponibles en todas las latitudes y hemisferios a precios bajos.

El Chile de Allende ha conocido los intensos y sucesivos esfuerzos de EEUU para desestabilizarlo y derrocarlo, Las maquinaciones de Kissinger con la CIA bajo la bendición del irascible Richard Nixon, que ya se había comprometido a enturbiar las elecciones e impedir la toma de posesión de Allende en 1970, escenario del intento de golpe de estado de los generales Roberto Viaux y Camilo Valenzuela, también financiado por EEUU., una operación que consistía en secuestrar al general René Schneider, un conocido defensor de la legalidad constitucional (que resultó en su muerte) para impedir la toma de posesión de Allende.

Otra estrategia utilizada para ejercer el control sobre América Latina, Centroamérica y el Caribe es la de hacer préstamos económicos, a menudo basados precisamente en crisis alimentadas por agencias estadounidenses que instigan a situaciones de emergencia. El imperio implementa este dominio directamente o a través de organizaciones internacionales cuyos altos rangos controla, estableciendo fácilmente las condiciones para la implementación de préstamos, invariablemente diseñados a favor de las grandes corporaciones.

Esto ha ocurrido a lo largo de la turbulenta historia de América Latina en varios momentos en que los países de la región –sucesivas contrataciones por parte de Bolivia, Colombia y Brasil– acudieron al FMI en condiciones que sólo profundizaron radicalmente sus crisis, siendo uno de los ejemplos más recientes la Argentina.

En el proceso de toma de poder a través de canales no electorales, uno de los primeros movimientos de la estrategia de Estados Unidos para consolidar su dominio sobre los distintos estados de América Latina consiste en el encubrimiento jurídico, utilizando los más altos tribunales de los países para legitimarlos ante la opinión pública.

Esto ocurrió, por ejemplo, en Brasil, cuando, a raíz del golpe de 1964 contra João Goulart, el Supremo Tribunal Federal (máximo órgano del poder judicial) reconoció la declaración de vacante del cargo cuando el Presidente se encontraba en territorio nacional, precisamente en la ciudad de Porto Alegre (RS) y, al cabo de decenios, volvió a reconocer la validez de las múltiples violaciones jurídicas consignadas en las inexistentes «atracciones fiscales» contra Dilma Rousseff, cuyo primer objetivo era tomar las reservas pre-salinas brasileñas descubiertas unos 10 años antes de los hechos.

Los movimientos imperiales de América Latina, América Central y el Caribe no podrían encontrar las condiciones apropiadas para el establecimiento de su dominio si no tuvieran una extensa lista de personalidades de la élite local. El perfil de esta élite es amistoso en relación con las frecuentes visitas a las puertas de los cuarteles de los Estados Unidos a través del Departamento de Estado para operar con la CIA la reversión del eventual marco político desfavorable impuesto por la población como resultado del conteo de las urnas.

Se trata de un colectivo que no conoce otra lógica que la amenaza de la fuerza, y tampoco sus (altas) pretensiones otra firme limitación que el suficiente brillo de las armas al cielo. Incluso antes de la toma de posesión de Allende, el 4 de noviembre de 1970, Estados Unidos ya habían comprometido todos los recursos necesarios para socavar las posibilidades de éxito de cualquier camino político en el país que no fuera estrictamente capitalista o que afectara mínimamente los intereses de las grandes corporaciones estadounidenses.

Con la elección de Allende, esta inversión se incrementó sustancialmente y tuvo como objetivo sumir la vida chilena en el caos, con el fin de estrangular absolutamente las condiciones de gobernabilidad. Si este escenario se diseñara, por ejemplo, recurriendo al colapso de los suministros de la ciudad y a la impracticabilidad del sistema económico, las Fuerzas Armadas chilenas se verían obligadas a intervenir para «sanar» las circunstancias insostenibles -creadas artificialmente por la inteligencia estadounidense- bajo el argumento legitimador ante la población de materializar la «pacificación» de la sociedad.

Bajo el escenario de caos supuestamente impuesto al país por el gobierno socialista de Allende, el nuevo régimen estaría legitimado para operar bajo la lógica del Estado de excepción desde el punto de visión jurídico-política, para hacerlo recurriendo a la imposición de una feroz dictadura con un apetito sanguinario de consumir a su propio pueblo con el pretexto de eliminar a los enemigos de la patria. El método aplicado en Chile no fue innovador en su esencia, sino el desarrollo de una estrategia que se replicaría en diversas latitudes con las variaciones y adaptaciones históricas que imponen las sofisticaciones de la tecnología.

Entre estos espacios de control, Brasil se convirtió en un territorio legítimo gobernado según la lógica de los protectorados, ahora mezclada con las prácticas neofascistas, y el país desapareció en el caos más profundo, interesando al imperio extraer gratuitamente las vastas riquezas nacionales mientras no se consolide la nueva etapa de fuerza, de modo que la imposición de la estabilidad por la fuerza conduce a un largo ciclo de no menos de dos décadas de expropiaciones a las sombras.

Bibliografía:

GUIMARÃES, Samuel Pinheiro. Prólogo: Doces ilusões, duras realidades. In: MONIZBANDEIRA, Luiz Alberto. Brasil-Estados Unidos: A rivalidade emergente (1950-1988). Rio de Janeiro: Civilização Brasileira, 2011. P. 13. 277 p.

KING, Martin Luther. Antología. Unsueño de igualdad. GOMIS, Joan. (Ed.). Madrid: 2013, Catarata. P. 125.

NIXON, Richard. Na arena. Vitória, derrota e recomeço. São Paulo: Siciliano, 1991. 435 p.

ROUQUIÉ, Alain. O Estado militar na América Latina. São Paulo: Alfa-Ômega, 1984. 476 p.

* Roberto Bueno. Profesor universitario brasileño. Doctor en Filosofia del Derecho (UFPR). Mágister en Filosofía (Universidade Federal do Ceará / UFC), especialista en Derecho Constitucional y Ciencia Política (Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid). Profesor-colaborador del Programa de Posgrado en Derecho (UnB, 2016-2019). Posdoctorado en Filosofía del Derecho y Teoría del Estado (UNIVEM).

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