jueves, 25 de junio de 2020

De Shakespeare a Ionesco, ¿qué virus fue peor?


Por Andreu Gomila 

Lady Macbeth se limpia las manos compulsivamente. Macbeth (1948), de Orson Welles

Ya en el S.XVII el inglés impregnó sus obras con las plagas de su época. Años más tarde, autores como Ionesco, Sarah Kane, Samuel Beckett o Edward Bond describieron realidades que se parecían mucho a la actual

En el ápice de la carrera de William Shakespeare, entre 1603 y 1613, los teatros de Londres estuvieron cerrados 78 meses (el 60% del tiempo) debido a las numerosas plagas que azotaron la Inglaterra de la época. Entonces, escribió, entre otras, Macbeth, Antonio y Cleopatra, Rey Lear y La tempestad. Aunque no fuese nunca un tema central, la enfermedad sobrevenida, inesperada, que causa miles de muertos, sobrevuela muchas de sus obras.

En Macbeth, que urdió durante la epidemia de 1606, Macduff le pregunta a Ross si Escocia sigue como la dejó, a lo que el noble le responde: “Sí, pobre nación, casi con miedo de reconocerse a sí misma. No se puede llamar nuestra madre, sino nuestra tumba, donde no se ve jamás sonreír sino a quien no sabe nada: donde los suspiros, gemidos y gritos que desgarran el aire, surgen sin ser observados: donde la violenta tristeza parece un humor cualquiera: el redoble por los muertos, apenas se pregunta por quién es, y las vidas de los hombres buenos se extinguen antes que las flores que llevan en el sombrero, muriendo sin enfermedad”. Ross se refiere a la maldad de Macbeth, que no ha dejado títere con cabeza, pero los estudiosos no dudan en señalar que de lo que Shakespeare está hablando es de lo que veía por su ventana ese verano de 1606. 

En Timón de Atenas y en Romeo y Julieta las plagas son cruciales. En la última, por ejemplo, una epidemia coge al emisario que fray Laurence ha enviado a Romeo

En Timón de Atenas y en Romeo y Julieta las plagas son cruciales. En la última, por ejemplo, una epidemia coge al emisario que fray Laurence ha enviado a Romeo para advertirle que Julieta ha falseado su muerte. La carta no llega a su destino, y el Montague decide suicidarse… Timón azota con plagas a los que le han defraudado. “¡Quisiera transmitirles la peste, si pudiera cogerla para ellos!”, dice, cuando los senadores acuden a visitarlo al final de la pieza. En Rey Lear, el monarca define a su hija Goneril como “una llaga de peste, un carbúnculo en relieve en mi sangre corrupta”, clara referencia a la peste bubónica, muy presente en la infancia del Bardo. 

Un rinoceronte atropella a un gatito

En el siglo XX la cosa cambia. ¿Quién quiere pestes cuando las guerras se han llevado vidas por millones?, podríamos pensar. Tenemos distopías, muchas, relatos atroces, pero plagas, pocas. Casi ni citadas. Hay poco pánico, terror o desolación ante el presente o el futuro próximo. Ni los personajes que Sartre cierra en su infierno de Huis clos parecen muy asustados. Más bien, se hacen preguntas sobre su vida, qué los ha llevado hasta allí. Hay una brillante excepción: los habitantes de “la ciudad de provincias” donde Ionesco sitúa su Rinoceronte caminan del menosprecio ante un paquidermo que pasa trotando por la calle al susto generalizado. La gente se está transformando en este animal enorme y cornudo (¿asiático o africano?) y los nervios, así que la plaga se acerca, están a flor de piel. 

De entrada, no hacen caso, piensan que no es cosa suya, como nos ha pasado a nosotros con el maldito coronavirus. Los personajes de Ionesco se engañan, porque también serán víctimas. La camarera anuncia que ha visto a un rinoceronte y el dueño del café le suelta: “¡Tú ves visiones!”. Aunque el dramaturgo acota que sabe que su empleada tiene razón. No quiere verlo. Cuando aparece otro, la parroquia resopla. Y el rinoceronte atropella a un gato. La propietaria del felino entra en el bar, le ofrecen coñac sin parar y los clientes, como tertulianos antes de la tormenta, debaten sobre estupideces. Escurren el bulto. La noticia del atropello sale en el periódico y, incluso así, continúan sin preocuparse. Daisy dice que ha leído que han localizado treinta y dos rinocerontes, a lo que Botard exclama: “¡Exageraciones!”. 

Hasta entonces, los acontecimientos suceden lejos a pesar de la muerte del gatito. Berenger, el protagonista de la pieza, se pelea con Jean y decide ir a su casa a visitarlo. Entonces, lentamente, observa la transformación de su amigo en paquidermo. “Me dan asco, los hombres, que no se interpongan en mi camino que los aplastaré”, le dice Jean a Berenguer, ya metamorfoseado. Más tarde, Daisy recuerda las últimas palabras de Botard: “Debemos estar de acuerdo con nuestra época”. Ella, Berenger y Dudard charlan sobre lo que está ocurriendo, sobre la expansión de este mal que convierte a las personas en rinocerontes. Son mayoría, creen, y comentan que deben hacer algo. En vano, porque pronto se dan cuenta que ya no lo son. Demasiado tarde.

La pieza de Ionesco no habla de ningún virus, sino del totalitarismo, el gran mal del siglo XX. Los resistentes se atrincheran en sus casas. Están muertos de miedo. “¡Voluntad! Hay que tener voluntad”, dice Berenguer al principio del tercer acto. Berenguer será el último hombre, el único superviviente y, en el monólogo que cierra la obra, expresa su deseo de convertirse, él también, en rinoceronte, como todo el mundo. Sin embargo, es consciente de que tiene la responsabilidad de salvar a la especie y sale de escena con la escopeta cargada gritando: “¡No capitularé, no capitularé!”.

Beckett y el mundo de después

Hay quien dice que, en el fondo, las obras de Beckett son distopías puras y duras. ¿A quién esperan realmente Vladimir y Estragon? ¿Donde vive Winnie? ¿De qué hablan Clov y Hamm? Todos sus personajes célebres parecen suspendidos en el vacío sideral. Ni Mad Max fue tan lejos. El tema del irlandés es la incomunicación, pero de qué época. Porque podría tratarse del mundo que nos espera, alejados unos de otros. Ada, en Cenizas, le dice a su marido: “Estarás solo en el mundo con tu voz, no habrá otra voz más que la tuya”. Es la soledad que teme Winnie de Días felices.

Vi, en Vaivén (Come and go), se hace una pregunta que ahora, confinados, todos nos hacemos: “¿No podemos hablar de los viejos tiempos? (Silencio) ¿O de qué pasó después? (Silencio) ¿Nos tomaremos de las manos a la antigua usanza?”. Antes, Ru le ha preguntado a Flo si Vi nota que ella misma ha cambiado. Son tres mujeres mayores sentadas en un banco que observan el mundo que las rodea… Al final, se dan las manos. Y Flo cierra la breve pieza diciendo: “Puedo notar los anillos”. No llevan.

Have I none, Chair y The under room nos muestran ciudades donde se han abolido las relaciones sociales y donde la gente vive aterrorizada ante la llegada de extranjeros

Sarah Kane fue mucho más lejos que Beckett. En su primera obra, Aniquilados (Blasted), nos presenta una escena aparentemente naturalista: el maduro Ian y la joven Cate están en una habitación de hotel. Él ejerce sobre ella un poder brutal. No sabemos qué pasa fuera, como son las calles, qué noticias salen en la tele. Hasta que un soldado irrumpe en su intimidad y todo queda destruido. “En la ciudad todo el mundo llora”, dice ella. Ha salido y vuelve con un bebé en brazos. A Ian le han sacado los ojos. “La mayoría de la gente se ha rendido”, repite ella.

Ian quiere suicidarse, pero Cate intenta impedírselo. “Sé que me quieres castigar intentando que viva”, le dice él. Al final de la escena 4, Ian coge la pistola y se dispara en la boca, pero el arma está descargada. Acto seguido, Cate se percata de que el bebé ha muerto. Los dos están condenados a vivir juntos, a conllevar su sufrimiento. Así como los cuatro personajes de Ansia (Crave), obligados a soportar a la vez su dolor. “Solo nos puede salvar el amor y el amor me ha destruido”, dice A. “Nadie sobrevive a la vida”, asegura más adelante. Y C le responde: “Y nadie puede saber cómo es la noche”.

Edward Bond, que influyó en el teatro de Kane, ha pensado mucho en el mundo que viene. No en las plagas que padeceremos, pero sí en el devastador camino que emprenderemos. Have I none, Chair y The under room nos muestran ciudades donde se han abolido las relaciones sociales y la memoria, se persigue la imaginación y donde la gente vive aterrorizada ante la llegada de extranjeros. ¿Les suena? En el prólogo de Have I none, escribe: “’Toda la existencia humana es ficción. Al final, la realidad natural no nos impone sus propias necesidades… La ficción es nuestra realidad porque, en última instancia, determina nuestra existencia en la sociedad. El poder de la ideología es que usa las fuerzas humanizadoras (nuestros apetitos, pasiones, necesidades) que nos unen a la realidad de la naturaleza, para unirnos a sus ficciones psicóticas. Nos liberamos de estas ficciones solo usando la misma fuerza”. Ya sabemos lo que tenemos que hacer: no poner límites a la creación.

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