lunes, 4 de febrero de 2019
Un reencuentro con Pedagogía del Oprimido
Por Paulo Freire
Con Pedagogía de la Esperanza Paulo Freire propuso un relectura de Pedagogía del Oprimido. En esta selección escogemos algunos de los pasajes para entender su surgimiento, el contexto de elaboración, su viaje a Chile durante los días del gobierno de Salvador Allende y su estadía en Argentina durante la presidencia de Héctor Cámpora.
En septiembre de 1970, cuando aparece la Pedagogía en Nueva York, inmediatamente comienza a ser traducida a varias lenguas, generando curiosidad y críticas, favorables unas, desfavorables otras. Hacia 1974 ya había sido traducida al español, al italiano, al francés, al alemán, al holandés y al sueco, y estaba por publicarse en Londres por Penguin Books. Esa edición hizo llegar la Pedagogía hasta África, Asia y Oceanía.
El libro apareció en una fase histórica de intensa inquietud. Los movimientos sociales en Europa, en Estados Unidos, en América Latina, en cada espacio-tiempo con sus características propias. La lucha contra la discriminación sexual, racial, cultural, de clase, la lucha en defensa del medio ambiente, los Verdes en Europa. Los golpes de Estado, con su nueva cara en América Latina y sus gobiernos militares que se arrastraban desde la década anterior. Los golpes de Estado, ahora ideológicamente fundamentados y todos, de un modo u otro, ligados al carro-guía del Norte en el intento de hacer posible lo que les parecía que debía ser el destino capitalista del continente. Las guerrillas en América Latina, las comunidades de base, los movimientos de liberación en África, la independencia de las ex colonias portuguesas, la lucha en Namibia, Amílcar Cabral, Julius Nyerere, su liderazgo en África y su repercusión fuera de ella. La China de Mao. La Revolución Cultural. La extensión viva del significado de mayo de 1968. Las luchas político-sindicales y pedagógico-sindicales, todas obviamente políticas, principalmente en Italia. Guevara asesinado en la década anterior y su presencia como símbolo, no sólo para los movimientos revolucionarios latinoamericanos, sino también para los líderes y activistas progresistas de todo el mundo. La guerra de Vietnam y la reacción en el interior de Estados Unidos. La lucha por los derechos civiles y el desbordamiento del clima político-cultural de los años sesenta, en aquel país, hacia los setenta.
Éstas eran, junto a un sinnúmero de implicaciones y desdoblamientos, algunas de las tramas históricas, sociales, culturales, políticas, ideológicas, que tuvieron que ver, por un lado, con la curiosidad que el libro despertó y, por el otro, con la lectura que también se haría de él; de su aceptación, de su rechazo, de las críticas a él referidas.
Hay otro aspecto vinculado a la Pedagogía del oprimido y al clima perverso, antidemocrático, del régimen militar que se abatió sobre nosotros en forma singularmente rabiosa, cruel y rencorosa, que quisiera destacar.
Aun sabiendo que sería imposible editar el libro en Brasil, que su primera edición fuera en portugués, la lengua en que fue escrito originalmente, me interesaba que el texto dactilografiado llegara a las manos de Fernando Gasparian, director de la editorial Paz e Terra, que lo publicaría. El problema era cómo mandarlo sin peligro no sólo para los originales, sino también y sobre todo para el portador. A esa altura, a comienzos de los años setenta, ya vivíamos en Ginebra.
Comentando el hecho con intelectuales suizos, profesores de la Universidad de Ginebra, uno de ellos, conseilleur national además de profesor, Jean Ziegler, me ofreció llevar personalmente los originales, puesto que debía ir a Río de Janeiro por asuntos académicos. Acepté su ofrecimiento convencido de que, con su pasaporte diplomático, además de ser suizo, no le sucedería nada: pasaría por el control de pasaportes y la aduana sin preguntas ni revisiones.
Días después Gasparian, discretamente, acusaba recibo del material pidiéndome que esperase un momento más favorable para su publicación. Remití el texto a fines de 1970, cuando ya había aparecido la primera edición del libro en inglés, o a comienzos de 1971. Su publicación en Brasil su primera edición en portugués, sólo fue posible en 1975. Mientras tanto, un sinnúmero de brasileños y brasileñas lo leía en ediciones extranjeras que llegaban al país por golpes de astucia y de valentía. En esa época conocí a una joven monja estadunidense que trabajaba en el Nordeste y que me dijo que varias veces, al regresar a Brasil de sus viajes a Estados Unidos, había llevado varios ejemplares de la Pedagogía, poniendo cubiertas de libros religiosos sobre la cubierta original. De ese modo amigos suyos que trabajaban en la periferia de ciudades nordestinas pudieron leer el libro y discutirlo aún antes de su publicación en portugués.
Fue también de aquella época una carta que me llegó a Ginebra, por mano de alguien, excelente carta de un grupo de obreros de Sao Paulo que desdichadamente perdí de vista. Habían estudiado juntos una copia del original escrito a máquina en Chile. Es una lástima que de mis archivos de Ginebra haya quedado muy poco; entre muchas cosas buenas que se perdieron estuvo esa carta. Recuerdo, sin embargo, cómo terminaba:
“Paulo -decían, más o menos-, debes continuar escribiendo pero, la próxima vez, debes cargar más las tintas en las críticas a esos intelectuales que nos visitan con aires de dueños de la verdad revolucionaria. Que nos buscan para enseñarnos que somos oprimidos y explotados y para decirnos lo que debemos hacer.”
*
Vivir la intensidad de la experiencia de la sociedad chilena, de mi experiencia dentro de esa experiencia, me hacía repensar siempre la experiencia brasileña cuya memoria viva había traído conmigo al exilio, y así escribí la Pedagogía del oprimido entre 1967 y 1968. Texto que retomo ahora, en su “mayoría de edad”, para volverlo a ver, a pensar, a decir. Para decir también, puesto que lo retomo en otro texto que también tiene su discurso que, del mismo modo, habla por sí mismo, hablando de la esperanza.
En tono casi de conversación, no sólo con el lector o la lectora que busca ahora por primera vez la convivencia con ese texto, sino también con quienes lo leyeron hace veinte años y que ahora, leyendo este repensar, se aprestan a releerlo, quisiera señalar algunos puntos a través de los cuales se podría redecir mejor lo dicho.
Creo que un punto interesante sobre el cual comienzo a hablar es el de la gestación misma del libro que, en cuanto incluye la gestación de las ideas, incluye también el momento o los momentos de acción en que se fueron generando y los de ponerlas en el papel. En realidad, las ideas que es preciso defender, las que implican otras ideas, las que se repiten en varias “esquinas” de los textos a las que los autores y las autoras se sienten obligados a regresar de vez en cuando, se van gestando a lo largo de su práctica dentro de la práctica social mayor de que forman parte.
En este sentido hablé de las memorias que llevé conmigo al exilio, algunas conformadas en la infancia lejana, pero de real importancia hasta hoy en la comprensión de mi comprensión o de mi lectura del mundo. Es por eso también que hablé del ejercicio al que siempre me entregué en el exilio, dondequiera que estuviese el “contexto prestado”: el de, experimentándome en él, pensar y repensar mis relaciones con y en el contexto original.
Pero si las ideas, las posiciones que había que expresar, explicar, defender en el texto venían naciendo en la acción-reflexión- acción en que participamos, tocados por recuerdos de sucesos ocurridos en viejas tramas, el momento de escribir se constituye como un tiempo de creación y de recreación, también, de las ideas con que llegamos a nuestra mesa de trabajo. El tiempo de escribir, además, va siempre precedido por el de hablar de las ideas que después se fijarán en el papel. Por lo menos así se dio conmigo. Hablar de ellas antes de escribir sobre ellas, en conversaciones con amigos, en seminarios, en conferencias, fue también una forma no sólo de probarlas, sino de recrearlas, de parirlas nuevamente: después se pulirían mejor las aristas cuando el pensamiento adquiriera forma escrita, con otra disciplina, con otra sistemática. En ese sentido, escribir es tanto rehacer lo que se ha venido pensando en los diferentes momentos de nuestra práctica, de nuestras relaciones, es tanto redecir lo que antes se dijo en el tiempo de nuestra acción, como leer seriamente exige de quien lo hace repensar lo pensado, reescribir lo escrito y leer también lo que antes de constituir el escrito del autor o de la autora fue cierta lectura suya.
Pasé un año o más hablando de aspectos de la Pedagogía del oprimido. Los hablé con amigos que me visitaban, los discutí en seminarios y cursos. Un día mi hija Magdalena llegó a llamarme la atención sobre el hecho, delicadamente. Sugirió que contuviera un poco mis ansias de hablar sobre la Pedagogía del oprimido, aún no escrita. No tuve fuerzas para vivir esa sugerencia: continué hablando apasionadamente del libro como si estuviera –y en realidad estaba- aprendiendo a escribirlo.
No podría olvidar, en ese tiempo de oralidad de la Pedagogía del oprimido, una conferencia, la primera, que pronuncié sobre el libro en Nueva York, en 1967. Era mi primera visita a Estados Unidos, adonde me habían llevado el padre Joseph Fitzpatrick y monseñor Robert Fox, ya fallecido. Fue una visita sumamente importante para mí, sobre todo por lo que pude observar en reuniones en áreas discriminadas, de gente negra y puertorriqueña, a las que fui invitado por educadoras que trabajaban con Robert Fox. Había muchas semejanzas entre lo que ellas hacían en Nueva York y lo que yo había hecho en Brasil. El primero en percibirlas fue Iván Ilich, quien propuso entonces a Fitzpatrick y a Fax que me llevasen a Nueva York.
En mis andanzas y visitas a los diferentes centros que mantenían en distintas zonas de Nueva York, pude comprobar, rever, comportamientos que expresaban las “mañas” necesarias de los oprimidos. Vi y oí en Nueva York cosas que eran “traducciones”, no sólo lingüísticas, naturalmente, sino sobre todo emocionales, de mucho de lo que oyera en Brasil y de lo que más recientemente venía oyendo en Chile. La razón de ser del comportamiento era la misma, pero la forma, lo que yo llamo el “ropaje”, y el contenido eran otros.
Hago referencia a uno de esos casos en la Pedagogía del oprimido, pero no vendrá mal tratarlo ahora en forma más amplia. En una sala, participantes del grupo, negros y puertorriqueños. La educadora apoya en el brazo de una silla una foto artística de una calle, la misma en una de cuyas casas nos encontrábamos y en cuya esquina había casi una montaña de basura.
-¿Qué vemos en esta foto? -preguntó la educadora.
Hubo un silencio como siempre hay, no importa dónde y cuándo hagamos la pregunta. Después, enfático, uno de ellos -Vemos ahí una calle de América Latina.
-Pero -dijo la educadora- hay anuncios en inglés …
Otro silencio cortado por otra tentativa de ocultar la verdad que dolía, que hería, que lastimaba.
-O es una calle de América Latina y nosotros fuimos allá y les enseñamos inglés, o puede ser una calle de África.
-¿Por qué no de Nueva York? -preguntó la educadora.
-Porque somos Estados Unidos y no podemos tener eso ahí –y con el dedo señalaba la foto.
Después de un silencio más prolongado otro habló y dijo, con dificultad y dolor pero como si se quitase de encima un gran peso:
-Tenemos que reconocer que ésa es nuestra calle. Aquí vivimos. Al recordar ahora aquella sesión, tan parecida a tantas otras en que participé, al recordar cómo los educandos se defendían en el análisis, en la “lectura” de la codificación (foto), procurando ocultar la verdad, vuelvo a oír lo que meses antes había oído de Erich Fromm en Cuernavaca, en México. “Una práctica educativa así -me dijo en el primer encuentro que tuvimos por mediación de Iván Ilich y en que le hablé de cómo pensaba y hacía la educación- es una especie de psicoanálisis histórico, sociocultural y político.”
Sus palabras eran pertinentes, eran confirmadas por la afirmación de uno de los educandos, con que los demás concordaban:
“ésa es una calle de América Latina, fuimos allá y les enseñamos inglés”, o “es una calle de África”, “somos Estados Unidos y no podemos tener eso ahí”. Dos noches antes había asistido a otra reunión, con otro grupo también de puertorriqueños y negros en que la discusión giró en torno a otra foto excelente. Era un montaje que representaba Nueva York en cortes. Había seis planos o más, relativos a las condiciones económicas y sociales de las diferentes zonas de la ciudad.
Después de entendida la foto, la educadora preguntó al grupo en qué plano se situaban ellos. En un análisis realista, el grupo posiblemente ocuparía la penúltima posición indicada en la foto.
Hubo silencios, susurros, cambios de opinión. Finalmente vino la manifestación del grupo. Su lugar era el tercer nivel empezando de arriba …
De regreso al hotel, silencioso, al lado de la educadora que manejaba su carro, continuaba pensando en las reuniones, en la necesidad fundamental que tienen los individuos expuestos a situaciones semejantes mientras no se asumen a sí mismos como individuos y como clase, mientras no se comprometen, mientras no luchan, de negar la verdad que los humilla. Que los humilla precisamente porque introyectan la ideología dominante que los perfila como incompetentes y culpables, autores de sus fracasos cuya razón de ser se encuentra en cambio en la perversidad del sistema.
Pensaba también en algunas noches antes cuando, traducido por Carmen Hunter, una de las más competentes educadoras estadounidenses ya en aquella época, hablé por primera vez largamente sobre la Pedagogía del oprimido, que sólo quedaría definitivamente terminada al año siguiente. Yo comparaba las reacciones de los educandos en aquellas dos noches con las de algunos presentes en mi charla, educadores y organizadores de comunidad.
El “miedo a la libertad” marcaba las reacciones en las tres reuniones. La fuga de lo real, la tentativa de domesticarlo mediante el ocultamiento de la verdad.
Ahora mismo, recordando hechos y reacciones ocurridos hace tanto tiempo, me viene a la memoria algo muy parecido a ellos en que también participé. Una vez más la expresión de la ideología dominante, diría incluso -repitiendo lo dicho en la Pedagogía la expresión del opresor, “habitando” y dominando el cuerpo semivencido del oprimido.
Estábamos en pleno proceso electoral para las elecciones de gobernador del estado de Sao Paulo, en 1982. Luiz Inácio Lula da Silva, Lula, era el candidato del Partido de los Trabajadores y yo participé, como militante del partido, en algunas reuniones en áreas periféricas de la ciudad; no en grandes actos políticos, para los cuales me siento demasiado incompetente, sino en reuniones en salones de clubes recreativos o de asociaciones de barrio. En una de esas reuniones un obrero de unos 40 años habló para criticar a Lula y oponerse a su candidatura. Su argumento central era que no podía votar por alguien igual a él. “Lula :-decía el obrero convencido-, igual que yo, no sabe hablar. No tiene el portugués que se precisa para ser gobierno. Lula no tiene estudios. No tiene lecturas. Y hay más, si Lula gana qué va a ser de nosotros, qué vergüenza para todos nosotros si la reina de Inglaterra viene aquí de nuevo. La mujer de Lula no está en condiciones de recibir a la reina. No puede ser primera dama.”
En Nueva York el discurso ocultador, buscando otra geografía donde poner la basura que subrayaba la discriminación padecida por los discriminados, era un discurso de autonegación, así como de autonegación de su clase era el discurso del obrero que se negaba a ver en Lula, por ser éste obrero también, una contestación al mundo que lo negaba.
En la última campaña electoral para presidente, la nordestina que trabajaba con nosotros en nuestra casa votó por Collor en el primer turno y en el segundo y nos dijo, con absoluta certeza:
“No había por quién votar”.
En el fondo debía estar de acuerdo con mucha gente elitista de este país para quienes no se puede ser presidente si se dice menas gente. En último análisis, decir menas gente revela que uno es menos gente.
*
Visité Chile dos veces durante el gobierno de la Unidad Popular y solía decir, en Europa y en Estados Unidos, que quien quisiera tener una idea concreta de la lucha de clases, expresándose en las más variadas formas, tenía que visitar Chile. Sobre todo quien quisiera ver, casi tocar, las tácticas con que luchaban las clases dominantes, la riqueza de su imaginación para alcanzar mayor eficacia en el sentido de resolver la contradicción entre poder y gobierno. Es que el poder, como trama de relaciones, de decisiones, de fuerza, seguía estando preponderantemente en sus manos, mientras que el gobierno, gestor de políticas, estaba en manos de las fuerzas opuestas a ellas, de las fuerzas progresistas. Era preciso entonces superar la contradicción de modo que el poder y el gobierno volvieran a ellas. El golpe fue la solución.
El Movimiento Independiente Revolucionario, MIR, nace en Concepción, constituido por jóvenes revolucionarios que no estaban de acuerdo con lo que les parecía una desviación del Partido Comunista, la de “convivir” con dimensiones de la “democracia burguesa”. Fue así que, ya durante el gobierno de la Unidad Popular, el MIR desarrolló un intenso trabajo de movilización y organización, ya en sí pedagógico-político, al que se sumó una serie de proyectos educativos en las áreas populares.
En 1973 tuve oportunidad de pasar una noche con la dirigencia de la población de Nueva Habana que por el contrario, tras obtener lo que reivindicaba, sus viviendas, continuaba activa y creadora, con un sinnúmero de proyectos en el campo de la educación, la salud, la justicia, la seguridad, los deportes. Visité una serie de viejos ómnibus donados por el gobierno, cuyas carrocerías, transformadas y adaptadas, se habían convertido en bonitas y arregladas escuelas que atendían a los niños de la población. Por la noche esos ómnibus-escuela se llenaban de alfabetizandos que aprendían a leer la palabra a través de la lectura del mundo. Nueva Habana tenía futuro, aunque incierto, y por eso el clima que la envolvía y la pedagogía que en ella se experimentaba eran los de la esperanza.
Hasta hoy tengo bien vivos en la memoria fragmentos de discursos de campesinos, de afirmaciones, de expresiones de legítimos deseos de mejorar, de un mundo más bonito o menos feo, menos duro, en el que se pudiese amar -el sueño también del Che Guevara.
Me parece importante llamar la atención en este punto sobre algo en lo que hice hincapié en la Pedagogía del oprimido: la relación entre la claridad política de la lectura del mundo y los niveles de compromiso en el proceso de movilización y de organización para la lucha, para la defensa de los derechos, para la reivindicación de la justicia.
Los educadores y las educadoras progresistas tienen que estar atentos en relación con este dato, en su trabajo de educación popular, porque no sólo los contenidos sino las formas de abordarlos están en relación directa con los niveles de lucha mencionados más arriba. Una cosa es trabajar con grupos populares que se experimentan como lo hacían aquellos campesinos aquella noche, y otra trabajar con grupos que aún no han logrado “ver” al opresor “fuera” de ellos mismos. Este dato sigue vigente hoy. Los discursos neoliberales, llenos de “modernidad”, no tienen fuerza suficiente para acabar con las clases sociales y decretar la inexistencia de intereses diferentes entre ellas, como no tienen fuerza para acabar con los conflictos y la lucha entre ellas. Lo que ocurre es que la lucha es una categoría histórica y social. Tiene, por lo tanto, historicidad. Cambia de tiempo-espacio a tiempo-espacio. La lucha no niega la posibilidad de acuerdos, de arreglos entre las partes antagónicas. En otras palabras, los arreglos y los acuerdos son parte de la lucha, como categoría histórica y no metafísica.
Hay momentos históricos en que la supervivencia del todo social, que interesa a las clases sociales, les plantea la necesidad de entenderse, lo que no significa que estemos viviendo un tiempo lluevo, vacío de clases sociales y de conflictos.
*
En el mes de agosto de 1973 recibí una llamada de Buenos Aires. Era el jefe de gabinete del doctor Taiana, ministro de Educación. Me dijo que el propio ministro quería hablarme. “Profesor Freire -me dijo el doctor Taiana-, tendríamos mucho gusto si usted aceptase nuestra invitación de venir a Buenos Aires lo más pronto posible. Sería muy bueno, por ejemplo, entre fines de este mes y comienzos de septiembre.”
Era una época ya comprometida con unos encuentros promovidos por el Consejo Mundial de Iglesias a los que no podía faltar. La visita quedó organizada entonces para noviembre de 1973 luego que ajustáramos algunas exigencias que yo hacía para ir. No trabajar de noche era una de ellas. Aprovechar todo lo posible parte de esas noches escuchando tango era otra. El ministro cumplió lo pactado. Trabajé mucho pero escuché mucho tango en dos noches de Buenos Aires.
Mi presencia de una semana en Buenos Aires se repartió entre dos encuentros de cuatro horas cada uno con los rectores de todas las universidades públicas del país, un encuentro de un día con todos los equipos técnicos del Ministerio, una reunión con un grupo popular en una zona periférica de Buenos Aires, y finalmente una trasnochada con militantes políticos en la que discutimos lo que estaba sucediendo en el país.
Realmente me sorprendió el ímpetu innovador con que las universidades se estaban entregando al esfuerzo de reinventarse. En todos los aspectos de la experiencia de cada una de ellas había algo que observar. Tanto en la actividad docente como en la investigación, donde trataba de evitarse cualquier dicotomía que en el fondo perjudica a ambas, así como en la extensión. En gran parte de ellas, si no en todas, se buscaba igualmente innovar en la llamada extensión, que, en vez de limitarse a una visita puramente asistencial de la universidad a las zonas populares, se estaba transformando en un medio a través del cual la universidad buscaba encontrarse con los movimientos sociales y los grupos populares. Y ese encuentro se estaba dando también en la intimidad de la universidad y no sólo en las zonas populares.
Recuerdo que discutíamos bastante sobre la cuestión política, así como sobre la cuestión epistemológica involucrada en este problema. La decisión política, de carácter progresista pero que jamás debería explayarse en populismo, de colocar a la universidad también al servicio de intereses populares y la necesaria implicación -en la práctica- de una comprensión crítica sobre cómo debe relacionarse la ciencia universitaria con la conciencia de las clases populares. En el fondo, la relación entre sabiduría popular, sentido común y conocimiento científico.
No tenía dudas, como no las tengo hoy, de que cuando pensamos en términos críticos en universidad y clases populares de ningún modo estamos admitiendo que la universidad deba cerrar sus puertas a la preocupación rigurosa que debe tener con relación a la investigación y a la docencia.
No forma parte de la naturaleza de su relación o de su compromiso con las clases populares la falta de rigor o la incompetencia. Por el contrario, la universidad que no lucha por un criterio más riguroso, por más seriedad en el ambiente de la investigación así como en el de la docencia -siempre indicotomizables-, no podrá aproximarse seriamente a las clases populares ni comprometerse con ellas.
En el fondo, la universidad debe girar en tomo de dos preocupaciones fundamentales de las que se derivan otras y que tienen que ver con el ciclo del conocimiento. Éste, por su lado, cuenta tan sólo con dos momentos que se relacionan permanentemente: uno es el momento en que conocemos el conocimiento existente, ya producido, y el otro es aquel en que producimos el conocimiento nuevo. Aun cuando insista en la imposibilidad de separar mecánicamente estos dos momentos, aunque enfatice que son momentos de un mismo ciclo, me parece importante destacar que el momento en que conocemos el conocimiento existente es preponderantemente el de la docencia, el de enseñar y aprender contenidos, y el otro, el de la producción del nuevo conocimiento, es preponderantemente el de la investigación.
En realidad, empero, toda docencia implica investigación y toda investigación implica docencia. No existe verdadera docencia en cuyo proceso no haya investigación como pregunta, como indagación, como curiosidad, creatividad, así como no existe investigación en cuya marcha no se aprenda necesariamente porque se conoce y no se enseñe porque se aprende.
El papel de la universidad, sea ésta progresista o conservadora, es vivir con seriedad los momentos de este ciclo. Es enseñar, es formar, es investigar. Lo que distingue a una universidad conservadora de una progresista jamás puede ser el hecho de que una enseña e investiga y la otra no hace nada. Las universidades con cuyos rectores estuve trabajando aquellas ocho horas en 1973, en Buenos Aires, estaban convencidas de esto. Ninguna de ellas estaba pretendiendo reducir su propia democratización al tratamiento simplista del saber. No era eso lo que les interesaba, sino disminuir la distancia entre la universidad o lo que en ella se hace y las clases populares, sin pérdida de la seriedad y el rigor.
Otro aspecto al que los rectores y sus asesores prestaron igual atención, en el campo de la docencia, fue la búsqueda de una comprensión interdisciplinaria y no puramente disciplinaria de la enseñanza. Departamentos de diferentes facultades ensayaban trabajos así en el intento de superar las visiones fragmentadas a las que sometemos a la realidad y en las que, no pocas veces, nos perdemos. Sin embargo, no todo eran rosas. Las reacciones obvias partían de los sectarios que, enraizados en su verdad, jamás pueden admitir nada que la haga tambalear. Sectarios de derecha o de izquierda -iguales en su capacidad de odiar lo diferente-, intolerantes, propietarios de una verdad de la que no se puede dudar siquiera ligeramente, cuanto más negar.
Este proceso con el que conviví una semana era tan bonito como frágil y amenazado. En ninguna de las reuniones en las golpe que se gestaba, tanto es así que en Chile me “tropecé” con el golpe en las esquinas de las calles, en junio de 1973. En una de las reuniones que tuve con los técnicos del Ministerio, por ejemplo, había un policía infiltrado que hasta me hizo preguntas provocativas. Luego de los trabajos, uno de los educadores me comunicó el hecho entre sorprendido e irritado. Hablé con el coordinador, que me respondió que eso no tendría ninguna consecuencia. Aun cuando lo que los educadores y las educadoras conversaban conmigo era de público conocimiento, la presencia del policía significaba más que lo que él pudiese hacer con nuestro diálogo. Su presencia revelaba el desequilibrio entre el poder y el gobierno. Al fin y al cabo, aquélla era una reunión oficial, patrocinada por el gobierno, convocada por el Ministerio de Educación, y aun así los órganos de represión tenían el poder de infiltrarse y vigilarla. Era como si y en realidad era así las fuerzas reaccionarias que comandaban el país hubiesen permitido el regreso de Perón por una razón táctica pero ejerciesen una rigurosa vigilancia sobre su gobierno.
Creo que no faltaría a la verdad si dijese, ahora que el tiempo ha pasado, que en ninguna de aquellas reuniones de trabajo en las que participé, incluyendo las que tuve con militantes políticos, no hubo nadie que concordase conmigo en ninguna de mis observaciones. A veces decían, en el mejor estilo de los chilenos en el comienzo del gobierno de la democracia cristiana, que yo aún presentaba secuelas de los traumas causados por el golpe brasileño de 1964.
Cuanto más avanzaban en sus programas, respondiendo a la curiosidad popular y estimulándola, ya se tratase de programas desarrollados en las universidades o procesados en las zonas populares, tanto más se aprontaban y preparaban el desenlace final, atentas, las fuerzas del golpe.
En mis conversaciones expresé mi seria preocupación por la propia supervivencia de por lo menos parte de ellos. De aquellos y de aquellas cuya participación política fuese o estuviese siendo más visible, cuya práctica estuviese notoriamente más ligada a las que participé dejé de expresar mis preocupaciones ni de sugerir tácticas coherentes con el sueño estratégico progresista que los animaba. Siempre les decía que era necesario que fueran mañosos y astutos como las serpientes. Y ellos me miraban con ojos y caras asustadas frente a lo que les parecían advertencias infundadas.
Algunos de ellos no entendían y hasta reaccionaban molestos cuando les decía que para mí había una gran distancia entre lo que ellos hacían en el país, a nivel de educación, de cultura, de los movimientos sociales populares, del discurso, y las bases reales de su gobierno. No es que no debiesen hacer más que algo, debían hacer mucho. Pero era necesario estar con los ojos muy abiertos en relación con aquel problema.
No me parecía necesario tener la sensibilidad aguzada y la sabiduría de un buen analista político para descubrir en el aire el golpe que se gestaba, tanto es así que en Chile me “tropecé” con el golpe en las esquinas de las calles, en junio de 1973. En una de las reuniones que tuve con los técnicos del Ministerio, por ejemplo, había un policía infiltrado que hasta me hizo preguntas provocativas. Luego de los trabajos, uno de los educadores me comunicó el hecho entre sorprendido e irritado. Hablé con el coordinador, que me respondió que eso no tendría ninguna consecuencia. Aun cuando lo que los educadores y las educadoras conversaban conmigo era de público conocimiento, la presencia del policía significaba más que lo que él pudiese hacer con nuestro diálogo. Su presencia revelaba el desequilibrio entre el poder y el gobierno. Al fin y al cabo, aquélla era una reunión oficial, patrocinada por el gobierno, convocada por el Ministerio de Educación, y aun así los órganos de represión tenían el poder de infiltrarse y vigilarla. Era como si –y en realidad era así-las fuerzas reaccionarias que comandaban el país hubiesen permitido el regreso de Perón por una razón táctica pero ejerciesen una rigurosa vigilancia sobre su gobierno.
Creo que no faltaría a la verdad si dijese, ahora que el tiempo ha pasado, que en ninguna de aquellas reuniones de trabajo en las que participé, incluyendo las que tuve con militantes políticos, no hubo nadie que concordase conmigo en ninguna de mis observaciones. A veces decían, en el mejor estilo de los chilenos en el comienzo del gobierno de la democracia cristiana, que yo aún presentaba secuelas de los traumas causados por el golpe brasileño de 1964.
Cuanto más avanzaban en sus programas, respondiendo a la curiosidad popular y estimulándola, ya se tratase de programas desarrollados en las universidades o procesados en las zonas populares, tanto más se aprontaban y preparaban el desenlace final, atentas, las fuerzas del golpe. En mis conversaciones expresé mi seria preocupación por la propia supervivencia de por lo menos parte de ellos. De aquellos y de aquellas cuya participación política fuese o estuviese siendo más visible, cuya práctica estuviese notoriamente más ligada a las clases populares o a aquellos y aquellas de quienes el servicio represivo estuviese creando un perfil con trazos más cargados. Lamentablemente mis advertencias tenían una razón de ser.
El golpe vino luego de la muerte de Perón, violento, malvado, y algunos de los amigos que no creían válidos mis análisis tuvieron que dejar el país a toda prisa y a escondidas mientras que otros, desgraciadamente, desaparecieron para siempre.
A ellos y a ellas, y a todos los que en América Latina, en América Central, en el Caribe y en África, cayeron en la pelea justa, presento mi homenaje respetuoso y amoroso en esta Pedagogía de la esperanza en la que revivo la Pedagogía del oprimido.
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