viernes, 9 de noviembre de 2018

Ser periodista en Honduras y sobrevivir para contarla



Por Lucía Maina

Después de investigar y denunciar los vínculos entre las maras y el poder político y económico hondureño, el reportero Milthon Robles sufrió amenazas, persecuciones, varios intentos de asesinato y un secuestro. Ahora, desde el exilio en Barcelona, le cuenta a La tinta la violencia y la impunidad que se vive en su país, donde cientos de periodistas, estudiantes, indígenas y campesinos han sido asesinados en los últimos años por denunciar la injusticia o involucrarse en luchas sociales.

Milthon Robles es de esas personas que ríe con ganas y sin filtros. Antes de ser un periodista perseguido, amenazado y exiliado de su Honduras natal, Milthon es una persona que ríe. La complicidad de una carcajada fue lo primero que compartimos al conocernos en el pueblo de Olot, al norte de Cataluña, donde la vida nos encontró en una residencia para debatir, junto a varios periodistas más, sobre el Nuevo Periodismo, o más bien, sobre las historias que es necesario contar en estos días del mundo. Después, solo después de las risas, empezó a aparecer su historia, marcada por la persecución que implica en su país contar lo necesario y por una seriedad que ahora se impone en su gesto y que me lleva a preguntarme cómo se ríe uno entre tanta violencia.

A Milthon le tocó nacer en Honduras, uno de los primeros países en sufrir un golpe de Estado en la América Latina del siglo XXI y uno de los primeros en vivir un gobierno democrático elegido mucho menos por el pueblo que por el fraude de partidos de derecha. Un país que, visto desde octubre de 2018, en los días en que Jair Bolsonaro se encamina a la presidencia de Brasil, se parece bastante a una premonición continental.

A Milthon le tocó nacer en San Pedro Sula, definida, hasta hace pocos años, como la ciudad más violenta del mundo por su alta tasa de homicidios, asociados en los discursos oficiales a ese callejón oscuro y anónimo de las maras y el narcotráfico. Ahí, hace 21 años, él decidió ser periodista. Empezó por el periodismo deportivo, pero pronto pasó a investigar temas sociales como la explotación infantil y la violencia de género para después vincularse con radios comunitarias en el contexto rural e involucrarse en conflictos ambientales y de derechos humanos. Mientras conversamos sentados en una mesa de vidrio, con la paz que imponen a nuestra derecha las montañas del norte catalán, a más de 8.000 kilómetros de su país, Milthon repasa las estadísticas, las muertes de su tierra desde que empezó el golpe de estado en 2009.

“En ocho años, se han asesinado casi 22 mil personas en Honduras. Un 47% fueron femicidios de mujeres jóvenes, entre los 16 y los 30 años; la mayoría de los casos están en la impunidad. Desde 2010, 1538 estudiantes universitarios y secundarios han sido asesinados por ser activistas de luchas sociales; se ha comprobado que, en la mayoría de los casos, son policías los que los capturan y luego aparecen asesinados en cunetas o en terrenos baldíos, aparecen incluso enterrados semanas o meses después. Periodistas, de los casos conocidos, han sido asesinados casi un centenar y a ello se suman unos 50 más, que son comunicadores sociales de radios o periódicos comunitarios, que no se visibilizan internacionalmente”.

“También enfocamos mucho el tema de la impunidad y la corruptela de los gobernantes -cuenta Milthon frente al grabador prendido sobre el trabajo periodístico que hacía en su ciudad-. Es que, desde 1990 hasta la fecha, no ha habido tan solo un gobierno que no esté involucrado en el narcotráfico y en robos en Honduras; se han cargado todas las empresas del Estado y, hasta ahora, no ha habido nadie juzgado por haberse robado tantos millones”. Hablar así, sin filtros, siguiendo su máxima de “no se es periodista cuando se oculta la verdad”, le costó el exilio. La primera vez fue después del golpe de Estado que, en 2009, destituyó al ex presidente hondureño Manuel Zelaya, situación que lo obligó a exiliarse en Guatemala durante casi un año. “En ese momento, estaba en otro país latinoamericano y era prácticamente como estar con las manos atadas, porque la red del crimen organizado se extiende desde los Estados Unidos, que es desde donde dictan las pautas, hasta la Patagonia: te localizan donde sea”, dice.

Después, logró regresar a su país y siguió investigando. Se metió, entonces, en los vínculos entre las maras y el poder político y económico, recopiló entrevistas, documentos, grabaciones, hasta que un secuestro y la persecución constante lo obligaron a volar a Madrid en diciembre de 2016, donde vivió hasta mayo pasado. Ahora, se encuentra en Barcelona, como residente del programa Escritor Acogido que la asociación PEN Catalàcoordina con el apoyo del Ayuntamiento de esa ciudad.

“Aunque Europa no es el modelo de seguridad a seguir, honestamente, al menos aquí tienes libertad de caminar, ¿no?”, dice comparando sus dos exilios, con el pelo largo atado con una gomita y una barba que le sube hasta las orejas, de la que también se ríe en sus redes sociales. “El que te dejes la barba o te la quites no te hace ni intelectual ni pendejo, ni de izquierdas ni de derechas”, escribió en su facebook hace poco sobre la imagen que muchos quieren proyectar como una ideología, y yo escucho una vez más su risa, que suele sonar como una denuncia del poder o de nosotros mismos. Pero ahora no, ahora me habla, con su gesto serio, de la libertad de caminar.

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“Impuesto de guerra”

En 2015, Milthon tenía un programa en una radio local de San Pedro Sula. Desde allí, comenzó a investigar una extorsión que se conoce en Honduras como “impuesto de guerra” y que maras y pandillas cobran a pequeños negocios, a supermercados de barrio, a taxistas y conductores de autobuses. “Es un engranaje del crimen organizado, parte de ello involucra a Europa y Norteamérica, y también hay muchos empresarios colombianos y panameños en la corruptela en Honduras. Yo comencé con testimonios que emitía en la radio, pero el proyecto era llegar a un documental y un libro sobre la situación, porque logramos conseguir fotocopias de cheques, de depósitos bancarios”, explica.

—¿Cómo funcionan estas extorsiones?

Bueno, tú tienes un negocio o un taxi, y te llaman por teléfono desde líneas que no son de Honduras; pueden ser de Guatemala, de EEUU, de México, de Colombia o de El Salvador. Y te dicen: “Mira, ya sabemos más o menos cuánto es lo que tú ganas a la semana y, de eso, tienes que darnos tanto, tienes que ir a dejarlo en tal lugar el día jueves o viernes”, que son los días que normalmente ellos recaudan el dinero. Si tú no cumples, primero, te pueden matar un pariente y, luego, va avanzando hasta que te pueden matar a ti. En teoría, te puede llamar una mara, dos o tres: hay gente que le paga hasta a tres organizaciones criminales. Entonces, la gente termina cerrando sus negocios, los conductores dejando de trabajar y, en el peor de los casos, terminan asesinados. Hay gente que le ha tocado dejar su casa en los barrios y las casas quedan en ruinas, porque no hay salida; hay gente que logra vender sus bienes y se viene a estos países con el sueño de tener una estabilidad aquí, pero luego se topan con otra realidad.

—¿Quiénes integran las maras? ¿Cuál es su vinculación con el poder político?

Solamente en San Pedro Sula, hay 137 organizaciones de maras y pandillas; en Tegucigalpa, hay 149. No es solo la mara 18 y la MS, estas son las más grandes, pero esto es como las organizaciones terroristas: les lavan el cerebro a los jóvenes, que muchas veces provienen de la deserción familiar, de la paternidad irresponsable y, en otras ocasiones, ocurre dentro del núcleo familiar. Los cazadores de las maras, en principio, les ofrecen un cobijo de familia, les ofrecen drogas, marihuana, crack, van avanzando. Y luego, la primera prueba que deben pasar es ir a matar a alguien contrario a la pandilla, de otra mara. La segunda es cruzar territorio enemigo y muchos de ellos mueren en ese camino porque los mata la otra mara.

Es una escala como el ejército, tienen el mismo modelo militar. ¿Pero qué pasa? Los jefes de mara, si bien es cierto que llegan a tener en teoría una comodidad y economía, siguen viviendo en barrios marginales y están expuestos a que les dispare cualquiera. El dinero va a parar a cuentas de ministros, de diputados, de empresarios, de banqueros, de líderes religiosos que están muy involucrados en el tema de lavado de dinero. Y, por otro lado, está la lucha por el narcomenudeo, entonces, la mara que más recauda es la más protegida por la policía, porque los altos mandos de la policía y el ejército también están involucrados.


Noticias de un secuestro

Cuando empezó a investigar y denunciar este tema, Milthon perdió su espacio en la radio local. Después, le ofrecieron dinero para que dejara de investigar, algo que, dice, es muy común en Centroamérica cuando los periodistas denuncian la corrupción de políticos o empresarios. Y como él se negó a aceptarlo, empezó la persecución: “Sabían todos los puntos donde me movía dentro de la ciudad. Comenzaron a hacer llamadas y mensajes de texto a los teléfonos, comenzaron a hackear mis redes sociales, mis correos electrónicos. Ya para mayo, había una presión terrible, se apostaban vehículos frente a mi casa, las amenazas eran constantes, era una carga psicológica terrible”. Ese mismo mes, denunció su situación ante el Comisionado Nacional de los Derechos Humanos (Conadeh) para pedir protección, pero no tuvo respuestas.

“Ya el tema se agravó totalmente en agosto de 2016, cuando, en menos de 3 semanas, intentaron asesinarme más de cinco veces, dos veces me dispararon en la calle, tres veces me intentaron atropellar”, recuerda Milthon. Con distintas organizaciones que lo apoyaban, buscó entonces asistencia en otros organismos y lo único que consiguió fue que le ofrecieran protección policial. “Yo sabía que eran policías los que me perseguían también, estaba muy comprobado dentro de la investigación. Así que me negué, así como se han negado muchos, como Berta Cáceres y cantidad de defensores de derechos humanos y periodistas, porque saben que en la misma policía están los delincuentes”.

Días después -cuenta-, cuando salía de un centro comercial en su ciudad, lo secuestraron: “Yo, celosamente, llevaba toda la documentación que guardaba para el proyecto y se la llevaron. Me tuvieron siete, ocho horas, no sé por dónde porque me pusieron una bolsa negra en la cabeza. Me golpeaban, me insultaban y, al final, como a las siete de la noche, me fueron a tirar a mi casa desde el vehículo en marcha”.

Así fue que decidió, finalmente, pedir asilo en España y, en diciembre de 2016, llegó a Madrid, donde fue recibido por la ONG Reporteros Sin Fronteras y recibió el apoyo de algunas organizaciones para poder sobrevivir. Meses después, su compañera tuvo que seguirlo por la persecución que empezaron a ejercer sobre ella.

“Ahora no podría regresar aunque quisiera, porque el gobierno me ha amenazado de que si regreso, me meten a la cárcel –cuenta Milthon-. Es que, en enero de este año, hicieron una reforma al código penal y agregaron un inciso en donde ponen a la libertad de expresión como apología de terrorismo. Si tú criticas a un político, haces un simple comentario en una red social, puedes ir hasta 12 años a la cárcel”.


Muchas Bertas

El asesinato de Berta Cáceres, líder indígena y defensora del medio ambiente, se ha vuelto un caso emblemático, el nombre que resuena en los medios desde 2016, cuando se habla de la creciente persecución a activistas. Pero la lista de nombres continúa, los asesinatos y las persecuciones a quienes participan en luchas sociales se repiten una y otra vez en Honduras. Y allí aparece, por ejemplo, Margarita Murillo, dirigente campesina que fue asesinada en 2014 mientras trabajaba en su huerto y que llevaba décadas en luchas por la tenencia de la tierra.

“Berta es uno de los más de 1500 casos que han sucedido en los últimos 20 años de personas asesinadas por defender los derechos humanos en todos los contextos, por cuestiones de género, libertad de expresión, etc. Si tú vas a los informes oficiales, hablan de cantidades bien inferiores, porque siempre toman muestras de las ciudades, pero, en zonas rurales, la situación es más grave porque es totalmente invisible”, dice Milthon.

Y cuenta, por ejemplo, que, el año pasado, fue asesinado un profesor de una comunidad indígena donde se extraía coltán, un mineral utilizado especialmente para tecnologías de la comunicación, como los celulares que usamos día a día y que genera graves consecuencias en la salud y el ambiente.

Los estudiantes son otro de los blancos de la violencia en Honduras. Según datos del Observatorio Nacional de la Violencia de esa universidad, de enero de 2010 a mayo de 2018, han sido asesinados 1,522 estudiantes de todos los niveles. Ahora mismo, Milthon me cuenta que trabaja para gestionar apoyos a un estudiante que acaba de llegar a Madrid, también en condición de asilo, por las amenazas y la persecución que sufría en el país tras participar en un reclamo en la Universidad Autónoma de Honduras.

Apago el grabador y el gesto serio permanece. Pasan algunas horas y entonces sí, vuelve a brotar en Milthon la risa por un gesto, un comentario, un motivo cualquiera. Yo la comparto y pienso en el paréntesis necesario de olvido para el mundo en el que andamos, pero después llega también la carcajada, como un reflejo, como un sonido involuntario del mundo que llevamos dentro, como una declaración irreverente del triunfo de estar vivos.

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