sábado, 30 de junio de 2018

Terrorismo de Estado, negacionismo y posmodernidad



Por Federico Mare

[…] El pasado está ahí.
Cubierto por toneladas de escombros, todavía respira
Negado por el deseo de la Horda (el presente es Dios)
Humillado por la Ley
De una selva sin misterio (sálvese quien pueda)
Con labios de música, aún advierte:
Sin mí no habrá mañana cierta
Nada crecerá de buena eternidad
El pasado está ahí. No susurra: grita
Y sus alas quemadas golpean contra el olvido.
Vicente Zito Lema

"El pasado es aquello por lo que lo tomamos, y actúa en consecuencia", afirmó el pensador Gustav Landauer, allá por 1907, en su ensayo La Revolución. La idea del anarquista alemán, así expresada, suena un tanto exagerada, desmesurada, aunque no faltarán historiadores y filósofos posmodernistas dispuestos a romper lanzas por ella. Si la matizáramos diciendo el pasado es, ante todo, lo que es. Pero también resulta ser, en cierto modo, aquello por lo que lo tomamos, y actúa en consecuencia, creo que estaríamos más cerca de la verdad.

El golpe del 76 ocurrió, y puso en marcha una dictadura militar que, en nombre de la seguridad nacional, buscó disciplinar de raíz, drásticamente y según un plan preestablecido, a la sociedad argentina: suspensión de las garantías constitucionales, clausura del Congreso, proscripción de los partidos políticos, intervención de las provincias y los sindicatos, apertura de la economía a las importaciones, devaluación, congelamiento de salarios, desindustrialización, estatización de la deuda externa privada, prohibición del derecho de huelga, censura, quema de libros, persecución ideológica, represión paraestatal, etc. Todo esto no es cuento. Aconteció realmente.

Cabe la posibilidad, también, de creer y decir que el régimen procesista de Videla y sus sucesores nunca ocurrió, o que sus consecuencias fueron otras (por ej., hacer de la Argentina un lugar más pacífico e idílico que el pueblito Walnut Grove de La familia Ingalls). Pero el pasado, valga la redundancia, ya pasó. Fue como fue. Existió objetivamente, y de él nos quedan numerosos vestigios, evidencias, testimonios, indicios, pruebas tangibles de toda índole... No puede ser reducido a un entramado de relatos subjetivos, a una intertextualidad autorreferencial.

El pasado, además, es irreversible, imposible de alterar. Los grupos de tareas, los centros clandestinos de detención, el Plan Cóndor, los vuelos de la muerte, las fosas comunes, las tumbas NN, los menores apropiados, el accionar de la Triple A antes del golpe, nada de todo ese horror desaparecerá del escenario histórico sólo porque a la derecha argentina se le antoje pensar que no existió, como tampoco la Shoá se volverá un mito difamatorio sólo porque los neonazis insistan en negar su existencia.

El terrorismo de Estado no se convertirá mágicamente en una gesta como la Revolución de Mayo o el Cruce de los Andes por el mero hecho de que algunos nostálgicos de la dictadura crean fervientemente que lo fue.

Lo que sí se pude hacer, claro está, es cambiar la imagen que tenemos del pasado; y a partir de ese cambio, modificar la influencia que él ejerce sobre nosotros. Podemos, por ej., dejar de creer que el golpe se trató de una guerra sucia, o de dos demonios simétricos en pugna, y asumir que hubo terrorismo de Estado con todas las letras. Ese cambio en la relación con el pasado forzosamente generaría un cambio en nuestra relación con el presente: apoyaríamos los procesos de memoria, verdad y justicia que antes no habíamos apoyado. El pasado como tal nunca cambia. Lo que cambia es el vínculo con él, la interpretación que tenemos de él, y el modo en que ese vínculo, esa interpretación, repercute sobre nosotros, en nuestra conciencia y nuestra praxis.

Hay que tener entonces mucho cuidado con ciertas modas intelectuales de la posmodernidad (Hayden White, Paul Ricoeur, Arthur Danto, Frank Ankersmit, etc.). Si aceptamos sin más la tesis de que la historia es sólo una inmensa telaraña de discursos con pretensiones vanas de veracidad, si admitimos que el pasado como proceso objetivo nunca ha existido o (lo que en términos prácticos vendría a ser lo mismo) resulta incognoscible, quedamos indefensos ante la araña del negacionismo y su ponzoña: «quizás no hubo Shoá», «tal vez no hubo 30 mil desaparecidos», «a lo mejor los mapuches son chilenos invasores», etc. Si creemos que el relato de un troll que cita a Biondini, Cecilia Pando o Rolando Hanglin tiene la misma validez epistemológica que el relato de un historiador que se quemó las pestañas leyendo toneladas de libros, o que pasó buena parte de su vida haciendo investigación de archivo, estamos perdidos.

Sin duda, los ejemplos que di son extremos, casi caricaturescos. Pero válidos no obstante, y bien didácticos. Allanan la reductio ad absurdum que intento hacer aquí. Y una vez descubierta la falencia lógica, es fácil detectarla en casos más complejos, menos claros, más sutiles. No es mi intención simplificar el problema con chicanas y falacias de espantapájaros, sino plantearlo y visibilizarlo en toda su amplitud, profundidad y crudeza, radicalmente.

Los historiadores y pensadores mencionados algunas líneas más arriba no son ultraderechistas, en absoluto. Ninguno de ellos simpatiza con el neofascismo, ni ha buscado legitimar el discurso negacionista. Pero sin propónerselo, lo han dotado de cierta «respetabilidad intelectual». Como reza el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino al infierno. La negación del Holocausto, de la preexistencia de los pueblos originarios, de los 30 mil desaparecidos, es el infierno. Como también es el infierno relativizar (so pretexto del mal menor, la guerra justa o la Aliyá sionista) la culpabilidad de EE.UU. en la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, los crímenes de España en la conquista de América o los espantos de la Nakba palestina. El narrativismo a ultranza conduce, pues, a un callejón sin salida, aunque ésa no sea su intención, y aunque los narrativistas lo soslayen o desmientan.

Lo paradójico (y trágico) del asunto es que en ningún otro lugar el posmodernismo ha calado tan hondo como en el campo intelectual. Hay que hacerse cargo del problema. Hay que hacerse cargo del vale todo también en las malas, cuando juega en contra de nuestras propias certezas e intereses. Ser relativistas cuando nos agrada o conviene, y no serlo cuando nos genera fastidio o incomodidad, es, amén de un proceder incoherente, un acto de deshonestidad intelectual.

La objetividad absoluta no existe, estamos de acuerdo. Mucho menos existe la imparcialidad, pretensión fatua y sobrehumana si las hay. El conocimiento histórico jamás ha sido y jamás será la realidad histórica misma. Siempre habrá una brecha entre uno y otra. La verdad es inalcanzable. Pero la brecha puede ser más grande o más chica, y no debiera darnos lo mismo el tamaño que posea. Existen distintos grados de aproximación a la verdad histórica, a lo que realmente sucedió, y es nuestro deber tratar de acercarnos a ese umbral todo lo que, humanamente, nos sea posible, asequible.

Dijo de la utopía Eduardo Galeano: "Ella está en el horizonte. Yo me acerco dos pasos y ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Por mucho que yo camine, nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve la utopía? Para eso sirve, para caminar". Pues bien: con la verdad histórica sucede algo parecido. Nunca se la alcanza, pero sirve para que el historiador camine, para que haga cada vez mejor su trabajo: contar y explicar lo que realmente pasó, y no lo que se le antoja que pasó, puesto que no es un novelista.

¿De qué depende el tamaño de la brecha entre la historiografía y el pasado? Básicamente, de dos cosas: nuestra honestidad intelectual y nuestro rigor científico. Si nuestra honestidad intelectual y rigor científico son altos, la brecha se reduce. Sin son bajos, la brecha aumenta. Tan simple como eso.

Permítaseme recordar algo que escribió Carl Sagan en Cosmos (1980), a propósito de la ciencia: "No es perfecta. Puede utilizarse mal. Es sólo una herramienta. Pero sin duda es la mejor herramienta que tenemos, se autocorrige, progresa y se puede aplicar a todo. Tiene dos reglas. Primero: no hay verdades sagradas; toda presunción debe ser examinada críticamente; los argumentos de autoridad no tienen valor. Segundo: lo que sea inconsistente con los hechos debe ser desechado o revisado. Debemos comprender el cosmos como es, y no confundir lo que es con lo que quisiéramos que fuera. Lo obvio es a veces falso, lo inesperado es a veces cierto". Nadie resumió con mayor claridad y sencillez el método científico. Método que es también, aunque a menudo se lo olvide, el de todo buen historiador que, consciente de las limitaciones deontológicas inherentes a su profesión, no puede darse el lujo de fabular como Edward Bloom, el adorable mitómano de El gran pez.

La ciencia histórica está más cerca de la verdad histórica (o menos lejos, si se prefiere) que la mitopoiesis religiosa, el sentido común o la ficción literaria. Admito de buen grado que la objetividad de todo historiador (Hobsbawm, por caso) es bastante relativa, que está limitada por su recorte temático, por su perspectiva teórica, por sus énfasis y omisiones, por su ideología... Pero si alguien pretendiera convencerme de que las opiniones históricas a bocajarro de un taxista oyente de Baby Etchecopar, que nunca agarró un libro en su vida, son tan verdaderas o legítimas como Historia del siglo XX, estaría perdiendo su tiempo.

Objetividad en el sentido fuerte de la palabra, objetividad plena, total, no existe. Ese es el medio vaso vacío. Objetividad en sentido más débil, una búsqueda que tiende hacia la verdad sin poseer nunca del todo la verdad, eso sí existe: es la honradez intelectual, el método científico, la racionalidad crítica, el apego minucioso a los datos, la solidez empírica que aportan las fuentes primarias, la exhaustividad heurística y la rigurosidad hermenéutica, la coherencia o consistencia lógica de los razonamientos, la profundidad del análisis y la amplitud de la síntesis, el espíritu crítico, la apertura mental al debate, el fair play, los puntos de consenso mínimo, el oficio de abogado del diablo... Ahí tenemos el medio vaso lleno que el posmodernismo, a la ligera, se empeña en ver totalmente vacío.

Quizás el saber verídico, el conocimiento certero, sea una gran ilusión, la mayor de las quimeras jamás inventadas. Pero de algo estoy seguro: la episteme es mucho menos ilusoria que la doxa. Es preferible ser tildado de «positivista anacrónico», de «cientificista obtuso», de «racionalista eurocéntrico» (aunque no se lo sea), y soportar la ignominia de ser intelectualmente incorrecto (aunque resulte injusta), que alimentar con retórica posmoderna al monstruo del negacionismo.

En su libro El paisaje de la historia, John Lewis Gaddis (a quien nadie podría achacarle ser un historiador refractario a la sensibilidad posmoderna) señaló:

No tenemos más remedio que esbozar lo que no podemos dibujar con precisión [...]. Pero esto no significa que nuestros modos de representación determinan cualquier cosa que representemos. […]

¿Qué sucedería [...] si concibiéramos la historia como una suerte de confección de mapas? Si el pasado fuera un paisaje y la historia la manera de representarlo, [...] esta metáfora nos permitiría acercarnos a la manera en que los historiadores saben cuándo están en lo cierto.

Pues en cartografía la verificación se realiza ajustando las representaciones a la realidad. Lo que tenemos en mente son razones para representar el paisaje: queremos encontrar nuestro camino a través de él sin tener que depender de nuestros sentidos inmediatos [...]. Y tenemos el mapa, que es el resultado de reunir lo que existe en realidad con lo que el usuario del mapa necesita saber de lo que existe.

El ajuste se hace más preciso cuanto más se investigue el paisaje. Los primeros mapas de territorios recién descubiertos suelen ser burdos esbozos de la costa, con muchos espacios en blanco, ocupados por monstruos marinos o dragones. A medida que la exploración progresa, los contenidos del mapa se hacen más específicos y las bestias tienden a desaparecer. Con el tiempo, habría muchos mapas del mismo territorio preparados con distintos fines, ya sea mostrar carreteras, ciudades, ríos, montañas, recursos, topografía, geología, población clima o incluso el volumen del tráfico [...].

La verificación cartográfica, por tanto, es completamente relativa: depende de lo bien que el cartógrafo consiga ajustar el paisaje que se representa y de las necesidades de aquellos para quienes se confecciona el mapa. Sin embargo, a pesar de esta indeterminación, no conozco a ningún posmodernista que haya negado la existencia de paisajes o la utilidad de su representación. [...] De la misma manera, sería muy imprudente para los historiadores deducir que, dado que no tenemos un fundamento absoluto para medir el tiempo y el espacio, es imposible saber nada acerca de lo que sucede en uno u otro.

La historiografía no es el pasado, cierto. No puede replicar el devenir histórico. Pero a diferencia de la novelística, tiene que ajustar o adecuar sus representaciones a él, a lo que realmente aconteció. Y ese ajuste, esa adecuación, impone límites objetivos no menores a la subjetividad del historiador, a su imaginación, a su discurso, a sus pretensiones y conveniencias ideológicas, a su política de la memoria. Así como ningún cartógrafo serio podría negar que el territorio de Andorra es mucho más pequeño que el de Rusia, ningún historiador serio podría negar que hubo terrorismo de Estado en Argentina. No hay objetividad absoluta, pero sí hay posibilidad de un ajuste creciente entre representación y realidad, entre historiografía e historia. Ese proceso de ajuste creciente, aunque inacabable, constituye una suerte de «semiobjetividad», algo que dista bastante de la objetividad, pero que de ningún modo resulta homologable al subjetivismo del vale todo.

Hace tiempo que me mantengo firme en esta tesitura: no aceptar ningún debate sobre la objetividad o subjetividad de la historiografía, a no ser que ese debate se dé a la luz de ejemplos cruciales, de casos suficientemente problemáticos a nivel ético o político. Es muy fácil equiparar, con ligereza, el estatus epistemológico de los relatos históricos cuando difieren en minucias como el lugar de nacimiento de Gardel, o la autenticidad de tal o cual anécdota sobre la vida privada de San Martín. Lo que ningún relativista está dispuesto a hacer es llevar hasta sus últimas consecuencias lógicas su relativismo, saliendo de su zona de confort.

El nieto de un hibakusha, ¿acaso se atrevería a negar la catástrofe de Hiroshima y Nagasaki? Una mujer que perdió un hijo en la tragedia de Cromañón, ¿aceptaría que la versión de los hechos del empresario Omar Chabán es tan válida como la suya? Un intelectual latinoamericanista, ¿sería capaz de decir que la prensa antichavista, en la crisis venezolana de 2002, fue tan digna de crédito como Le Monde diplomatique? Un antropólogo del CONICET, cuando denuncia las acciones de despojo y represión contra las comunidades wichí, ¿pondría en pie de igualdad veritativa su discurso científicamente fundado (basado en las evidencias del trabajo de campo) con los pretextos de los terratenientes y sus leguleyos a sueldo?

Conozco muchos relativistas progres, inteligentes y no tan inteligentes, de cátedra y de café. Pero sinceramente, no conozco ninguno que lo sea full time, sin grandes contradicciones y olvidos pro domo. Tarde o temprano, cuando las papas queman, sacan los pies del plato. A sabiendas o inconscientemente. Pero los sacan. Los relativistas progres no se atreven a extraer todas las conclusiones (teóricas y prácticas) extraíbles de su relativismo gnoseológico. Y si no se atreven, otros deberán hacerlo.

¿Los negacionistas de derecha? Felices y agradecidos con la moda del pensamiento light. No es para menos. Hacen su agosto. Hoy por hoy, posmodernidad mediante, un tweet «antisubversivo» de veinte palabras vale lo mismo que las 490 páginas documentadas del informe Nunca más. Son relatos diferentes, pero «igualmente respetables». De un lado, la narrativa de la guerra sucia o de la teoría de los dos demonios. Del otro lado, la narrativa que habla de terrorismo de Estado sin pelos en la lengua. Voces diferentes, antagónicas. Pero todas «legítimas»; ninguna «más verdadera» que la otra. Cerca de 30 mil desaparecidos, como estiman las organizaciones de derechos humanos (en base a una serie de cálculos nada descabellados que elevan la cifra original de la CONADEP), o bien, unos "9 mil a 12 mil", como aventuró nuestro ilustre presidente. Total, ¿qué más da? El posmodernismo no puede desentenderse de los monstruos que viene cebando con su prédica relativista.

Con epistemologías débiles (del norte o del sur), enfrentarse al negacionismo histórico es como luchar contra molinos de viento: un acto voluntarista condenado de antemano al fracaso. Es hora ya de recuperar nuestra confianza en el rigor de la ciencia crítica, en la capacidad de describir y explicar los procesos históricos con una fidelidad nunca total, siempre imperfecta, pero sí al menos respetable (o en cualquier caso, muy superior a la del sentido común). Y si la palabra «objetividad» nos da tanto escozor por sus connotaciones positivistas, porque equivocadamente le asignamos un sentido absoluto, o porque la confundimos a la ligera con la palabra «imparcialidad» o «neutralidad», pues bien, inventemos otra entonces. Que un prurito semántico no nos deje maniatados frente a la violencia simbólica del negacionismo histórico.

Un negacionismo histórico que busca ocultar o minimizar, con un cinismo e impudor inusitados, los horrores del terrorismo de Estado en Argentina. Y ya no sólo desde la tribuna del diario La Nación, sino también desde la mismísima Casa Rosada. Hay que terminar con "el curro de los derechos humanos", declaró Mauricio Macri cuando hacía campaña. ¿Qué contexto político más favorable podría tener este rebrote discursivo de la guerra sucia que un gobierno reaccionario que niega los 30 mil desaparecidos, en medio de una posmodernidad donde, como «la «objetividad no existe», se puede decir con impunidad cualquier cosa?

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