miércoles, 20 de junio de 2018

Sin hegemonía, sin mitos, sin brújula


Rebelión

Por Miguel Mazzeo

El gobierno reaccionario de Argentina ha comenzado a ser víctima de sí mismo. La coalición Cambiemos ha creado un mundo en el que sus mitos duran un suspiro. Su arsenal de abstracciones para simbolizar la realidad está casi vacío. El antagonismo simbólico que cimentó su triunfo electoral se está agotando como fuente de adhesión, muestra a las claras su déficit como soporte de legitimidad política y hasta amenaza con volvérsele el contra. ¿Emergerán los antagonismos reales o seguirán opacados (tergiversados y canalizados) por los antagonismos simbólicos?
Al gobierno reaccionario de Argentina ya no le sirven las apelaciones a la doctrina del camino, a la búsqueda y la disolución de los conflictos y los relatos, a la disciplina del viaje. Ya no le sirven las invocaciones a la democracia liberal. Por cierto, le cuesta cada vez más mantener un piso mínimo de democracia formal y de “calidad institucional”. Ni siquiera le cabe la definición de liberal, es mucho menos que eso.

Cada vez se le hacen más difíciles las maniobras de encubrimiento de su condición no-ética, cínica, prepotente y despiadada.

Los politólogos y otras especies similares que vislumbraron el surgimiento de un fenómeno político original, que comenzaron a elaborar tipologías para una derecha “moderna” portadora de cierta destreza hegemónica, debieron volver al clasicismo en materia de teoría política. Por un momento confundieron la hegemonía con las artimañas. Se creyeron los mitos con patas cortas de la derecha.

La “nueva derecha” argentina es demasiado parecida a la vieja. Aggiornada a los nuevos tiempos como exige su talante pragmático, expresa al capital en su anhelo de mercado total. Representa el proyecto que pretende arrasar con todo lo que no es mercado. Aspira a replicar vía chilena al ultra-neoliberalismo. La actualización en materia de marketing electoral, el uso de las nuevas tecnologías de manipulación, no dicen nada respecto de una condición distinta. Sigue siendo indigente en materia de recursos hegemónicos. Es incapaz de hacer del Estado un espacio apto para el desarrollo de dinámicas reparatorias (más bien todo lo contrario) y no ha superado su incompetencia a la hora de organizar imaginarios colectivos basados en valores positivos y de largo plazo. Sólo sabe generar adhesiones efímeras y frágiles. Claro está, nos referimos a las adhesiones masivas. El mercado ni se autorregula ni construye hegemonía.

A la hora de construir algún consenso social básico, la “nueva derecha” no sabe hacer otra cosa que apelar a la gestión de realidades microscópicas e intrascendentes, a la demagogia punitiva, a las retóricas del orden, al halago descarado de las pasiones de los opresores. Anuncia obras y crímenes con orgullo y se jacta de su eficacia para construir metrobuses y para matar niños por la espalda. Al igual que la vieja derecha, la única forma de gestionar los conflictos que concibe se basa en la represión y en el disciplinamiento. ¿Como gestionará la desesperación?

Desde diciembre de 2017 sus medidas comenzaron a minar aceleradamente las bases de todo consenso relativo. Es imposible generarlo cuando el achicamiento del producto va de la mano de una galopante concentración de la riqueza. Un hondo malestar se está incrustado en una franja muy ancha de la sociedad argentina. Anuncia violencias y crece día a día.

La discursividad de gobierno reaccionario de Argentina se ajusta cada vez más a su verdadera condición. De ningún modo puede ser dialógica. El lenguaje se acomoda a la experiencia y al deseo y se ponen en evidencia las voces autoritarias, los tonos insensibles, en fin: el odio de clase. Valga como ejemplo el giro salvaje del lenguaje del presidente, de la gobernadora de la provincia de Buenos Aires y del jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aire: las tarifas impagables que hay que pagar, la universidad vedada para los pobres, la desposesión al cartonero.

El gobierno reaccionario de Argentina ha perdido la brújula y a cada paso abre nuevos frentes de conflictos y nuevos campos de batalla. ¿Terminará reactivando sin darse cuenta la potencia plebeya que estuvo dormida, institucionalizada e integrada en los últimos 15 años o, simplemente, embellecerá las formas verticales de interlocución estatal típicas del progresismo? ¿Alentará sin querer lo que constituye la peor pesadilla para las clases dominantes: las demandas sustantivas del pueblo referidas a la redistribución primaria del ingreso, al autogobierno y a la autodeterminación; o renovará los bríos de otros intermediarios y otras maquinarias del poder? ¿Favorecerá indirectamente la politización autónoma (desde abajo) de lo social o volverá a colocar lo social como espacio para la gestión “sensible” desde arriba? ¿Restituirá la politicidad de los conflictos sociales o abrirá las puertas para los proyectos basados en la moralización de la pobreza?


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