sábado, 9 de junio de 2018
En lo más hondo del agujero de la memoria
Por Karen J. Greenberg
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Desmantelamiento de la democracia, un mundo por vez
Introducción de Tom Engelhardt
La separación forzada de padres e hijos durante “meses o más tiempo” en cualquier circunstancia, incluso por cruzar ilegalmente la frontera entre Estados Unidos y México debería estar en lo más alto de los anales de la crueldad y lo despiadado. Como anunció recientemente el ministro de Justicia Jeff Sessions, Estados Unidos tiene ahora la tan manida política de “tolerancia cero” en esa frontera. En este país se acabo el contrabando” (como dice el ministro) de niños, aunque en buena parte estamos hablando de padres y niños, incluso bebés, que huyen de la violencia en su país. La administración Trump considera que esa medida es una “política disuasoria”, a pesar de que –algo típico en la era Trump– está basada en una estadística falsa. De hecho, desde que asumió esta administración, esas separaciones han continuado en una forma más extraoficial. Y ni siquiera culpemos a Jeff Sessions por esta política. Ahora sabemos que la orden de arrancar a los niños de los brazos de sus progenitores proviene directamente del corazón mismo de la Casa Blanca, es decir, del propio Donald Trump.
Tal como Michael Shear y Nicole Perlroth informaron hace poco tiempo en el New York Times, una reprimenda presidencial en una reunión de gabinete a la responsable del departamento de Seguridad Interior Kirstjen Nielsen –que casi le cuesta el puesto–, en parte ha tenido que ver con esta cuestión: “El convencimiento del señor Trump de que la señora Nielsen y otros funcionarios del departamento se resistían a cumplir su orden de que los niños debían ser separados de sus padres cuando las familias entraran ilegalmente en Estados Unidos ha sido un tema recurrente, han expresado varios funcionarios. El presidente y sus asesores en la Casa Blanca han llevado adelante durante semanas una política de separación familiar como una forma de disuadir a las familias que tratan de cruzar ilegalmente la frontera.”
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch ya ha escrito para este sitio web acerca de la sorprendente cantidad de menores desplazados por la guerras de Washington en todo el Gran Oriente Medio y África, a quienes hoy, por supuesto, se les niega cualquier esperanza de encontrar un santuario en nuestro país (otro tipo de posición ‘tolerancia cero’ de la era Trump). Sin embargo, hoy se centra en un nuevo tipo de política trumpiana de separación, una dirigida a divorciarnos del mismísimo idioma que hablamos, de las palabras que usamos normalmente para describir la realidad, que ahora deben ser oficialmente desterradas a las zonas fronterizas de nuestra conciencia.
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La agresión estratégica de Trump a la democracia, palabra a palabra
Considerémonos oficialmente en un mundo orwelliano, aunque nos hayamos enterado de ello solo a medias. Mientras estábamos mirando hacia otro lado, una importante parte del idioma de los estadounidenses, conocido desde hace tiempo por nosotros bastante literalmente y en una forma notablemente coherente, se vino abajo como el equivalente del infame Agujero de la Memoria* de George Orwell.
Hace poco tiempo, esto me golpeo personalmente. Me pidieron que hablara en un congreso anual de la seguridad nacional que tendría lugar en el centro de Manhattan y estaría dirigido principalmente a una audiencia de estudiantes universitarios. El organizador, que había reunido un notable conjunto de disertantes, se topó con ciertos problemas, particularmente en un aspecto: sus esfuerzos por incluir en el encuentro a representantes de la administración Trump. Al principio los funcionarios de la administración con quienes trató ni siquiera proporcionarían el nombre de los posibles participantes, solo su cargo; los asistentes serían un misterio hasta unos días antes de la realización del congreso.
Además, antes de acordar el envío de participantes, el contacto con Control de Inmigración y Aduanas (ICE por sus siglas en inglés) no solo pidió sino que insistió en que se eliminara la palabra “refugiado” del programa del congreso, que aparecería en la descripción de un panel que se ocuparía de “Programas de protección de refugiados, inmigrantes, agentes de aduana y de frontera”.
La razón esgrimida era el deseo de avanzar sin demora en el proceso de aprobación administrativa en Washington. Es fácil darse cuenta de que la administración que quería dificultar –hasta paralizarla– la entrada de refugiados en Estados Unidos tenía el deseo asociado de eliminar la propia palabra. Con la finalidad de asegurar la asistencia de los representantes del ICE, el organizador accedió a ello a regañadientes; de este modo, la palabra “refugiado” fue diligentemente eliminada del programa.
Mientras tanto, los nombres de los funcionarios de departamento de Seguridad Nacional que irían a hablar no fueron revelados hasta tres días antes del congreso. Por último, los representantes de la administración en contacto con la organización del congreso advirtieron de que ninguna intervención de los representantes del gobierno podría ser grabada, lo que en última instancia significaba que ninguna de las intervenciones sería grabada. El resultado es que este congreso no ha sido registrado para la posteridad.
Para mí –yo ya llevaba varios años observando el paisaje de la seguridad nacional–, esto fue otra bajada al oscuro secretismo en un entorno que antes era de acontecimientos abiertos. Me hizo pensar en cuántos otros organizadores de todo el país habrían sido objeto de la misma mano dura, en cuántas palabras habrían sido eliminadas de numerosos programas y en cuánto de aquello que los estadounidenses deberían saber no habrá sido documentado.
Después de que yo misma haya negociado durante 15 años muchos pedidos de funcionarios del gobierno relacionados con reuniones de todo tipo sobre la seguridad nacional, hasta cierto punto entendí la difícil situación del organizador. Como directora del Centro de la Seguridad Nacional en la facultad de derecho de Fordham y, antes de eso, en un centro similar en la Universidad de Nueva York, más de un funcionario de las administraciones Bush y Obama me pidieron que no grabara sus disertaciones. Ciertamente, algunos de ellos incluso me pidieron que les mantuviera alejados de la audiencia hasta que les tocara hablar.
No obstante, muchos de ellos habían llegado impacientes por debatir confiando en que su punto de vista era el mejor y conscientes de que el enfoque de los demás asistentes al congreso diferiría del suyo, sin duda drásticamente, en asuntos sensibles como la tortura, Guantánamo y los asesinatos selectivos. Pero para mí había algo nuevo: ni una sola vez en todos esos años se me había pedido que cambiara el vocabulario de un encuentro, que borrara una palabra o expresión del programa. Habría sido un delito inconcebible.
La misma idea de que el gobierno pudiera controlar cuáles palabras usaríamos y cuáles no en un acontecimiento vinculado con la universidad para arremeter contra todo lo que nosotros como país hemos estimado tanto en relación con la independencia de las instituciones de enseñanza respecto del gobierno, por no mencionar la inviolabilidad de la libertad de expresión y la importancia de la discusión pública. Pero eso, por supuesto era en la época anterior a la presidencia de Donald Trump.
Una agresión al lenguaje de la democracia en Estados Unidos
Aunque el incidente fuera mínimo, en un congreso pensado sobre todo para estudiantes pero abierto a una selección de profesionales, reflejó la esencia del enfoque ‘no tomar prisioneros’ de esta administración respecto del lenguaje que empleamos habitualmente pata describir el país en el que vivimos. Después de todo, no bien el actual presidente entró en el Despacho Oval empezaron a surgir las primeras informaciones que mostraban ejemplos en los que varios sitios web del gobierno habían sido modificados, palabras y conceptos cambiados o sencillamente abolidos.
Desde entonces, el lenguaje de un Estados Unidos rechazado por el presidente y sus colegas ha sido objeto de un ataque constante. Teniendo en cuenta las promesas de campaña antes de las elecciones, algunas de esas agresiones eran esperables. Tómenos el cambio climático, al que Donald Trump llamó “un cuento chino” mucho antes de que él poblara la administración de furibundos negacionistas climáticos. El departamento de Agricultura fue representativo. Sus nuevos funcionarios eliminaron la expresión “cambio climático” en su página web, sustituyéndola por “fenómenos extremos” y reemplazó la frase “reducir los gases de invernadero” por la a todas luces engañosa “aumentar el uso de energía saludable”, acompañándola de palabras vagas como “resiliencia” y “sostenibilidad”.
Pero no es necesario fijarse en la necesidad de eliminar cualquier mención del cambio climático, incluso las palabras que lo describen. Otras modificaciones no son menos notables. Para empezar, como en el último congreso al que asistí, ha habido un claro rechazo del lenguaje que connota a los desposeídos, los excluidos y los marginados de nuestro entorno. En el Centro de Control de la Enfermedad (CDC, por sus siglas en inglés), por ejemplo, el pedido de fondos presupuestarios de este año excluye cuidadosamente los términos que a ellos se refieren en su declaración de intenciones y propósito. En principio, informada incorrectamente como una decisión política de prohibir en la agencia el uso de ciertas palabras, los funcionarios del CDC sencillamente recurrieron a leer lo que decía el fondo de la taza del café sobre la nueva administración y rápidamente limpiaron su solicitud de fondos de toda palabra clave ahora inaceptable para la administración Trump. Eran palabras que de repente se habían convertido en banderas rojas cuando se trataba del uso de fondos estatales para ayudar a los menos afortunados o los discriminados. Por ejemplo: “vulnerable”, “derecho”, “diversidad”, “transexual” y “feto”; con la actual baja reputación de los hallazgos científicos contra los combustibles fósiles, también descartaron las expresiones “basado en pruebas [científicas]” y “basado en la ciencia”.
La negación de los grupos marginados y de los vulnerables en la sociedad, incluyendo los “refugiados”, no se ha limitado al CDC. Por ejemplo, también llamó la atención que el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU (USCIS, por sus siglas en inglés) retirara el eslogan “Nación de inmigrantes” de su declaración de intenciones, en la que ahora se lee:
“El Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU administra el sistema de inmigración legal de la nación, salvaguardando su integridad y promesa mediante la adjudicación eficiente y justa de las solicitudes de beneficios de inmigración al mismo tiempo que protege a los estadounidenses, hace más segura la patria y honra nuestros valores”.
Dadas las últimas noticias de la frontera que hablan de niños cruelmente separados de sus padres y la reciente reprimenda presidencial a sus ministros por no haber asegurado aún eficientemente la frontera, nadie debería sorprenderse si la “seguridad” y los “valores” dieran un golpe mortal a los “inmigrantes” y a la inclusión en esa declaración de intenciones. Así, también, esta mentalidad ha dejado su marca en otra agencia creada para ayudar a los necesitados. El departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, dirigido por Ben Carson, ha desechado las expresiones “libre de discriminación”, “casas de calidad” y “comunidades inclusivas” en favor de otras como “autosuficiencia” y “oportunidad”. Dicho de otro modo, el acento está puesto en lo individual y libera al Estado de cualquier responsabilidad.
Trump no es el primer presidente que valora la importancia del lenguaje como una herramienta política que puede utilizarse conscientemente para una finalidad práctica. Barack Obama, por ejemplo, prohibió tanto la expresión “guerra contra el terror” –aplicada a los interminables conflictos bélicos estadounidenses después del 11-S en todo el Gran Oriente Medio y África– como la de “terroristas islámicos” contra quienes nosotros combatíamos, incluso a pesar de que esa “guerra” continuaba. Aun así, el actual presidente quizá sea el primero cuya administración no ha vacilado en eliminar palabras asociadas con los principios fundacionales de este país, entre ellos “democracia”, “honestidad” y “transparencia”.
Poniendo un punto de oro en el apartamiento de los valores centrales, el departamento de Estado, por ejemplo, eliminó la palabra “democrático” de su declaración de intenciones y abandonó la noción de que tanto el departamento como el país promocionarían la democracia en el resto del mundo. En su nueva declaración de intenciones, entre las palabras desaparecidas también están “pacífica” y “justa”. Del mismo modo, la declaración de intenciones de la agencia estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) se alejó de su anterior énfasis en que proponía “acabar con la pobreza extrema y promover el avance de sociedades fuertes y democráticas que sean capaces de desarrollar su potencial”; ahora, su objetivo es “apoyar a los amigos para que lleguen a ser independientes y capaces de liderar su propio desarrollo”, principalmente mediante el aumento de la seguridad (lo que incluye, supongo, la compra de armamento estadounidense) y la expansión de los mercados.
Junto con una menor consideración por la noción de inclusión y por la colaboración para que los países empobrecidos puedan mejorar su situación mediante la ayuda, la idea de la protección de las libertades civiles ha caído en picado. El primer nombramiento del presidente Trump para dirigir el centro de detención de Guantánamo, contraalmirante Edward Cashman, por ejemplo, quitó las palabras “legal” y “transparente” de la declaración de intenciones del establecimiento carcelario. Del mismo modo, el departamento de Justicia ha eliminado la parte del sitio web consagrada a “la necesidad de una prensa libre y el juicio público”.
¿Un ministerio de Propaganda?
Mientras tanto, en un conjunto de incumplimientos paralelos, continúa el desmembramiento de agencias creadas para honrar y proteger la paz y los derechos civiles fundamentales –tanto en el interior del país como en el extranjero–. Hasta este momento**, por ejemplo, menos de la mitad de los altos cargos del departamento de Estado han sido ocupados y confirmados. Las consecuencias están a la vista: embajadores en países muy importantes en zonas actualmente en tensión y el mismísimo concepto de la diplomacia que podría acompañarlos han desaparecido en acción. Entre ellos, los embajadores en Libia, Somalia, Arabia Saudita, Corea del Sur, Sudan, los Emiratos Árabes Unidos y Siria. Mientras esto ocurre, en el primer año de la era Trump, cerca de 2.000 diplomáticos de carrera y empleados civiles han sido expulsados del departamento, y cuando el secretario de Estado Rex Tillerson tomo el camino de tantos otros nombrados por Trump, los puestos más altos de la secretaría habían sido reducidos a la mitad. En un mundo orwelliano, las agencias son dotadas con un equipo mínimo y sin liderazgo; de este modo, resulta más fácil hacer que tomen una nueva y nefasta dirección.
De la misma manera, la administración Trump demasiado a menudo se ha esforzado en negar o borrar los hechos ocurridos. No es solo una cuestión de información presidencial metódicamente mentirosa y tergiversadora, sino de un sistemático desprecio de la realidad que también puede observarse en los sitios web del gobierno, en los que toda información objetiva ha sido arrojada al agujero de la memoria. El mismo día de la toma de posesión del presidente Trump desaparecieron las referencias al cambio climático en la página web de la Casa Blanca. Por ejemplo, muchos enlaces y artículos relacionados con el cambio climático que habían sido puestos en los años de Obama, fueron eliminados rápidamente en el sitio web del departamento de Estado; otros sitios web de distintas agencias se ajustaron a la misma pauta.
Del mismo modo, el sitio web de la Casa Blanca borró las páginas que informaban sobre la política federal relacionada con las personas discapacitadas y en su lugar dejaron este mensaje para los ciudadanos interesados: “Usted no está autorizado a acceder a esta página”. Es evidente que la administración no se siente responsable de informar al público de sus actividades, incluyendo aquellas que podrían dañar la consideración hacia los estadounidenses que están en todo el mundo. Hace poco tiempo, la administración Trump dejo de informar sobre las muertes de civiles ocurridas en ataques con drones estadounidenses, un requisito que debía cumplirse una vez al año a partir de una orden del presidente Obama en 2016. Un portavoz de la Casa Blanca explicó que ese requisito informativo estaba “en revisión” y podía verse “modificado” o “revocado”.
Ese criterio acerca de lo que el público debe saber y lo que no debe saber y sobre lo que debe estar disponible al público por parte del gobierno, incluso en teoría, ha sido tachado históricamente de fascista, estalinista, totalitario o autoritario. Sin embargo, no alcanza con etiquetarlo; lo importante es el reconocimiento de que –más allá del rótulo que se le ponga– estamos ante una estrategia en marcha. De hecho, esta es una administración mucho menos ad hoc e inexperta de lo que suponen los expertos y políticos. A quienes acompañan a Trump les gusta hablar de la diligencia que caracteriza a la actual toma de decisiones en la Casa Blanca, pero la coordinada, incesante y consecuente agresión a las palabras, las expresiones y el lenguaje que desagradan a quienes hoy gobiernan parece contradecir esa idea.
Evidentemente, lo que estamos viviendo es un ataque coordinado a la antigua definición estadounidense de la realidad. La pregunta que surge es: ¿de dónde vienen esas directivas? ¿Quién ha identificado las palabras y conceptos que deben ser eliminados del diccionario de Estados Unidos? Aunque desconocido para nosotros, ¿hay acaso un virtual ministro o ministerio de Propaganda en alguna parte? ¿Hay alguien controlando y documentando la evolución de semejante estrategia? ¿Y cuáles son exactamente los próximos pasos del plan?
Sean cuales sean las circunstancias en lo que esto está pasando, ciertamente se trata de una audaz tentativa de usar el lenguaje como una senda que en la que se nos trasladará de una realidad –la de los 250 años de historia de Estados Unidos y su evolución hacia la inclusión, la diversidad, la igualdad de derechos para las minorías, y la libertad y la justicia para todos– a otra situación; esa en la que se pergeña una transformación conducida por la oligarquía y centrada en la intolerancia, la separación racial y étnica, la discriminación, la ignorancia (en reemplazo de la ciencia) y en la creación de un país cuyos valores son la impiedad y la codicia.
Quizá valga la pena recordar las palabras de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del nacionalsocialista Hitler. Él tenía una posición muy clara respecto de la importancia de ocultar el objetivo final de su peculiar campaña contra la democracia y la verdad: “El secreto de la propaganda”, decía, “es penetrar en la persona a la que su mensaje está dirigido para apoderarse de ella sin que siquiera se dé cuenta de lo que pasa”.
Este trabajo es una palabra de advertencia para las personas sensatas. Tal vez, en lugar de denigrar la incompetencia del presidente Trump y el aparente desorden de su gobierno, podría ser valioso dar un paso atrás y preguntarnos si acaso habría un objetivo mayor: concretamente, desmontar la democracia empezando por sus palabras más valiosas.
*. La autora se refiere al descrito en la novela 1984, de George Orwell. (N. del T.)
**. El original en inglés de esta nota fue publicado el 17 de mayo de 2018. (N. del T.)
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, dirige el Centro de la Seguridad Nacional en la Facultad de Derecho de Fordham; es la autora de Rogue Justice: The Making of the Security State. En la investigación necesaria para escribir esta nota colaboraron Samuel Levy, Hadas Spivack y Anastasia Bez.
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