martes, 19 de junio de 2018

Disquisiciones sobre ética a propósito de una moción de censura


Rebelión

Por José María Agüera Lorente

«En España no se ha secularizado aún la política. Aquí no se hace política; se hace teología». (Iñaki Gabilondo en el programa de radio A vivir que son dos días de la Cadena SER, emisión de 2 de junio de 2018)
En 1890 fue publicada por primera vez la novela El retrato de Dorian Gray del singular escritor irlandés Oscar Wilde. Antes de leerla conocí la historia que narra a través de su versión cinematográfica de 1945 dirigida por Albert Lewin. Yo era muy joven cuando la vi, emitida por televisión. Aunque eso fue hace ya varias décadas recuerdo que causó en mí una honda y desasosegante impresión. Luego he vuelto a verla ya leída la novela y he podido constatar que mi intenso recuerdo estaba justificado, pues se trata de una adaptación refinada y elegante que recoge lo esencial de su mensaje, así como la profundidad de la cuestión que plantea.

Por si el lector lo ignora o lo ha olvidado, diré escuetamente que la obra de Wilde es su manera de contarnos el archiconocido mito de la venta del alma al diablo. En este caso es un joven muy hermoso, Dorian Gray, quien, seducido por el discurso de un esteta amigo del pintor que le está haciendo un retrato, consiente implícitamente en que el tiempo no pase por él, sino por la plasmación pictórica de su persona. Lo que descubre el lector conforme avanza en la novela es que la imagen del lienzo no sólo es marcada por el natural deterioro que el envejecimiento nos causa a cada uno de nosotros, sino que en ella todo acto ejecutado por el modelo tomado para su ejecución deja una marca de depravación, puesto que Dorian Gray escoge una senda vital jalonada de acciones contrarias a los más elementales principios morales. Es decir, el retrato es la viva imagen de su alma, representada ésta como el trasunto moral de la conducta ejecutada por su cuerpo.

En esta historia hay mucho que rascar en términos filosóficos acerca de cuestiones de orden moral y metafísico. Hay bastantes pasajes en los que se atisba un soplo nietzscheano; por ejemplo este: «Y la belleza es una manifestación de genio; está incluso por encima del genio, puesto que no necesita explicación. Es uno de los grandes dones de la naturaleza, como la luz del sol, o la primavera, o el reflejo en aguas oscuras de esa concha de plata a la que llamamos luna. No admite discusión. Tiene un derecho divino de sabiduría. Convierte en príncipes a quienes la poseen». La sombra trágica de la muerte de Dios se vislumbra por momentos en la sugestiva novela. (Tampoco se pierda de vista que Nietzsche y Wilde eran coetáneos, falleciendo ambos relativamente jóvenes y no en buenas circunstancias en el 1900.)

Con todo, yo veo en el retrato del joven Gray la materialización estética de eso que el gran Aristóteles señaló como un elemento esencial de su concepción ética, a saber: la forja del carácter (moral). La palabra griega que escogió el estagirita para darle cuerpo a este concepto fue ethos (ἦθος); y como ocurrió con tantísimas de sus ocurrencias acabó marcando para siempre el devenir de la filosofía. Con la elección de ese término, en lo que a la reflexión sobre la conducta moral de las personas atañe, que ya para siempre se llamará ética. Nos dejó dicho el discípulo de Platón, tan crítico como se sabe con su maestro respecto de su visión en exceso intelectualista, que en lo referente a la vida práctica la clave consiste en lo que hacemos, en nuestras acciones. Es mediante éstas que nos vamos forjando una forma de ser, un carácter (un ethos). Resumiendo mucho, digamos que es la repetición de las buenas decisiones lo que genera en el hombre el hábito de comportarse adecuadamente; y en este hábito consiste la virtud para Aristóteles. El vicio es lo opuesto: la repetición de malas decisiones. Como griego, el genial filósofo no pierde de vista en ningún momento que esa formación ética se da siempre en convivencia con los otros, en la polis .  Se trata la educación del carácter (la Bildung, que dirían los alemanes) de algo natural para el individuo, porque es natural su sociabilidad. He aquí un rasgo idiosincrásico del ethos griego que encontramos igualmente en Platón y aún antes, como apunta Emilio Lledó: «Ese sentido y coherencia (refiréndose al ethos) no es nunca resultado efectivo del individuo que actúa como tal individuo. Una forma suprema de egoísmo que, al afirmarse a sí mismo, hiciese desaparecer al otro, es absolutamente imposible. (...) De esta lucha entre el individuo y el plasma colectivo en el que está sumido, surge el complejo organismo en el que se engarza la vida humana. De las tensiones que modulan el carácter de esa lucha, se harán lenguaje las primeras "recomendaciones" éticas que descubrimos en Homero y Hesíodo». (Véase el tomo I de la Historia de la ética de la que es editora Victoria Camps.)

Habrá que asumir entonces que si hay un carácter individual tiene que haber asimismo uno colectivo. Siendo así, bien pudiera aplicarse una metáfora como el retrato de Dorian Gray para darle concreción poética. Algo así creo ver yo en un artículo de Víctor Pérez Díaz titulado Cambiar el modo de ser. Publicado hace ocho años creo que su contenido no ha perdido vigencia. Al igual que el artista del fantástico cuadro de la novela de Wilde plasma el alma del joven Gray, este sociólogo hace una semblanza del carácter de la ciudadanía de este nuestro país en su texto. Coincide con Aristóteles en lo esencial de la visión de la ética al escribir: «El modo de ser, o el carácter, de un grupo social es el poso que queda de las costumbres, virtudes o vicios, que tenga». De ello depende – según cree – el que los individuos que lo integran puedan optar a una vida buena; y en esto vuelve a coincidir con los filósofos de la antigüedad.

Pues bien, el ethos de la sociedad española, a decir del profesor Pérez Díaz, está lejos de facilitar la consecución de esa clase de vida, fin natural de la existencia humana como ya señaló el eudemonismo aristotélico. Porque, según el retrato que nos aporta el sociólogo, este nuestro país no innova lo suficiente, cuenta con un tejido empresarial frágil, sus políticos se bloquean o se pierden en peleas internas, sus medios de comunicación producen demasiado ruido y sus gentes confían poco unas en otras. Padecemos, en definitiva, un «déficit de disposiciones virtuosas (de cultura moral vivida)», leemos en el citado artículo, «lo que se traduce en la fragilidad, la rigidez y el menor dinamismo de la economía, en el carácter derivativo de buena parte de la cultura, en la falta de ecuanimidad del debate público y en la mezcla de desconcierto y timidez de fondo con aires de ordeno y mando de tantas decisiones políticas». Es un cuadro para no sentirse orgullosos, ciertamente, pero no es el destino español, su fatum ineluctable, sino su ethos, y se puede cambiar; pues – recordemos la enseñanza del maestro Aristóteles – esa forma de ser conformada por vicios y virtudes es el resultado de nuestras acciones derivadas de las decisiones que tomamos.

El filósofo norteamericano Robert Kane aporta a la reflexión de inspiración aristotélica que hemos desarrollado un concepto de especial relevancia para entender el proceso de modificación de la forma de ser (carácter o ethos) de una sociedad. En su análisis de la decisión y la acción, este pensador contemporáneo se fija en esos momentos de indecisión durante los cuales la gente experimenta, por así decir, corrientes de voluntad contradictorias; desagradable situación en la que todos nos hemos encontrado en más de una ocasión en nuestras vidas. Entonces, cuando en esos momentos tomamos conscientemente una decisión y la ejecutamos, Kane dice que llevamos a cabo una self-forming action o acción autoformativa, es decir, una de esas acciones que forman nuestro carácter al modo aristotélico, que dará forma a nuestras elecciones, razonamientos y motivaciones futuras generadoras de nuestro comportamiento. Las acciones autoformativas constituyen puntos de inflexión éticamente relevantes, ya que a partir de ellas se establecen hábitos e intenciones sobre cuya base se actúa posteriormente de manera ya no tan reflexiva pero aún responsable. Si se pretende cambiar la forma de ser, en estas acciones autoformativas se encuentra la clave.

Percibo en lo ocurrido en estos últimos días en el Congreso de los Diputados un ejemplo de acción autoformativa, con todo lo que ello implica según lo ya expuesto. La moción de censura protagonizada por el señor Pedro Sánchez es un caso de decisión que supone un punto de inflexión respecto de lo que se supone que es nuestro ethos ciudadano, en el que por cierto confiaba el hasta hace unos días presidente del Gobierno, señor Rajoy; una forma de ser que parecía tener como uno de sus rasgos característicos un notable componente de indolencia frente a la corrupción. El voto favorable de la mayoría del Parlamento a la tal moción marca carácter y da esperanzas a quienes creemos que es compatible el progreso moral con la legítima lucha de intereses en la arena política.

Por cierto, que la forma en que ha prometido su cargo el flamante presidente del Gobierno, en ausencia de la parafernalia simbólica religiosa, es otro ejemplo de acción autoformativa con la que nos hemos saludado quienes somos favorables al laicismo. Ojalá que dentro de no mucho tiempo, cuando nos miremos en el retrato de Dorian Grey de nuestros paisanos, nos reconozcamos en una imagen bien mejorada de nosotros mismos como país democrático.

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