viernes, 22 de junio de 2018
América Latina y su "justicia politizada"
Por Gaspard Estrada
América Latina tiene una larga historia de justicia politizada y de política judicializada. Con los gobiernos y las legislaturas enfrentando una profunda crisis de credibilidad, la judicatura se ha convertido en un actor importante. El problema es que, como lo demuestra el juicio a Lula da Silva, muchos administradores de justicia están actuando como políticos antes que como abogados o magistrados independientes.
En abril, el ex presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se rindió a la policía para comenzar a cumplir una sentencia de prisión de 12 años por corrupción pasiva y lavado de dinero. Fue el último de una serie de arrestos y procesamientos de líderes políticos y económicos latinoamericanos. La tendencia comenzó hace cuatro años con el estallido del escándalo de sobornos del grupo brasileño Odebrecht. Pero si bien se necesita con urgencia una acción contra la corrupción, el enfoque cada vez más politizado de estos procedimientos está colocando a toda la región en una pendiente resbaladiza.
Con los gobiernos y las legislaturas de América Latina enfrentando una profunda crisis de credibilidad, la judicatura se ha convertido en un actor importante en algunos países. En Brasil, por ejemplo, figuras involucradas en la operación Lava Jato (una investigación en curso sobre la corrupción a gran escala en la petrolera estatal Petrobras), como Deltan Dallagnol -el coordinador del grupo de trabajo en el Ministerio Publico-, y Sergio Moro -el juez a cargo de la investigación-, se han convertido en verdaderos actores políticos. Su influencia excede por mucho su papel como abogados, magistrados o jueces de tribunales de primera instancia.
El problema real, sin embargo, es que funcionarios como Moro han transformado la acción judicial contra la corrupción en una cruzada moral y política, por la cual están dispuestos a doblegar la ley. Los magistrados de la Corte Suprema argumentan que, para poder encarcelar a Lula antes de la campaña presidencial de 2018, Moro ha desobedecido las reglas del procedimiento penal y manipulado los mecanismos de detención preventiva. Moro admite en su veredicto que está condenando a Lula sin ninguna evidencia directa de un acto ilícito.
Enfrentar a políticos corruptos y líderes empresariales es el tipo de causa que generalmente recibiría un amplio apoyo popular. Sin embargo, debido al enfoque activista de la judicatura, el 51% de los brasileños desaprueba las acciones de Moro, que incluyen la condena por corrupción de Lula en 2017.
América Latina tiene una larga historia de justicia politizada y de política judicializada. Como dijo el presidente mexicano, Benito Juárez, en el siglo diecinueve: «Para mis amigos, gracia y justicia; para mis enemigos, la ley». Desafortunadamente, ese sentimiento sigue siendo muy popular en gran parte de Latinoamérica en la actualidad.
En México, la oficina del procurador general de la Republica, que lleva meses acéfala, ha sido reacia a perseguir a políticos cercanos al gobierno que, según el Departamento de Justicia de Estados Unidos, estaban involucrados en sobornos relacionados con Odebrecht. Por el contrario, la misma oficina ha realizado ansiosamente una investigación de lavado de dinero contra Ricardo Anaya, uno de los candidatos presidenciales de la oposición.
Sin embargo, incluso cuando Anaya ha sido víctima del activismo judicial, uno de sus principales asesores es Santiago Creel, que orquestó la acusación hace 13 años en contra del ex alcalde de la ciudad de México, Andrés Manuel López Obrador, para evitar que éste se postule a la presidencia.
En otro ejemplo más de la politización de las investigaciones sobre corrupción, el presidente peruano, Pedro Pablo Kuczynski, renunció en vísperas de un voto de destitución precipitado por sus vínculos con Odebrecht, luego del lanzamiento de grabaciones de video que mostraban a aliados clave tratando de comprar el apoyo de los legisladores de la oposición. Pero esos videos no fueron expuestos como resultado de una investigación judicial independiente, sino más bien como parte de una disputa política entre los hijos del ex dictador Alberto Fujimori sobre el control del Congreso (y efectivamente sobre el país).
Pero Brasil es el que sirve de modelo por excelencia para los procedimientos judiciales impulsados por motivos políticos. La mayoría de la opinión pública brasileña cree que la ex presidenta Dilma Rousseff fue acusada por corrupción. En los hechos, fue acusada de usar una maniobra contable, utilizada por presidentes anteriores sin mayores consecuencias, para reducir los déficits del gobierno de manera temporal. Según un fiscal del ministerio público, Rousseff no cometió ningún crimen de responsabilidad que justifique su destitución.
No se puede decir lo mismo del reemplazante de Rousseff, Michel Temer, que ha logrado evitar dos intentos de juicio político comprando apoyo político en el Congreso. De hecho, hay grabaciones de Temer que supuestamente autoriza pagos de silencio a Eduardo Cunha, un ex presidente de la Cámara Baja que está en prisión por su participación en el escándalo de Petrobras.
Aécio Neves, quien perdió las elecciones presidenciales ante Rousseff en 2014, será juzgado por cargos de corrupción y obstrucción a la justicia. Pero los jueces a cargo de la investigación no se han movido tan rápido como lo hicieron Moro y sus colegas en el caso Lula, a pesar de que el caso Neves está respaldado por pruebas mucho más sólidas.
«La ley es para todos», declararon los partidarios de Sergio Moro. Están en lo correcto. Pero eso significa que la ley también debe ser para Lula, quien ha sido víctima de una verdadera persecución judicial, mediática y políticaen los últimos cuatro años. Es por eso que líderes mundiales, académicos globales y ganadores del Premio Nobel de la Paz, incluidos el ex presidente francés François Hollande, el economista Thomas Piketty y el activista Adolfo Pérez Esquivel, firmaron varios desplegados en favor de Lula.
Nada de esto quiere decir que no sea necesario que la justicia enjuicie a los políticos y a otras figuras poderosas por corrupción. Por el contrario, la operación Lava Jato ha dejado en evidencia la relación incestuosa entre el dinero y la política en América Latina.
Pero cuando los jueces eluden el estado de derecho, lo debilitan. Y cuando esas tácticas sirven para fines políticos, como lo han hecho en Brasil, los jueces ponen en peligro la democracia misma.
En cualquier caso, la ola de activismo judicial que los escándalos recientes han estimulado hasta ahora ha producido poco o ningún cambio real. En particular, no ha habido una reforma electoral o de financiamiento de campaña, porque eso requeriría el apoyo de los agentes del poder político y económico que se benefician del sistema actual. La declaración de Moro de que la operación Lava Jato puede estar llegando a su fin ha debilitado aún más su incentivo para actuar.
Desde Brasil hasta México, quienes tienen la tarea de defender el Estado de Derecho están cada vez más ejerciendo la administración de la justicia con fines partidistas. En un momento de intensificación de la polarización política, este no es un buen augurio para el futuro de América Latina.
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