miércoles, 13 de junio de 2018
La Ronda, en Teatro Memorias
Por Guido Eguigure
Definitivamente La Ronda, no es una obra para mojigatos o mojigatas. Mucho menos para santulones/as. Todo lo contrario: es un canto y también un alerta para quienes aman la vida y la toman con la naturalidad y la belleza que nos ofrece. Un canto, por su frescura y desenfado. Una alerta porque nos anuncia que el campo de la sexualidad es el campo del poder también, por lo tanto, también en la cama, el sofá o donde sea, se puede llegar al cielo o descender al infierno. Es en la intimidad donde nos despojamos de nuestras taras y nos mostramos tal cual somos. Dejamos a un lado los escudos y también los guantes para rendirnos finalmente ante el placer y el gozo. Esta obra, sin duda alguna, puede satisfacer plenamente los sentidos de quienes consideran al teatro un espacio cultural por excelencia y con asiduidad buscan en las salas el disfrute de la expresión artística.
En una adaptación trabajada esta vez por José Luis Recinos e Inma López como codirectores, con Tito Ochoa afinando los retoques finales, la obra nos muestra lo real y crudo de la sociedad desde la sexualidad, una cuestión que no sólo es parte de la cotidianeidad, sino que tabú para quienes, desde una visión y práctica moralista decimonónica, parecieran retomar con renovado afán en nuestros días, la persecución enfermiza, que en el tiempo de Schnitzler se consideraba normal.
Esto sería causa de hilaridad, si no fuera por las cosas terribles que a diario suceden en nuestro país. Recién recibimos la noticia de una nueva medida legislativa que atenta contra el estado laico heredado por Morazán, el más grande prócer de la unión centroamericana: ahora será obligatorio leer la biblia en la escuela pública. Parece sin duda una medida que intenta expiar los pecados de las elites que hoy desgobiernan este, cada vez más, condenado país.
La obra del autor austríaco Arthur Schnitzler (Viena 1862-1931), escudriña desde una perspectiva psicológica la sexualidad que representa los más oscuros pensamientos y deseos reprimidos o exteriorizados según el contexto. El poder, la dominación, las perversiones, las más bajas pasiones, se expresan en un performance en el que una sucesión de actores y escenas cortas, muestran las diferentes expresiones del poder, desde la intimidad del deseo y la lujuria, desde los más íntimos vaivenes de la misoginia y la degradación moral de las elites y desde la constatación de que la moral religiosa puritana sirve con propósitos opuestos a los que predica, a los vicios más viles del poder.
Teatro Memorias nos ofrece en esta temporada, un mosaico de expresiones de la intimidad adaptado contextualmente. Una a una van transcurriendo las diez historias que componen La Ronda. Los papeles se transmutan desde la dominación a la abyección y viceversa. El poder se ejerce de diferentes maneras y nos sorprende las maneras de cómo se invierten los papeles de acuerdo a la situación en que intervienen. Intelectuales, funcionarios públicos, actrices, militares, curas, pastores y domésticas interactúan en tramas que recrean con una gran dosis de realismo, el drama, la tragedia y el gozo de estos personajes que se transforman en sus opuestos en los espacios privados, íntimos, en los que finalmente expresan su sexualidad.
La obra comienza con una escena muy común en nuestras calles. El encuentro de una prostituta y un militar. El diálogo está cargado de las formas más floridas del lenguaje popular. Las carcajadas estallan con las ocurrencias de este crudo flirteo. La violencia es el trasfondo desde el cual el conscripto impone su voluntad al eslabón social más bajo en la cadena del placer. En un espacio con iluminación de penumbra -que nos transporta irremediablemente a una callejuela del barrio El Centavo de Comayaguela y con un fondo musical que evoca al de un viejo cómic neoyorkino- el chafarote sacía finalmente sus más bajos instintos. La crueldad y la injusticia con las que culmina el acto, sucita automáticamente la repulsa contra el energúmeno y la solidaridad con la prostituta -el público la santifica- que sólo puede intentar rescatar mediante la violencia, la dignidad que de antemano sabe perdida. El desprecio se esparce en los espectadores contra el vil y despreciable ser, no sólo por su acción, sino por la confirmación histórica de su proceder traicionero, rastrero y cruel. Cualquier parecido con la realidad no es mera coincidencia.
En otras escenas, el pastor -polémico personaje en nuestro medio- es encarnado con extremo realismo. Su porte, escrupulosamente elegante y su característica gerigonza cristiana, sólo compite con su sobreactuada gesticulación y lenguaje corporal. En un performance hiper realista de los más conspicuos líderes cristianos -cuya ostentación compite con los más odiados políticos de nuestros días- en donde se constata su dualidad hipócrita al pasar del espacio público al privado y al verse despojado de su condición de poder, desciende desde las alturas celestiales, a los más bajos estadios mundanos. El desempeño profesional de Gabriel Ochoa queda establecido con esta exquisita interpretación y confirma las que ya vimos antes en La Loca de Chaillot. Gabriel se perfila como uno de los jóvenes más talentosos en el arte de las tablas en nuestro país.
La visión hipócrita de la sexualidad se desenmascara en las cuatro paredes que son testigo mudo y entre las sábanas que cubren los estertores del coito. Todo el pudor y la magnificiencia del discurso refinado y burdo de la pureza victoriana, se viene abajo enredado en el placer de la carne! Lo mundano se impone y las veleidades y convenciones sociales son deshechadas ante el peso del instinto.
En estas diez cortas pero intensas historias -que les animamos a ver- finalmente el poder se impone: el militar sobre la prostituta; el aristócrata sobre la doméstica; el intelectual, sobre la ingenua; el ministro sobre la artista y así continúa hasta cerrarse la ronda. Aunque no siempre los papeles cambian y en ocasiones el opresor se vuelve oprimido, al final siempre queda el espacio para la resistencia, para romper la ronda y ser nosotros mismos. Vivir la sexualidad de forma plena, intensa, puede ser el arma predilecta con que se puede derrotar la opresión, sea esta expresada en múltiples formas como las relaciones humanas lo permiten. Las convenciones sociales son expresiones obsoletas de un absolutismo absurdo que debemos tirar al cesto de la basura. Los valores y principios deben sustituir a esa carga pesada heredada de la religiosidad interpretada a favor de jerarquías interesadas en conservar el statu quo que se vende hacia fuera y se pervierte tras las enormes puertas de los intrincados palacios episcopales. En ese sentido, el placer se vuelve revolucionario y peligroso, pues rompe con el pasado que es opresivo, obsoleto y perturbador.
El goce sexual nos lleva por caminos misteriosos e insondables que trascienden tiempos, espacios y épocas. Nos lleva más allá de convenciones no sólo morales, sino éticas, filosóficas y hasta políticas. La Ronda nos lleva de la mano para explorar y ver con naturalidad la sexualidad, descarnada, brutal y a veces hasta sin sentido. Es por tanto liberador.
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