miércoles, 19 de abril de 2017

¿Es el libre comercio la "salvación" para América latina?


Por Silvina M. Romano

A inicios del nuevo siglo en América Latina, con la presión de movimientos políticos y sociales y la confluencia de gobiernos posneoliberales, los Tratados de Libre Comercio (TLC) fueron ampliamente cuestionados y se generaron alternativas orientadas a una integración centrada en las necesidades de los pueblos y no únicamente en las necesidades y lógicas del mercado. Desde la lucha del zapatismo hasta el movimiento “sin maíz no hay país” -que pusieron en cuestión el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)-[1] hasta el histórico No al ALCA (Área de Libre Comercio de las Américas), se expandió un consenso contra los acuerdos de libre comercio por encarnar las asimetrías más evidentes de las relaciones centro periferia: la profundización de la dependencia y la pérdida de soberanía (política, económica, alimentaria, etc.)[2]. Esta oposición a los Tratados de Libre Comercio constituyó una forma concreta de enfrentarse al imperialismo estadounidense desde la región, planteando otros caminos para la integración: UNASUR, ALBA, CELAC y el giro político, cultural y social que tomó el MERCOSUR.

El rechazo a los mega-acuerdos de libre comercio adquirió también un rol protagónico durante el proceso electoral en Estados Unidos en 2016. De hecho, Hillary Clinton, una de las más acérrimas defensoras del Acuerdo Trans-Pacífico, tuvo que dar un paso atrás y agregar a sus promesas de campaña el rechazo a ratificarlo[3]. Luego de las elecciones, con el triunfo de Donald Trump y la “amenaza” de las medidas proteccionistas para la economía estadounidense, el consenso en torno al libre comercio ha tomado la senda contraria: en nombre de una guerra declarada contra Trump (y sus políticas), se reivindica el libre comercio como la salvación.

Desde América Latina, gobiernos y sectores usualmente alineados al imperio, buscan ahora consolidar los acuerdos de libre comercio para “desmarcarse” del proteccionismo impulsado por Trump. Desde el Norte, México presiona por profundizar el libre comercio insuflando fuerza a la Alianza del Pacífico, ante la incertidumbre sobre el derrotero del TLCAN. En noviembre, en pleno encuentro de empresarios de la Alianza, el presidente de la filial BBVA de México, afirmó: “No hay duda que el liberalismo y la apertura económica han mostrado que generan mayor crecimiento y bienestar para la población”[4].

En esta línea, a fines de ese mismo mes, se reunió el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) en Lima, Perú. La asistencia nada más y nada menos que de Obama, Putin y Xi Ping, tuvo un claro propósito que se evidencia en el documento final: reafirmar el compromiso de mantener los mercados abiertos y luchar contra toda forma de proteccionismo[5]; “declaración preventiva” frente a las medidas prometidas por Trump.

Más al Sur, a la cabeza del salvataje del libre comercio, se encuentra el gobierno de Mauricio Macri seguido por Chile y Brasil, con el proyecto de fusionar el MERCOSUR y la Alianza del Pacífico. Vale recordar que el MERCOSUR, en el contexto de auge de gobiernos posneoliberales había tomado un rumbo latinoamericanista buscando la inclusión de Venezuela y Bolivia; mientras que la Alianza del Pacífico fue conformada por gobiernos alineados a los intereses económicos y de seguridad estadounidenses (durante la era Obama), como “contrapeso” a la “otra integración” que se expandía a nivel regional.

Lo concreto es que Macri convocó a una reunión en abril para llevar a cabo esta confluencia entre MERCOSUR y Alianza del Pacífico en defensa del libre mercado[6]. Esta articulación tiene un claro objetivo en términos de proyección internacional: concretar de una vez el acuerdo con la Unión Europea –que quedó en stand by por quince años debido a que las condiciones para la firma del tratado dan cuenta de una evidente asimetría entre ambas partes, a favor de las economías de la UE[7]. Como adalid de estos intereses, el presidente argentino viajó a España, con el propósito de “recuperar el vínculo histórico” con ese país, diferenciándose definitivamente de la política nacionalista del anterior gobierno de Cristina Fernández de Kirchner[8].

El momento del viaje no es azaroso. El 15 de febrero, la Unión Europea ratificó el CETA, acuerdo de libre comercio con Canadá. Más allá de la eliminación de aranceles, el acuerdo, tal como lo enuncia la prensa hegemónica, “tiene un valor simbólico”. Se presenta como punta de lanza de la defensa del libre comercio y la democracia en contra del proteccionismo (léase, en contra de las políticas de Trump). Los parlamentarios votaron por “regular los excesos y desajustes de la globalización que han contribuido a crear un caldo de cultivo muy propicio para el avance populista”[9]. Entre estos “desajustes” está el reclamo de cientos de personas que se reunieron fuera del lugar de reunión para rechazar el tratado, asegurando que el CETA, además de otros impactos negativos, beneficiará a las multinacionales y no generará empleo[10]. Para salvar al libre mercado y la democracia, se sofocó la manifestación y hubo varios detenidos[11].

Así, se impone como “necesaria” la firma de mega-acuerdos de libre comercio, otrora cuestionados por centrarse en una serie de “ventajas comparativas” y dinámicas que contribuyen a las condiciones de desigualdad, que no aportan al desarrollo tecnológico, promueven la explotación de la fuerza de trabajo, devastan el medio ambiente y perpetúan la reproducción de las relaciones centro-periferia. Eso sucede cuando se confunde al enemigo: en nombre de la oposición a Trump, se busca imponer el consenso sobre el libre mercado como salvación para la humanidad…salvación que, como en tantos momentos de la historia, no será lograda sin opresión y por eso, seguirá siendo resistida.

Notas:














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